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martes, 18 de diciembre de 2012

NASTASIA KANAVKINA

Aguanta, Vanda, aguanta, que es un pinchacito de nada en la encía, aunque con esos ojos que parecen como si se me fueran a meter dentro de la boca, Jesús, que me atraganto de sólo pensarlo, con esos ojos una se asusta, y gracias a la mascarilla que me libra de su respiración pestilente, pero no de esas mejillas grasientas, que no es sudor, no, que su frente seca revela que es grasa, que es  pringue lo de sus carrillos, porque estará recién comido, se habrá hartado de chuletas de cordero rebozándose en la grasa, grasientas chuletas de cordero viejo y maloliente, y tendrá restos de carne en la boca, de hecho aún anda masticando restos, restos entre sus dientes amarillos de nicotina, que, aunque no los ves a través de la mascarilla, sí estarán amarillos, como sus dedos, amarillos de tabaco, sus dedos sin guantes, Jesús, me va a tocar los labios, la lengua, las muelas con esos dedos desnudos y manchados de nicotina, seguro que también de sebo, qué asco, pero debes refrenar tus ansias, contrólate, Vanda, amarra esa sensación que te rebulle en la boca del estómago, que amenaza por gatearte por el esófago y por lanzarse a su jeta como un surtidor de bilis agria y viuda, viuda de todo, o huérfana, porque otra cosa, no, con el tiempo que llevas sin probar bocado, sin saborear una simple tortillita francesa, un poco de pan con aceite, un racimo de uvas, no puedes contener otra cosa, sino sólo bilis desangelada, solitaria, tan distinta desde luego a aquella cerveza, la jarra de cerveza, una de medio litro, la cerveza que le echaste por encima de la cabeza en el Círculo para que se le redujera aquel enorme bulto que amenazaba con estallarle la cremallera del pantalón, y el tonto del higo me sonrió como un pobre bobo, primero me sonrió y me señaló con su dedo amarillento como para advertirme de que se vengaría de aquello, pero enseguida se le desató una risa nerviosa que lo desmadejó, «¡me las pagarás!», repetía una y otra vez, pero sin ser capaz de sofocar la carcajada que amenazaba con asfixiarlo allí mismo, y tú, venga cerveza, otra jarrita por su cabeza, para que siguiera con su ataque, a ver si reventaba de una vez y ya no volvías a verte obligada a soportar sobre ti su pesada barriga, sus ancas de cerdo cebón, sus estertores repugnantes y fétidos, no, que si continuaba con el ataque igual la diñaba, el corazón se le rompía, y la diñaba, y adiós, muy buenas, muerto de un infarto, y «Finkel, el prestigioso dentista, sufrió ayer un infarto de miocardio cuando se hallaba cenando con sus amigos en el Círculo y, a pesar de los esfuerzos del doctor Mischa, buen amigo de la víctima y afamado cardiólogo de la ciudad, el infortunado dentista ingresó cadáver en el hospital», que diría la prensa local, pero no cascó, sino que continuó coleando, dando guerra, echando sobre tus pechos su cuerpo de lujurioso mastodonte cada noche de viernes, apestoso cosaco como una legión entera de cosacos lascivos y borrachos, y así hasta que el tuyo, tu cuerpo, se resintió, dijo basta, se te pudrieron las partes, tus oquedades, tus órganos, y tuvieron que ingresarte en el hospital, donde te curaron, sí, en tres meses te purgaron las venas y los tubos, claro, pero desde entonces estoy sin blanca, porque todos mis ahorros se lo han quedado los sabuesos de bata blanca y jeringuilla, y mis cosas, los empeñistas judíos, como este que ahora me anda hurgando en la boca y que aparenta no reconocerme, el muy desgraciado, porque con mi enfermedad decidiría sin duda ligarse a este cardo borriquero que tiene de enfermera, que ya no te acuerdas, maldito, de cuántas noches te calenté la cama y el pingajillo ese que te cuelga debajo de la tripa, y que no creo que esta sea capaz de hacértelo mejor que yo, que va, y tú, pérfido, ya no te acuerdas, por supuesto, como que entonces yo era una dama vestida a la última moda, con sombrero llamativo y zapatos de color bronce, una dama, Nastasia Kanavkina, que ponía en mi pasaporte, una «honorable ciudadana» en opinión de Antón Chéjov, mi demiurgo y el de este amondongado mamón, el demiurgo que aquí me beneficia con una dosis de anestesia, menos mal, honorable, digo, y no como ahora que seguramente estoy desconocida, que quizá este mamón me tenga por una vulgar modistilla, y por eso ni se ha molestado en ponerse los guantes para introducirme entre los labios sus dedos amorcillados, ahí, ahí, que percibo su asqueroso sabor a pringue, las ganas de vomitar y de escupirle a sus ojos como ubres de vaca el asco que me provoca, y siento que me toca en la muela podrida con algo, que me tira, no, no me duele, menos mal, gracias al demiurgo, pero me tira, me tira con fuerza, y me cruje la mandíbula, no me duele, pero ese crujido me sobrecoge, y él tira con fuerza, me voy detrás de sus manos, puede conmigo, no me duele, pero me arrastra, me arrastra, me levanta del sillón, y arranca algo de mí, de mi boca, de mi encía, de mi alma, de mi integridad, y ahí, ya, delante de mi vista, sujeta entre las tenacillas, la muela comida por la caries y su ufana sonrisa que descubre cuando retira la mascarilla con que se cubría la mitad del rostro, que es una lástima que no siga con ella puesta, para no ver sus dientes amarillos, para no tener que respirar su halitosis, pero sonríe orondo, deja caer la muela en una bandeja metálica, le ordena a la criada que hace de enfermera, este sieso que tiene que aguantar sus lujuriosas adiposidades, que me dé un vaso con agua fría y me espeta «Es un rublo, señora», un rublo, todo mi capital, pero su insoportable halitosis sacude gravemente mis nervios olfatorios, mis papilas del gusto se estremecen aún con el rastro pringoso que han dejado los dedos de tan detestable sacamuelas, «Enjuáguese; es un rublo», repite, y la totalidad de mi alma y de mi existencia se me agolpa en el estómago, y en él se mezclan mis peores caldos, se cuecen mis humores más indignos, y, cuando ingiero el agua que me ofrece la pringada de la cofia, es como si hubiera activado la espoleta de una bomba, la cual no hace sino explotar y despedir hacia arriba con la fuerza del espanto un auténtico chaparrón de bilis y ácidos frente al cual ni sus sucios dientes ni sus ojos saltones pueden protegerse.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

COMO CADA DOMINGO


Como cada domingo, también este has acudido al mediodía a tu habitual tienda de periódicos a comprar El País. Pero en esta ocasión, el dueño no está despachando; en su lugar, su madre y una patulea de nietos, nietecillos más bien, atienden a los clientes, ella con la torpeza propia de las señoras que ocasionalmente hacen de vendedoras, ellos con el espíritu juguetón de los niños a quienes por primera vez se les deja participar en el negocio de la familia. Y tú, sufriendo el que nadie respete la cola, que más que cola se te figura revoltijo de bullentes hormiguitas en pos de alguno de los niños para que le alcance El Mundo, o el ABC, o La Razón, o La Gaceta, o El País, eso sí, sin mosqueos inoportunos, joder con el niño de los cojones, sin discusiones estériles, pero, señora, que acaba usted de llegar, porque tienen las conciencias recién descargadas y no es plan de embroncarse tan pronto con un prójimo o prójima cualquiera por un quítame allá esas pajas, las tienen recién descargadas de zurrapas, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, descargadas y baldeadas como la cubierta de un barco de cuya sentina, sin embargo, se hubieran enseñoreado las ratas, baldeadas y liberadas, en fin, en la misa dominical celebrada bajo la batuta de un cura elocuente que les habrá hablado con arrobo del misterio de la Santísima Trinidad o de la virginidad de María, pero sin soliviantarles los espíritus con arremetidas contra el latrocinio de los banqueros, o la injusticia intolerable de los desahucios y sus víctimas incluso mortales, o el drama terrible de las pateras y sus ahogados, o la desatención de los dependientes y de los numerosos enfermos sin cobertura, o el despido inmisericorde de los interinos o de los trabajadores de banca, o el empobrecimiento y el hambre de muchas familias, sino con el afán de sosegar los ánimos pidiendo la protección divina de los gobernantes, que, a fin de cuentas, el Gobierno y la Conferencia Episcopal negociaron con sigilo la religión en la enseñanza, como quien negocia con un vendedor ambulante el precio de un paraguas.
Mientras esperas que te llegue la vez, en tanto que observas con cierta emoción nostálgica las nuevas entregas de muñequitos de goma que aguardan en el mostrador a ser compradas por alguien, parecen personajes de Astérix, ¿o son de Tintín?, ¿o del Capitán Trueno?, y temes, dada la aglomeración de clientes, no llegar a tiempo de conseguir ninguna, si es que efectivamente se trata de la materialización plástica de algunos de tus mejores sueños infantiles, alguien se las lleva y me quedo sin ellas, al tiempo que sufres la insoportable falta de respeto que por los turnos manifiestan la señora y sus nietecitos, tú diviertes tu impaciencia comiéndote parte del suelto de avellanas que llevas en el bolsillo. Solidario con tu vendedor de periódicos, siempre procuras llevar suelto para pagarle, porque sabes que si le das un billete le ocasionas un problema a veces de difícil solución. Así que es usual en ti llevar algo de suelto para comprar el periódico, avellanas, ¿o monedas?, ¿no son avellanas?, ¡claro, avellanas!, ¿qué si no?
Pegado ya al mostrador, te comes otra avellana, todas peladas, también esta, todas peladas y tostaditas, no quemadas. A punto de ser despachado por la señora, ves de cerca las bolsas con los muñequitos de goma, y alargas la mano derecha, los dedos, para revisarlas y decidir con cuál de ellas cargas. Pero tu acción entre atrevida y tímida sólo obtiene como resultado un profundo desencanto, porque ni son muñequitos de Astérix, ni de Tintín, ni del Capitán Trueno, ni siquiera son de goma, no, nada de eso, que se trata de esos extraños y fantásticos humanoides galácticos o intergalácticos de plástico, que tanto éxito suelen cosechar en la industria cinematográfica y que a ti nunca te transmiten nada, porque jamás han logrado estimular tu imaginación. Por cierto, que lo mismo te sucede con las versiones en celuloide de los tebeos. Siempre has pensado, y aún sostienes la misma opinión, que los personajes de ficción resultan más sugerentes en sus viñetas originales que en las pantallas de los cines o de los televisores, porque el lector de tebeos debe aportar su parte de imaginación a las propuestas del dibujante, mientras que en el cine todo es más explícito, y la imaginación del espectador es solapada por la de los realizadores. Así que, frente a las pelis de Claude Zidi o Alain Chabat, tú te quedas con los dibujos de Uderzo, e incluso en lugar de las imágenes de Steve Spielberg, tú prefieres las de Hergé, y eso por no hablar de la esperpéntica tropelía perpetrada por Antonio Hernández y compañía con la obra de Ambrós y Víctor Mora.
Así las cosas, doblegado por el desencanto de que las figuritas de goma no colmen tus anhelos del momento, no te queda sino comprar el periódico mondo y lirondo. Ya la señora enarbola un ejemplar dispuesta a entregártelo con una mano, a cambio de recibir con la otra el dinero correspondiente. Pero tú, ingenuo de ti, cometes el error de pagarle antes de tocarlo siquiera. Aquí tiene, y depositas en su mano unas cuantas avellanas para que se cobre. Lo siento, te dice ella, la máquina no las coge. ¿Qué no las coge? No, lo siento. Pero si siempre..., insistes sin resultado, pero ella, sin soltar el periódico, porque mantiene la esperanza de que vas a pagarle, se dedica, no obstante, a atender a otros clientes. ¡Pues a tomar por culo, ahí te quedas con tu periódico!, te dices. Y te largas a la calle sin periódico y sin muñequitos.
El sol de otoño te recibe con una caricia, y el reconfortante olor a churros procedente del parque estimula tus cilios olfatorios hasta que el estómago comienza a segregar sus jugos para recibir aquel manjar mañanero y la boca se te hace agua. Atraído por la idea de desagraviarte con dos o tres cohombros, como antaño los denominaban, te encaminas al quiosco mientras vas dando cuenta de las avellanas que todavía te danzan en el bolsillo al ritmo de tu paso. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

EL LIMPIARRADIADORES


«Niquelao», dijo de pie en el centro del estudio, observando los lomos relucientes de los libros; «niquelao», repitió desde la puerta, ponderando el espacio que había ganado al verter horizontalmente muchos volúmenes en algunos anaqueles, un poco contra natura, ¡o no!, porque en realidad así salen de la imprenta, tumbados en las cajas de embalaje, y acaso vaya más contra la propia naturaleza de las cosas eso de colocarlos en vertical, posición en la que tal vez hayan de aguantar mayor sufrimiento la cubierta y las hojas con el peso de la cultura que sostienen, a cambio, eso sí, de facilitar al lector su localización en los estantes, su extracción de los mismos si llega el caso; «niquelao», remató cuando salió al vestíbulo, «esta vez, tendrá que admitirlo». Entonces se enfrentó al espejo del perchero y, abriéndose paso entre los abrigos, gabardinas, bufandas y paraguas que lo poblaban, se miró con ufanía a sus ojos reflejados sobre el azogue y sonrió con satisfacción: se daría una ducha caliente y se prepararía una buena merienda con chocolate y magdalenas de su abuela, en premio por superar de sobra la peor de las pruebas del algodón que se había visto obligado a afrontar desde que habitaba aquella casa, la de limpiar el estudio, incluidos los miles de volúmenes de su biblioteca. Es verdad que el trabajo había dinamitado por el momento la sugestiva greguería de Ramón: «Donde el tiempo está más unido al polvo es en las bibliotecas».
Cuando vio la última película de Woody Allen, la de A Roma con amor, decidió recuperar la tradición de cantar en la ducha, no ópera, claro, que, aparte del macarrónico «e donna è mobile, un automóvile», nada más solía ocurrírsele, y además, ese día, tenía metido en la chilostra el estribillo aquel del grupo Santabárbara, de los setenta, «Tuviste suerte al cruzarte en mi camino, yo te salvé de tu destino, Charly», que primero entendió como dedicado a una amante desheredada, luego a un amante desnortado, después a un perrito callejero, pero jamás a una paloma, ¡lo que son las cosas y su mal oído, nefasto para los idiomas y para las letras de las canciones!


Probablemente fuera con la quincuagésimo novena versión del estribillo, o la sexagésimo séptima, ¡quién sabe!, cuando le sobreviniera la mala, la malísima idea: ¡no había limpiado el radiador, y su consorte se daría cuenta! Embutida su desnudez aún en el albornoz que había conseguido con los puntos del banco y secándose vigorosamente la cabeza, predijo, ¡pobre!, que eso lo ventilaría en un minuto, que sólo era cuestión de estrenar el plumero limpiarradiadores que comprara hacía tiempo en Leroy Merlin, un día de esos en que vas a dar una vuelta por las grandes superficies buscando una bombilla y acabas llenando el carrito de la compra con mil cacharros que únicamente cuando ha caducado el periodo de devolución te das cuenta de que no sirven para nada.
Se secó, pues, se vistió y así, con la frescura de un tiesto recién regado, buscó el maravilloso plumero y se encaminó a la ventana del estudio. Debajo, el radiador, «ruiseñor de invierno»: pase por delante, pase por detrás, entre la pared y el radiador, pelusas fuera. ¿Ya está? ¡No, no está! Conviene meter el plumero entre los elementos, porque ahí es donde se acumulan y se espesan las bolas de pelusa, nubarrones entintados por todas las miserias que remueven las masas de aire caliente que pone en danza la calefacción. Así que, «tira adentro, cuélate, abajo, arriba, abajo, arr..., ¡coño, que no va!». No va, no, ya no va. Insiste. «¡Venga, arriba!». Insiste. «¡Fuera, maldito!». Insiste. «¡Cagüen! ¡Ni pa Dios!». Insiste. «¡Se ha atascado!».
El plumero se había quedado atrapado entre dos elementos del radiador. Pero allá abajo, «donde más jode». Y no iba ni arriba ni abajo, ni adentro ni afuera. El agobio de saber que disponía de muy poco tiempo, de que su consorte estaba a punto de regresar, y de constatar una y otra vez que aquello no iba ni p´alante ni p´atrás, le hacía sudar auténticos goterones: su frente se derretía como la de un crucificado comido por la fiebre, sus axilas rezumaban sin ninguna contención, su pecho parecía empapado por los vapores del trópica, sus inglés exudaban angustiosos escozores de humedad, sus manos resbalaban sobre lo que aún podía tocar del plumero. ¿Y tirando por debajo del radiador, así, de la punta del plumero? ¡Venga, va, esta vez sale, ya! «¡Cagüen!». Otra vez se ha atascado. Pero ahora el radiador se ha tragado el plumero enterito y su mango ha quedado pillado en la parte baja de aquel, ahora sí que no hay forma humana de deshacer el desaguisado. ¡Espera, espera!
Una lucecita brotó en su cerebro, como la de los inventores del tbo. ¡La caja de herramientas! Tal vez con un destornillador, introduciéndolo desde fuera por la ranura de separación de los elementos, pueda enganchar el mango del plumero y tirar de él hacia arriba, hacia arriba, ¡venga, fuerte!, está a punto de subir, aumenta la sudoración, ¡más fuerte!, el sudor lo empapa, ¡más!, que sube, ¡ni ducha ni hostias! «¡Esto no sale!».
El despropósito salta a la vista. Por debajo del radiador cuelga el plumero del demonio como el rabo de un felino, y el mango está encajado. Si tiras de él con el destornillador, se mueve, pero el rabo no pasa. Y aquello se encaja de tal manera que es imposible desplazarlo. Un agobio febril, una impotencia dramática y lacerante acaban por torpedear su racionalidad y la colocan al borde de una explosión descontrolada capaz de llevarse por delante aquella mierda de radiador, de arrancarlo de sus anclajes en la pared, de derribar si es preciso el muro que sostiene la ventana, de lanzar después a tan maldito «ruiseñor de invierno» a la puta calle. ¡«Ruiseñor de invierno» ni «ruiseñor de invierno»! ¡Aquí quería ver al tal Ramón! Y entonces se le ocurre que podría intentar cortar el rabo del plumero que cuelga del radiador. «¡Exacto, cortarle el rabo!». Fuera de sí, busca una sierra de metal, que no encuentra; pero echa mano de una lima que sí ha encontrado. «¿Será para madera o para metal?». Y más fuera de sí aún, con el frenesí compulsivo de un morboso azogamiento, comienza a limar el dicho rabo. Hasta que, por fin, lo consigue. «¡Ya, ya, ya!». ¡El rabo!
Sin embargo, ¡ah, sin embargo!, el endiablado manguito, aunque desrabado, continúa tozudamente trabado entre los módulos del radiador. «Pero, ¡coño!, ¿en qué se engancha ahora?».
Ya no suda, ya no, porque se le han desecado las sudoríparas. Ya encaja la derrota. Ya asume la cantinela: «¡Quién te manda a ti, cariño, quién te manda, que siempre pasa lo mismo, se llama a un hombre, si no sabemos, se llama a un hombre, si no somos capaces, pues un hombre, que para eso están, y se le paga, y santas pascuas!». ¡Un hombre, un hombre, un hombre!
Y en eso, el ruido ascendente del ascensor, la sacudida del frenazo, el golpetazo de la puerta, la certidumbre de que, en efecto, todo va a empeorar. ¿Se pega de cabeza contra el radiador o se lanza directamente a la calle de cabeza? Mas entre las dos posibles maneras de abrirse la cabeza, de nuevo la bombillita del ¡eureka!: mete dos dedos por debajo del radiador, hurga en el extremo del rabo rebanado y, ¡oh, fuerzas del cielo y de la tierra juntas!, ¡oh, potencias del fuego y de los mares!, ¡oh, dioses de griegos y romanos, de cristianos y musulmanes, de judíos y budistas!, ¡oh, batalla de todas las batallas!, ¡que aquello se mueve, que el extremo cortado supera el atasco y que, con la punta del destornillador, consigue por fin que el mango escape del jodido radiador!
La puerta de la vivienda se abrió.
—¿Pero qué haces, cariño, con el radiador y este calor, que te vas a achicharrar, y con la ventana de par en par, tirando el dinero por la ventana?
Aún tardó unos segundos en contestar, los que dedicó a beberse sus propias lágrimas y a pergeñar una respuesta coherente:
—¡Nada, tú, que me había dado una hipotermia, y estaba a ver si..., pero luego..., pues nada..., que...!

miércoles, 7 de noviembre de 2012

¡PUTA DIETA!


Desde el final del tramo, antes de tomar el rellano que lo conducirá definitivamente hacia la calle, Marcos vuelve la cabeza para recibir de nuevo la complaciente sonrisa del dietista. Lleva año y medio atravesando aquel zaguán dos veces al mes, a cincuenta pavos cada vez, treinta y seis consultas en total, mil ochocientos eurazos que le han salido del alma y del cogote, pero ha logrado reducir en cincuenta kilos las adiposidades que venía sobrellevando desde que su madre lo parió, hace de esto cincuenta y siete años.
—Sus resultados son excelentes, amigo Marcos, excelentes. Recuerde que no creía mucho en mi plan. Pero usted ha podido comprobar en carne propia («y en mi cuenta corriente») su espectacular eficacia, y tampoco ha sufrido en exceso por ello («¡doctor, que llevo año y medio sin probar el jamón ibérico ni el queso manchego!»), no más que quien deja de fumar («¡más, más, mucho más, que usted no sabe lo que es contenerse frente a los cocidos completos del Choto o ante las montañas de nata montada del Arena Dorada!»), no más que quien se cuida una alergia («¡dieciocho meses sin probar la cerveza, doctor, dieciocho meses!»). Y ahora parece usted un modelo de Emidio Tucci («pero ella es como si siguiera viviendo con el peor Oliver Hardy de todos los tiempos, anafrodisia total»).
El dietista lo ha despedido con varias palmaditas en la espalda y enfundándose en un bolsillo del pantalón el último billete de cincuenta. Pero ya en la calle, Marcos respira satisfecho una bocanada de azul, mira a un lado y otro, y se decide a embocar el atajo que habrá de conducirlo hacia la zona comercial. «Le regalaré a Marisa un ramo de rosas frescas y una estancia por ocho días para mayores de cincuenta y cinco en algún hotelito de Cádiz: ¡total, doscientos setenta y cinco euros por cabeza, pensión completa en un cuatro estrellas, que me lo ha dicho esta mañana en el parque mi vecino Ángel, menos que en casa, Marcos, menos que en casa, y no hay que preocuparse de nada!».
—¿Te gustan?
—Son preciosas, mi amor. Dame un beso.
—Toma.
Y le entrega, con una sonrisa y los labios amorrados por estimulantes expectativas, las reservas del hotel. Pero Marisa dilata el diámetro de sus pupilas para que por ellas penetre bien la imagen de tan maravillosos papeles, coge las reservas y se retira  junto a la ventana para leer los detalles; naturalmente, los labios de Marcos permanecen aleteando en el aire sin pista para el aterrizaje.
—¡Qué bien vas a estar con los bañadores que te he comprado! ¡Con ese tipito que se te ha quedado! Parece mentira. ¡Hollywood, como un galán de Holly­wood! ¡Guapo! —Se acerca a él, lo toma de las manos, lo atrae hacia ella, de nuevo los labios de él amorrados en espera de acontecimientos, le coge la cabeza, se la inclina hacia delante y lo besa en la frente—. Gracias, mi amor.
¡Hombre, se siente halagado! Es cierto que hoy tampoco las cosas van a ir a mayores, pero no está mal que la propia pareja lo compare a uno con un galán de Hollywood nada menos. Sí, la dieta, el sacrificio que le ha costado y que le cuesta, sus abstinencias insufribles, las cervecitas, las tortillitas de patata, las barbacoas de los cuñados, las butifarras, las chuletitas, las pancetas, los helados de nueces de macadamia, las milhojas de Santa Águeda, todo, todo ha valido la pena para al fin encontrarse como ahora, ágil, ligero, más puesto y elegante, más atractivo.
—¡Coño, Marcos, deja que te mire! —le dice esa misma tarde en la plaza su amigo Paco, que lleva dos años fuera de la ciudad porque la multinacional en la que trabaja decidió desplazarlo al otro extremo del país—. ¡Qué bien te veo, tío, qué bien te veo!
—¡Pues ya ves, la dieta!
—¡Coño, coño!
—Que se empeñó Marisa y, al final, cincuenta kilitos menos.
—¿Cincuenta kilos? ¿Qué me dices? Pues, chico, estás con un tipazo.
—Eso dice ella, pero...
—¿Ya nos estamos quejando? Tío, las mujeres son las mujeres. ¿Y qué me cuentas?
—Que nos vamos unos diítas a la playa.
—Allí, allí es donde vas a ligar, y con una de treinta.
—¡Más quisiera...!
—Que sí, tío, que te veo muy bien. Hay chavalitas a las que les gustan las arrugas de los tipos curtidos, los pómulos salientes...
A medida que su amigo habla, Marcos se palpa las zonas del cuerpo por él referidas: los pellejos arrugados del cuello, de las mejillas, los huesos de los pómulos...
—Tienes que darte todas las mañanas con la barrita de l’Oréal debajo de los ojos, para combatir las ojeras y que no parezcan tan hundidos —«ojeras, ojos hundidos»—, y sonreír todo lo que puedas, que no estés tan triste, con esas comisuras tan caídas —«comisuras caídas»—, aunque a muchas chicas les gustan los de la tercera edad, siempre que sean divertidos —«tercera edad»—, tengan buen tipo y no les cuelguen los pellejos de la tripa si se ponen en bañador «pellejos en la tripa»—, ni los de las nalgas cuando estén en bolas —«pellejos de las nalgas»—. Pero perdona, Marcos, tío, que he quedado con mi mujer y no la quiero hacer esperar.
Y Marcos estrecha la mano de su amigo y lo ve alejarse, abandonar la plaza. Él, por su parte, se acerca a la peluquería, se planta frente al espejo del escaparate, se eleva las comisuras de los labios con los dedos índice de ambas manos, se estira las mejillas con ellas, tensa los pellejos de sus ojeras, se pellizca los que quedan de sus pechos antes abultados, los que contenían sus michelines y, aspirando cuanto aire sus pulmones son capaces de aspirar, «¡A tomar por culo la puta dieta!», corre hasta la pastelería de Santa Águeda, para afrontar la más linda sonrisa de la más bella dependienta.
¡Media docena de bambas de nata, por favor!

miércoles, 24 de octubre de 2012

NOCHE ELECTORAL



En memoria de Chéjov y Carver


El día de las elecciones, mi padre me regaló un ramo de rosas cargado de simbolismo y yo compré una botella de champán para celebrar con Begoña el posible triunfo de nuestro partido o, mejor dicho, del partido al que habíamos votado, ¿no, Bego?, porque ¡tú les votarías también!, ¿no, Bego?, ¿qué?, que si les votaste, ¡bueno, hijo, el voto es secreto, ya lo sabes!, ¡venga ya!, que sí, que sí, que es secreto, ¡seecreeetoooo!
En efecto, Begoña estiraba la palabra secreto, pero lo hacía a medida que se aproximaba a mí, según arrimaba su aliento a mi oreja derecha, hurgaba en mi oído con la punta de la lengua, ¡seeecreeeetooooo!, y dejaba de hurgarme para susurrar otras palabras, ¡como!, me hurgaba, ¡nuestro!, me hurgaba, ¡amor!, me hurgaba, me hurgaba, me hurgaba, ¡secreto como nuestro amor, cariño!
¿Y qué iba a hacer yo, pobre de mí, tan débil como soy para eso del sexo, qué iba a hacer sino enloquecer, fluyéndome sin freno la sangre de arriba abajo, mientras Iñaki Gabilondo acaparaba las treinta y dos pulgadas de pantalla para informar acerca de los primeros datos? Quiero decir que la pasión me bajaba de la oreja a las ingles cuando Begoña me metía la lengua en el oído, ya se había escrutado el nueve por ciento de los votos y mi partido sacaba quince puntos de distancia a su inmediato seguidor. ¡Qué iba a hacer, sino volverme hacia Begoña, coger su rostro entre mis manos, pegar mis morros a los suyos e introducirle la lengua hasta la campanilla!
–Abre la botella, cariño, que vais ganando.
¡Vamos ganando, ni vamos ganando! ¿Qué botella? ¡Estoy yo como para atinar con el sacacorchos! Me miré el reloj para percatarme de que aún quedaba por delante demasiada noche electoral.
–Pero, cariño, que no necesitas sacacorchos, que es champán. Quítale el alambre y brindemos por el triunfo de los tuyos.
Bueno, sí, dejé a Begoña, cogí la botella y me puse con el alambre. Según Iñaki, con el catorce por ciento escrutado, las distancias entre mi partido y el otro se habían reducido a doce puntos, muchos aún, no obstante, y no creo que se pierda, pero Begoña, bésame en la boca, cariño, espera, sirve champán, ¡pero Bego!, ¡espeeeraaa, hombre!, toma, copa para ti, copa para mí.
–¡Por la mayoría absoluta!
Recuerdo que desde la ventana se coló una mariposa que, desnortada como por un orgasmo, fue a estrellarse contra el aplique del techo: caí entonces en la cuenta de que deberíamos ganar intimidad frente a los mirones de la otra fachada; por eso, bajé la persiana, encendí la lámpara de la mesita y apagué la del techo.
–¿Qué pasa, cariño, te estás enterneciendo?
Un beso largo y con sabor a champán fue mi respuesta. Y luego otro y otro, el recuento se dispara, y otro más, camisas fuera, sujetadores, y otro beso largo, sostenido, cinco puntos apenas de distancia, botones que se resisten, que ceden al fin, ¡divino festival de caricias que detiene el tiempo o que lo acelera o puede que lo haga discurrir por una dimensión desconocida!, dos puntos sólo con el sesenta y tres por ciento de las papeletas escrutado, las cremalleras se entreabren, y otro beso eterno, jugoso, estremecedor.
La voz de Iñaki, sin embargo, atemperaba mi pasión, pero en ningún caso sosegaba el ánimo bullanguero y con retranca de Begoña, espera, cariño, a ver qué dicen, ¿qué van a decir?, ¡que perdemos, que no tiene remedio!, ¿otra copita?, ¡la retranca!, se me están quitando las ganas.
No me quedaba otra, porque la batalla había que darla por perdida: yo no quería seguir bebiendo y Begoña no lo haría sin mí. Así que, como aún restaban casi tres cuartos de champán en la botella, me esforcé por taponarla de nuevo, en espera de ocasión más propicia; me costó trabajo, pero al final conseguí introducir más de la mitad del corcho por el cuello de cristal verde. Probablemente ya no tendríamos oportunidad de renovar aquella noche el brindis anterior, porque la cosa se estaba poniendo cuesta arriba. Los nuestros, o los míos, qué se yo, se hallaban a muy poco de ser alcanzados por los otros, y aún faltaba un veinte por ciento de votos por escrutar, peor que los cinco últimos minutos de una final Madrid-Barça.
El rostro de Iñaki no pareció reflejar ninguna sensación especial cuando subrayó el empate técnico con el ochenta y cinco por ciento de los votos, ni cuando señaló que la llegada de nuevos datos a los paneles electrónicos se había paralizado, ni cuando anunció la comparecencia del Ministro del Interior para las diez y se miró el reloj, me miré el reloj, cuarenta y cinco minutos, Begoña en bolas, señoras y señores, yo en bolas, en tres cuartos de hora el Ministro del Interior y seguramente los datos definitivos, Begoña al galope, ni cuando dejó caer la siguiente consideración: tal vez entonces sepamos si se ha producido el sorprendente e inesperado vuelco y en qué medida.
Cariño, ¿qué te pasa?, olvídalos, ¡qué más da, si van a hacer lo mismo!, que no, Bego, ¡si da lo mismo!, ¡cómo va a ser igual quién gobierne!, venga, cariño, ¡a ver esos ánimos!, ¡Bego, Bego, ay!, ¡calla!, ¡ya, ya!, ¿pero tú les has votado?, ¡calla, hombre!, ¿les has votado!, ¡joder!, ¡di!, ¡que sí, cariño, que les he votado!, ¡bueno, bueno!, ¡calla, coño!, ¡que-les-has-vo-taaa-dooooo!, ¡cállate, coooñooooo!
Señoras y señores, con ustedes el Ministro del Interior.
No sé si fue por algún extraño ensalmo que hubiera aumentado de forma singular la presión del carbónico, o si sería por Begoña o por Iñaki o por el Ministro; pero el corcho de la botella de champán saltó por los aires, se estrelló contra el techo y aterrizó en mi frente, justo en el instante en que yo estaba a punto de explayar mi goce por encima del bien y del mal, en el preciso momento en que el ilustre portavoz anunciaba con sonrisa de oreja a oreja que el partido del Gobierno había vuelto a ganar las elecciones. Sin embargo, Begoña había culminado con éxito, a fin de cuentas, la cumbre de su dicha y yacía desmadejada sobre mí, que, en lo referente al trajín de ella, y contradiciendo mis propias expectativas, ¡es imaginable el caso!, andaba como si tal cosa; y además, al borde de abismarme yo en una depresión de alto calado.
Superpuesta, como grabada, la pantalla del televisor sobre la marca con que el corcho había sellado mi frente, me escurrí como pude del cuerpo de Begoña, apagué el maldito emisario de pésimas noticias, me dirigí a la cocina y me preparé una infusión de té de fresa para conciliar el sueño. Mientras la bolsita de té esparcía su contenido en el agua caliente, tomé las rosas que me había regalado mi padre esa misma mañana, toma, hijo, las repartes tú también si ganamos, ¡que ganaremos!, las saqué del florero, me las apliqué a la frente para calmar con su frescor las molestias del taponazo y la fiebre de la derrota, y luego las tiré al cubo de la basura.
Llegó entonces hasta mí su primer ronquido. Me acerqué sigiloso hasta el sofá en que yacía su cuerpo caribeño: calcetines colgando de los pies, cabellos desordenados, pantalones bajados, párpados relajados, tetas al aire, boca semiabierta, y un hilillo de placer y despreocupación recorriéndole la comisura izquierda.
Amagué con encender nuevamente la tele, pero antes regresé a la cocina, busqué la caja de Lexatin y me enchufé dos cápsulas con el té de fresa. Tendido en el sofá, con el dedo pulgar de mi mano derecha dispuesto a disparar la orden de encendido desde el mando a distancia, cerré los ojos y pensé que para las próximas yo sería cuatro años más viejo.
–¿Quién ha ganado? –preguntó su subconsciente entre ronquido y ronquido.

lunes, 30 de julio de 2012

PLAN «REFORMISTA» DE INVOLUCIÓN

Las medidas económicas, sociales y políticas adoptadas por el Gobierno del PP no son gratuitas ni caprichosas; simplemente responden a una estrategia oculta bien definida por su cúpula ideológica, aunque el resto del partido la ignore y se limite a difundir el argumentario que le dicta su directiva, y que consiste en cambiar la sociedad. Eso es a lo que Rajoy llama su «programa reformista», eufemismo por el que pretende presentar como centrista la concreción de un plan de «involución», regresivo y reaccionario, expresamente diseñado para desmontar los avances socialdemócratas que se habían venido produciendo en nuestro país en los últimos treinta años.
Tal estrategia del capitalismo neoliberal no se sufre únicamente en nuestro país y en este momento histórico, sino que viene de lejos y de otros lugares.
La crisis del 29, como consecuencia del estallido de la burbuja especulativa y de la superproducción industrial, solo se superó definitivamente con una guerra mundial que costó 60 millones de muertos y cerca de 1,5 billones de dólares. En ella, tres sistemas político-ideológicos entraron en conflicto: el nazi-fascismo, el estalinismo y el capitalismo liberal. Pero la guerra lanzó la producción, empujada por la industria militar, lo que contribuyó a que el capitalismo liberal, que por razones tácticas había apoyado alternativamente a los otros dos sistemas, aunque con el objetivo último de acabar con ellos, comenzara a superar su propia crisis. El nazi-fascismo murió con el final de la guerra; el estalinismo y sus sucesores terminaron como consecuencia de la guerra fría y con la caída del muro de Berlín.
La Segunda Guerra Mundial no hizo sino reafirmar la hegemonía estadounidense en el mundo, que ya había comenzado a partir de la Primera Guerra, y lastrar el crecimiento europeo, condicionado, a partir de entonces, por su dependencia de los EE.UU.; así llegó la reconstrucción, el Plan Marshall y el enriquecimiento del gran capitalismo industrial, aunque también se produjo un desarrollo de la socialdemocracia y de los servicios públicos allí donde esta se hizo con el poder político, es decir, en algunos países del norte de Europa, en una primera fase, luego en Inglaterra con las aportaciones del laborismo inglés y en Alemania con las del SPD y, ya en los ochenta, en los países del sur de Europa (Francia, España, Italia, Grecia, Portugal). De esa manera, la socialdemocracia, que, aun sin cuestionar básicamente el sistema capitalista, sí pugnaba por limar sus aristas más antisociales, se convirtió en una «mala» referencia para el resto de países, donde los pueblos exigieron más y mejores servicios (y, por tanto, un trasvase, vía impuestos, de capital privado al sector público).
Estos avances innegables de las políticas socialdemócratas suscitaron una fuerte, y en ocasiones violenta, reacción neoliberal, representada por el thatcherismo y el reaganismo y con un aliado de primer orden en el terreno de las ideas políticas: el Estado Vaticano de Juan Pablo II. Sus políticas económicas se caracterizaron por la desregulari­zación del sector financiero, la flexibilización del mercado laboral, la privatiza­ción de empresas públicas y la reducción del poder de los sindicatos. Todo ello se vio favorecido con la caída del muro de Berlín y el final del llamado «socialismo real» de los países del este de Europa, con lo que el capitalismo, ya sin el contrapeso soviético de la guerra fría, va a tomar impulso en la última década del XX y, embriagado de victoria, se «desmadrará» a principios del XXI con Bush y su belicismo descontrolado, que en España encontrará en el gobierno de Aznar un fiel colaborador, no solo en su política belicista, sino también en su estrategia de desregulación económica, que, mediante la liberalización del suelo, creará las bases para el crecimiento de la burbuja inmobiliaria.
La crisis actual, que comienza en 2007, precisa de otras recetas, porque el capitalismo financiero, que es ahora el hegemónico y el que la ha provocado como consecuencia de una «superproducción» de los créditos basura ligada a la explosión de la burbuja inmobiliaria y especulativa, no quiere arriesgar su estabilidad con otra guerra en Europa y, además, sabe que los pueblos de Occidente no lo tolerarían hoy (tras la guerra en los Balcanes, las protestas contra la de Irak se lo dejaron meridianamente claro); a pesar de esto, de vez en cuando se arriesga con guerras locales, sin apenas costes en vidas humanas para sus países, como en Libia, por ejemplo, o en Afganistán, a fin de estimular su industria militar y controlar la producción petrolífera del mundo. Además, tampoco está dispuesto a aceptar la salida socialdemócrata, con trasvases de lo privado a lo público. El capitalismo financiero, para superar su propia crisis y seguir multiplicando sus beneficios (en el último año, por ejemplo, tan crítico para la economía española, las 35 empresas del Ibex 35 han incrementado sus beneficios un 5 %, y en la misma proporción, sus ejecutivos han mejorado sus retribuciones, y eso por no hablar de los pingües beneficios de los banqueros alemanes y de la City londinense), se ha propuesto los siguientes objetivos:
1.   Acabar con los gobiernos socialdemócratas del norte y del sur de Europa, y particularmente con el zapaterismo, que, al margen del propio Zapatero (sin herramientas ideológicas para aguantar el embate neoliberal), se estaba convirtiendo en una peligrosa referencia europea en el plano de los servicios sociales y de las libertades.
2.  Trasvasar el capital público al sector privado y, en concreto, a la banca y a las grandes multinacionales con ella conchabadas. Para ello, se trata de convertir estos países en gigantescas factorías generadoras de capital con mano de obra muy cualificada mediante una formación sufragada con dinero público, y muy pobremente remunerada, sin embargo, por el capital privado.
3.  Conseguir unas clases trabajadoras mal remuneradas y sin capacidad de respuesta y unas clases medias dispuestas a permitir el citado trasvase de capital, desideologizadas y acríticas frente a su progresivo empobrecimiento; en definitiva, una mano de obra barata, dócil y amedrentada.
4.  Propiciar la llegada de gobiernos títeres en los países presuntamente menos controlables (sur de Europa), tras la caída de los anteriores (España, Portugal), incapaces de resistir las presiones financieras, o sencillamente imponiendo al frente de los mismos técnicos que representen fielmente los intereses de las grandes corporaciones financieras (Italia, Grecia antes de las últimas elecciones), prueba inequívoca, por cierto, de que los neoliberales no muestran el más mínimo reparo en descapitalizar la democracia. En el terreno económico, las políticas coyunturales de estos gobiernos deberán basarse fundamentalmente en recortar gastos y en no aumentar los ingresos que pudieran obtenerse actuando sobre los grandes capitales, hasta el punto de que, en España, por ejemplo, el gobierno del PP no solo renuncia a una lucha decidida contra la evasión de capitales y contra el fraude fiscal, sino que «recompensa» a los defraudadores con la amnistía.
5.  Aumentar sus beneficios a base de transacciones de capital y movimientos especulativos. Se trata de sacralizar, pues, la libertad de movimiento para los capitales, al tiempo que se restringe la de los ciudadanos.
Naturalmente, todo esto implica un cambio en el modelo de sociedad, que es el gran objetivo estratégico del PP español, pero también el de los conservadores de Cameron y de Merkel: menos Estado, menos democracia, menores controles públicos, sindicatos y partidos más débiles, pueblos más amedrentados y dóciles, más capital para la banca, porque a más capital, más poder, y más hegemonía política de los poderes financieros a través de gobiernos títeres. En nuestro país, todo esto se concreta en las siguientes medidas y proyectos:
1.       Menos Estado: proceso imparable de privatizaciones masivas y estratégicas, de disminución del número de empleados públicos y de reducción dramática de los servicios públicos en beneficio de los privados: transportes, puertos y aeropuertos, sanidad, educación, dependencia, pensiones, prestaciones por el desempleo. Pero algo de Estado, el imprescindible para socializar, en su caso, las posibles pérdidas del sistema financiero.
2.      Menos democracia: mantenimiento de leyes electorales no muy democráticas, disminución del control parlamentario, proliferación de los decretos ley, monopolización de los medios de comunicación, reducción del número de representantes populares (con especial incidencia en la representación de los partidos minoritarios, que tenderán a desaparecer), aumento de la representación indirecta (Diputaciones) en detrimento de la directa (Ayuntamientos y Comunidades), disminución de los representantes sindicales y de la negociación colectiva hasta conseguir una menor capacidad de organización y respuesta de las clases trabajadoras, corporativización de las instituciones (CGPJ), mantenimiento de un poder judicial que continúa sin «emanar del pueblo». A esto hay que sumar unas fuerzas antidisturbios cada vez más agresivas, a lo que probablemente le seguirán un reforzamiento de las mismas y unas leyes restrictivas de los derechos de manifestación, reunión y expresión.
3.      Empobrecimiento progresivo de las dos terceras partes de la población (de clase media-media para abajo) a cambio de un aumento imparable del capital financiero y de sus beneficios, lo que inevitablemente conducirá a incrementar las diferencias entre ricos y pobres, muchos de los cuales se verán abocados a la exclusión social. 
4.      Implantación de una economía especulativa para el beneficio exclusivo del capital financiero internacional, representado por «los mercados».
Los mercados, la prima de riesgo, la bolsa no son más que la justificación a la que recurren los gobiernos títeres para privatizar el Estado y trasvasar todo el capital a la banca. Para mantener la apariencia de que todo se debe a la necesidad de afrontar el pago de la deuda multimillonaria de los países, las instituciones europeas alimentan el espejismo de que nos ayudarán a cambio de recortes salvajes, y los gobiernos títeres, como el del PP español, defienden la falsa idea de que aceptan el juego consistente en que hay que recortar y realizar las citadas transformaciones (¡ojo, algunas no suponen ningún ahorro económico; por ejemplo, la elección de jueces, la eliminación de concejales en poblaciones pequeñas o el cambio en el estatuto que regula la RTV pública!) para afrontar los pagos de la deuda. Pero los llamados «mercados» no van a parar hasta que no culmine todo el proceso de privatización.
En España, el gobierno del PP, justificándose en la herencia recibida y en la aplastante mayoría absoluta que la ciudadanía, fraudulentamente engañada por una política de oposición y un programa electoral diametralmente opuestos a lo realizado una vez en el poder, no es sino el gobierno-títere que ha de llevar a cabo el «plan reformista de involución» diseñado para nuestro país por el capitalismo financiero, y contra el que debemos luchar con la legitimidad de botar a los mentirosos vendepatrias que hoy por desgracia nos gobiernan.
                                                                                                                                         
                                                                             

Vincent de Larra 

viernes, 6 de julio de 2012

ROMANCE DE LOS CASADOS INFIELES

                       I

María Elena era su nombre,
María Elena, mar y playa,
María Elena, mar sirena.
María Elena de mi alma,
que el día en que nos casamos,
su noche, su madrugada,
fuimos felices los dos,
tú en mi lecho y yo en tu cama.
Y cada vez que al teclado,
imprudente, se sentaba,
en su magín emergían,
¡ay conciencia!, estas palabras
que en las crestas de su pulso,
como dardos, la aguijaban.

                       II

Pero ya no podía más,
todo me importaba un bledo:
las siete de la mañana,
el bollo y el café expreso,
las recetas de la tele,
los telediarios, el tiempo,
los seriales, las tertulias,
el fútbol, los cotilleos,
el vendedor de promesas,
las sorpresas del cartero,
los noviazgos de sus hijas,
sus cuitas, sus devaneos,
los noviazgos de mi hijo
—burlador, jeta, torero—,
y el curro de Marco Antonio:
lejos de casa, disperso,
sin fin hasta luz de luna,
acidez, ronquido, muermo
y un despertador, tic-tac,
maldito ladrón del sueño.

                       III

Por eso se decidió:
biblioteca, muchas horas,
navegación, blogs, webs santas,
magia de teclas y bola,
números, control-alt, supra,
el misterio y una ola
de intriga y sensualidad,
a las cinco, terca hora,
fiebre a las cinco, a las cinco,
palabras que, cuando asombran
el blanco de la pantalla,
me turban, me desmoronan,
el corazón se despeña
y la sangre se desboca.

                       IV

«Y dicen que está muy cerca
de Barajas, y escondido,
que reina la discreción,
que es el mejor escondrijo
para amantes internautas,
elegantes, sin marido,
elegantes, sin esposa,
elegantes, y sin niños,
que el primer viernes del mes
quieran estrenar un nido,
nido de amor y de flores,
con jacuzzi, cava y vino.
Allí quedamos, si quieres,
a las siete. Con cariño».
Y entonces degustaremos,
Lorenzo, bien escondidos,
la ambrosía de los labios
y el néctar de los ombligos.

                       V

A las cinco de la tarde,
Marco Antonio cierra el Excel:
se acabó ya la función,
a estas horas no se vende,
pero hay que ocupar el tiempo,
por si acaso llega el jefe.
Y si llega, sólo un clic
para cerrar presto el messenger.
Pero se rompe la siesta;
me llama, mas nunca viene.
Y como todos los días,
conversará con Penélope.
Le gusta cuanto le escribe,
con sus cosas se divierte.
En cambio, con María Elena,
en los tres últimos meses,
no me he jalado una rosca,
ni me he dado un mal filete.
«Me parece bien, de acuerdo,
quedamos para este viernes.
Conozco el sitio. Un amigo
me ha hablado de él. A las siete».

                       VI

A las siete de la tarde,
un viernes de enero blanco,
al garaje del hotel,
cauteloso, ha penetrado.
En media hora, Penélope
vendrá a las doscientas cuatro,
que no hay quien quite a la cita
media hora de retraso;
mas en albornoz, con cava,
feliz la estaré esperando,
y le diré con un beso:
«quítate de encima el hato,
toma una copa de cava
y juguemos un buen rato».
Llegadas las siete y media,
en efecto, hay contacto:
tres golpecitos modosos
en la puerta. ¡Sobresalto!
Mas Felipe, controlándose,
a la puerta se ha arrimado,
el albornoz entreabierto
y el deseo redoblado.

                       VII

Ya siento las vibraciones
que vienen de la madera,
y el sudor de las axilas
y el picor en las orejas
me anuncian que, en esta noche,
tocaremos las estrellas,
nos beberemos la luna,
viajaremos en cometas,
llegaremos al cenit,
a lo más alto, a la cresta
de la pasión y el amor,
la locura, la belleza,
la fiebre, la risa, el llanto,
la alegría o la tristeza,
el nacimiento de Venus,
la madura adolescencia,
las caricias de las ninfas,
el sabor de las cerezas,
la fragancia de las flores,
entre violines y perlas,
porque contigo, Penélope,
daremos con la manera
de ser felices los viernes,
aunque el resto no se pueda.

VIII

¡Ya presiento tu presencia,
Lorenzo, mi amor, mi vida,
tras la puerta que separa
tu desazón de la mía,
y que me sobra, me estorba,
me distancia, me castiga,
que los segundos son siglos
cuando la fiebre se empina,
y yo ya no me conformo,
no soporto las mentiras
de teclados, de ratones
o de pantallas furtivas,
ni lo de dar al espejo
los gestos que a ti daría,
de lanzar besos al aire,
de hacer al aire caricias!
¡Quiero tu cuerpo, Lorenzo,
que en el mío se derrita!

                       IX

«¡Penélope!» «¡Madre mía!»
«¡Lorenzo!»  «¡Ahí va, mi madre!»
«¡Si yo pensaba que tú...!»
«¡Y yo, que tú por la tarde...!»
«¡Así que, cuando salía,
el ordenador delante,
las horas las dedicabas
a concertar con tu amante
una cita clandestina
en clandestinos parajes,
para endosar unos cuernos
a tu marido! ¡Diantre!»
«¡Y tú, cuando yo te hacía
trabajando, sin escape,
en tu oficina siniestra,
cual esclavo miserable,
por cuatro malditas perras,
a destajo, por las tardes,
ligabas con una zorra,
y para luego endilgarle
a tu mujer unos cuernos,
te citabas con tu amante
en este hotel de pecados
y delitos deleznables!»

                       X
Dieciséis horas más tarde,
María Elena y Marco Antonio
en la casa familiar
se han quedado los dos solos:
ni su hijo, ni sus hijas
violarán su dormitorio,
pues se han ido a la montaña
con su novia y con sus novios.
Siendo, pues, las doce en punto
en noche de Capricornio,
los dos amantes adúlteros
se tornan fieles esposos:
María Elena no es Penélope;
ni Lorenzo, Marco Antonio;
Penélope es María Elena
y Lorenzo, Marco Antonio.
Por tanto, puede afirmarse
que, en este relato histórico,
una enseñanza subyace
sin tapujos, sin adornos:
«lo que te enfermó te sana»,
que dijo el ilustre anónimo;
porque el correo y el chat,
con su poder misterioso,
de esposos hacen amantes,
mas, antes que tarde, pronto
echan a los pecadores
al brazo el uno del otro.
Y así todo terminó,
no en ruptura, no en enojo,
sino en reconciliación,
al notar con alborozo,
que volvieron a elegirse
uno a la otra y la otra al otro.

¡Y colorín colorado
este cuento ha terminado!