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lunes, 28 de mayo de 2012

CONCIERTOS PARA PIANO Y ORQUESTA



Nº 1



Cruzó la puerta del museo con una mano en el bolsillo trasero de su tejano. El de la librea no le sonrió —pero bien que lo ha hecho con esos, y con estos—, y se limitó a cortarle la entrada sin mirarlo. Penetró en la sala dispuesto a ganar un buen escaño, pero la linda estampa de un traje de chaqueta con falda ceñida lo obligó a sentarse más atrás, ¡lo siento, señor, pero ésas están ocupadas!, sonriéndole esta vez, eso sí, y hubo de conformarse con la fila trece —¡como siempre, como siempre!—. No es que se viera mal desde allí el escenario, no, pero tantos años de democracia y ni el protocolo había cambiado —las autoridades naciona­les, las regionales, las provincia­les, las locales, los parientes y enchufados de las autoridades naciona­les, los de las regiona­les, los de las provinciales, los de las locales; ¡en fin, que ni los unos ni los otros, para qué nos vamos a engañar, los mismos perros con distintos collares!—.
La sala se fue llenando de trajes oscuros y corbatas rosas o lilas, faldas y camisas negras y blancas, zapatos acharolados de chupamelapunta y tacones altos, cabellos cardados o engominados, gemelos, collares, pasadores, pendientes y una buena colección de halos perfumados, a veces insoportablemente intensos, y otras —todo hay que decirlo—, de una excitante fragancia. Cuando el lleno fue total —¡qué afición más desmedida!: ¡estamos de enhorabuena!—, hizo su aparición en el escenario una treintena de levitas negras, que no le eran del todo ajenas, y la gente prorrumpió en una ovación de bienvenida. Él entonces se puso en pie y continuó batiendo palmas arrebatadamente —¡a ver si hoy os portáis como sabéis, chicos!—. Fue el único que se puso en pie. Al cabo, el aplauso se fue apagando y él se sentó. A su derecha llamó su atención un ademán de arrellanamiento en el asiento vecino, seguido de algo así como un discreto corrimiento o alejamiento de silla —¿y ésta, que se creerá que no me he dado cuenta?; ¡pues me he duchado, me he echado desodorante y me he puesto camisa limpia; aunque yo le agradecería que se cambiara de sitio, porque es tan melifluo su olor, que huele a muerte!—.




Cuando el silencio fue absoluto, y tras unas últimas tosecillas provenientes —¡coño, qué casualidad!— de dos asientos más allá del olor a muerte, la batuta dibujó un bucle en el aire y arrancaron los primeros compases del Allegro maestoso, que lamieron los lienzos de las paredes y las peanas de las esculturas, con una marcialidad relativamente enérgica de las maderas, suavizada a trechos por las cuerdas. Él cerró los ojos y cantu­rreó mentalmente la melodía hasta que el lirismo elegíaco del piano lo hizo volver en sí y mirar por el rabillo de su ojo izquierdo: según dos manos ebúrneas recorrían con enorme virtuosismo el teclado, un perfil de largas pestañas, ojos azules, nariz recta y labios húmedos —¡preciosa!— inundó de color y sensualidad su espíritu, sacudió su pecho y acaloró las partes más mediterráneas de su cuerpo. El piano continuó salpicando de ternura la furia de la orquesta hasta sosegarla, mientras él apoyaba en las teclas su oído y en la rodilla de al lado —¡tal vez se llame Alma, debería llamarse Alma, la llamaré Alma!— su vista. Pero enseguida la genialidad de la melodía lo arrastró a una emoción tan poética y apasionada, que, con la bella modulación hacia el tema en Mi mayor, a punto estuvo de aplaudir, pero prefirió mirar el perfil de su izquierda, las blancas estribaciones de aquel muslo cuya sedosidad se adivinaba de manera natural —¡lo acariciaría!—, y esperar a que los últimos y explosivos acordes de la orquesta remataran el movimiento. Entonces sí, entonces aplaudió con ganas y consiguió un amago de aplauso por parte del auditorio, incluido el perfil, que, por cierto, le dedicaba su mejor sonrisa —¡madre mía, qué encanto!— a medida que una lluvia de insistentes siseos se empeñaba en imponer de nuevo un silencio que pretendía ser respetuoso con la batuta, con los violines, con los trombones, con los chelos, con las trompetas, con los timbales, con las trompas, con el piano, y no se sabía si con el mismísimo compositor también, y a su derecha una mirada de desdén tosía y se rebullía con un ostensible gesto de dolor —¡hay dos tipos de personas: los que tienen almorranas y, perdóneme, las que no las tienen, qué le vamos a hacer, y a usted no hay más que verle la cara; pero yo aplaudo porque me sale!—. 
Recuperado el silencio, él sonrió a su izquierda y, en su opinión, fue correspondido por el perfil con algo más que cortesía, de manera que, a los dos minutos de Larghetto, su hombro del mismo lado, su brazo, cadera, muslo y pantorrilla percibieron el calor de una humanísima presencia. La orquesta enhebró un susurro y del piano se elevó una hermosa melodía para enamorar a cualquiera—¡a Alma, enamorarla, de blanco y tocada de rosas!—. Él sintió un estremecimiento profundo, sostenido, que le erizó el vello, y su mano izquierda comenzó a abrírsele y cerrársele una y otra vez como un corazón. Se le antojó que la piel de aquel muslo poseía la textura temblorosa y dulce de un flan chino «El mandarín», y su voluntad se debatió entre el riesgo de ser abofeteado en mitad del concierto —¡por Dios, qué mal!, ¿no?— o el furtivo placer de emular sus más afamadas aventuras universi­tarias en los cines de barrio —¡ay, allí, en las últimas butacas!—. El piano terminó su tema con tal dulzura, que él no pudo contener su emoción —¡qué bonito, qué bonito!—, de forma que, desinhibién­do­se, aplaudió otra vez, ahora en solitario y suscitando un auténtico ametrallamiento de miradas que, inmiseri­cordes, lo condenaron sin paliativos, lo fusilaron —¿qué pasa?, ¡a ver si os acostumbráis, que también aquí hay que interrumpir­los de vez en cuando!—. Dos uniformes azules con botones dorados, una librea, la linda estampa de un traje de chaqueta con la falda ceñida acudieron prestos por el pasillo, pero la orquesta y el piano devolvieron la normali­dad y él dedicó su mejor sonrisa a los del pasillo, mientras que por el rabillo del ojo observaba que el perfil, bellísimo y con olor a hierba fresca, también sonreía, ¡pero a él! 
El piano atacó aún más hermoso y él decidió por fin mover su mano hacia el muslo de la izquierda, ahora más descubierto si cabe bajo una falda ligeramen­te desplazada. La colocó allí, la mano, en aquel islote de gozo, contó mentalmente las pulsaciones de su pecho, se percató de que el perfil mantenía la sonrisa con un ligero movimiento de pestañas, y relajó sus músculos concen­trando toda su atención en las yemas de sus dedos, porque por ahí acababa de inyectarse un chute de aventura, de sabrosa nostalgia —¡igual, igual que cuando vi El coleccionista en el cine Callao, porque a mí el romanticismo siempre me pone!—, de sensualidad, de no estar exactamente donde estaba. Por eso, cuando el dorso de su izquierda se percató —¡hostias!— de que lo estaban acariciando, un chispazo eléctrico le subió al corazón justo para darse allí de bruces con el solivianto producido por los arpegios del maravilloso final del segundo movimiento. Catapultado, se irguió en su escaño y se deshizo en palmas, silbidos y diversas y ardorosas muestras —¡muy bien, cojonudo, formidable, tíos!— de efusiva aprobación. Pero esta vez se quedó completamente solo, solo cuando lo miraron desde todos los rincones de la sala, solo cuando el perfil se tornó venusiana vista frontal pero sin aplaudir, solo cuando la librea lo reclamó con señales y la falda ceñida lo tomó del brazo, y solo cuando los dos uniformes azules con botones dorados lo acompañaron hasta la salida y lo despidieron —¡vale, vale, sin empujar, hombre, que ya me voy!— con cajas destempladas. De los dos asientos de su derecha, una rabiosa mueca de dolor y una tosecilla tonta y evitable aprovecharon la ocasión para escabu­llirse de la sala.



Nº 2


¡Me encantó, m´enc´ntó, m´nc´ntó... men-can-tó!, tan espontáneo, tan franco, tan guapííísssimo, con aquellos rizos negros tan...  independientes, tan bohemios, los gruesos labios, su nariz más bien larga, pero no agresiva, la mandíbula firme, con hoyito, y esa voz grave y varonil, y la decisión que tuvo, decisión para aplaudir o silbar o gritar, que no estuvo bien, ya lo sé, pero que fue toda una decisión como la de meterme mano, Dios, que me subió un hormigueo que todavía me reconcome, cierro los ojos y aquí, aquí, en la entrepierna, en Móstoles, al ladito de la casa de mi hermano, rodeada de público por todas partes, dispuesta a escuchar el Concierto para piano y orquesta nº 2, que para eso he hecho hoy cien kilómetros, y que aún tengo fresco el nº 1 para compararlos o mezclarlos o sumarlos, mejor sumarlos, uno con el apolíneo y otro sin él, pero recordándolo, recordando su mano cuando se me posó en el muslo y me quemó, me abrasó, y no tuve acción para rechazarlo, ni la tuve ni quise tenerla, porque me gustó el detalle, aunque se fuera, bueno, lo echaran y se fuera, pensando mal de mí, que si frívola, que si caliente, que si puta, o como yo de él, que ¿cómo yo de él?, ¡pues no!, que yo no pensé mal, porque yo creo que son cosas naturales y no pienso mal de él, conque ¿por qué él habría de pensar mal de mí?, que un muslo como éste es todo un muslo, esa es la verdad, y yo lo sé, lo sé muy bien, pero me gusta vérmelo así, reluciente y atractivo, sexy, sí, sí, sexy, y que me lo miren, que me lo miren hasta desvencijarse por él, como el apolíneo de los rizos asilvestrados, que me hubiera liado con él allí mismo, bueno, allí no, que un concierto de música clásica es un concierto de música clásica, de modo que allí no, ¡allí, déjalo, que siga!, a ver hasta dónde está dispuesto, más arriba, más arriba, y entonces, ¡quieto!, conteniendo la respiración, tendría que bloquear su mano con la mía, para que no siguiera, por ahí no, que un concierto es un concierto y hay que comportarse como es debido, aunque reconozco que me dejé arrastrar al final del primer movimiento, y, por cierto, hay que aplaudir cuando hay que aplaudir, y no se debe silbar, ni está permitido gritar como el apolíneo, a destiempo y «¡cojonudo, cojonudo, tíos!», que no, que únicamente al final y «¡bravo, bravo, bravo!» puestos en pie, que no está bien eso de violar los silencios entre movimiento y movimiento, y lo que pasa es que yo me despisté —¡que perdiste el norte, Alma, lo perdiste!—, y menos, muchííísssimo menos, interrumpir un movimiento porque la pianista haga gala de un virtuosismo fuera de serie, o porque la música sea tan bonita como la de ayer, que no, que sólo se aplaude al final, largo y sostenido, para que saluden, hagan mutis, salgan, saluden, hagan mutis, salgan, y así una y otra vez, pero al final, sólo al final, bueno, y al principio, al principio cuando sale la orquesta, como ahora, ahora, aplausos, aplausos, o cuando sale el pianista, ahora, ahora, ahora, aplausos, aplausos, el pianista, el pianis... ¡anda, mi madre, el apolíneo!

miércoles, 9 de mayo de 2012

LA COMPARSA

Ernesto Lecuona, Bebo y Chucho Valdés
inspiraron esta historia

Al final se decidió por el rojo de la sangre. Es verdad que dudó frente al verde del naranjo o al del romero o al del cactus que le colocara su amante junto a la pantalla del ordenador, para contrarrestar las radiaciones, cariño, que me han dicho que son nocivas para los ojos y para el cerebro, y los cactus se las embeben, y yo no quiero que a ti te pase nada en esta orejita, ni en este cuello, ni en este pecho que me enloquece, pero al final, ya lo sabes, eligió el rojo.
—Porque el rojo es el color de la ira, amor, y también el de los bellos compases de La Comparsa.
Los ojos de espuma de su amante miraban la pancarta sin verla, recorrían los trazos rojos y gruesos que escupía el spray, caligrafiados por un pulso errático y senil que, aunque a duras penas, conseguía hilvanar un clamor de protesta. En su ciudad, quedaban pocos, es cierto, puede que sólo un diez o un quince por ciento, y no todos conservaban la plenitud de sus facultades, pero aún eran bastantes y con suficiente empuje como para bloquear el acceso a la ciudad, quemar una bandera inglesa, hacer confetis con otra de la Unión Europea, limpiarse el trasero con una tercera de los EE.UU. e impedir la entrada de cuantos acudían a visitar las rancias edificaciones de la ciudad: que si la Catedral y la operación Tormenta del Desierto, que si el Alcázar y la de Justicia Infinita, que si el Entierro del Conde de Orgaz y los cementerios de todos los holocaustos, también el de las Gemelas y el de Afganistán y hasta el de las Tres Culturas, me quema el cuerpo, amor, los dedos me queman, y los labios, y los muslos se me achicharran cuando veo tus manos desnudas, tus brazos desnudos, tus nalgas, y ese vientre que me lleva a renegar del agua y de la comida, y de la calle y de los cines, de los bares, de los parques, de las plazas, porque nada me importa si estoy contigo, y si no lo estoy, menos todavía.
Miró a su amante, pero su amante, bien lo sabes, que por algo eres quien eres, ya no veía nada, porque, para sus ojos, los del cuerpo y los del alma, sólo existía una enorme mancha, negra como su cerebro, negro también y taladrado por la necrosis y la agonía de aquella maldita plaga del tercer milenio que había puesto punto final al parkinson del pontífice, tu Secretario de Estado, y a las veleidades belicistas del último emperador transoceánico, tu Secretario de Defensa. Su amante ya no veía, pero aún en el lecho desde el que adivinaba los trazos vacilantes y justicieros de la pancarta, aún allí, ¡qué belleza, Dios del demonio, Dios de la negra suerte, Dios de las maldiciones, Dios de las cavernas incendiadas, Dios de la avaricia, Dios de la guerra, qué belleza, tanta como aquella hermosísima melodía que las virtuosas manos de los Valdés arrancaban dulcemente de las teclas!
—Y te quiero como siempre, aunque el amor nos niegue su misterio, aunque haya abierto un río infranqueable entre los dos y hoy todo sea un no saber qué hacer, si echarse a la calle o devorar tu cuerpo compás a compás hasta que amanezca, si dormir o emborracharse con estas tiernas modulaciones que saben a beso y a ocaso, o si orinarse por las esquinas de nuestra casa como un perro mientras la muerte borda sus estragos sin piedad y él se ríe más allá del mundo. ¡Te amaría otra vez, amor!
Con una letra desaliñada y roja, terminó por fin la pancarta; luego abrió el balcón y se asomó a la calle: abajo, miles de manifestantes aullaban puños en alto, o manos abiertas y bañadas en rojo, y gritaban consignas incomprensibles, incoherentes, pero que, sin embargo, dejaban traslucir palabras preñadas de significado, tales como globalización, beneficios, genocidio, capitalismo, revolución, terrorismo, infamia, justicia, guerra. Enrolló la pancarta y recogió el escrito y los pliegos para las firmas. Luego se acercó a ella, la besó en los labios hasta que lloró, ponla otra vez antes de irte, que no deje de sonar, sube el volumen, y se echó a la calle. Los gritos arreciaron con su presencia, en tanto que su amante, queriendo ganar el balcón, se abría las carnes y la cabeza tropezando con los picos de las mesas o con los cantos de las contraventanas. Y cuando se asomaba por fin a la calle, y él, ahogado en lágrimas, la despedía desde la cabecera de la manifestación, que pronto habrá acabado todo, amor, un jadeo convulsionado y agónico sacudía su figura tras la baranda, que se desmadejaba rota de dolor hasta golpear un suelo duro y frío como la misma muerte y pulsar, sin embargo, en un último esfuerzo, el repeat del reproductor para que el tema de Lecuona la ayudara a atravesar el túnel, y él se perdía calle abajo con miles de enfermos detrás.
Bien sabes que hacía mucho tiempo que no lloraba, ni siquiera cuando la enfermedad le horadaba el cerebro y un dolor imposible lo animaba a desistir de todo. Pero ahora lloraba desconsolado, aunque en silencio, y no era sino uno más de los que alimentaban con su llanto ese río que ya empapaba tus zapatos de terciopelo y lavaba las pezuñas de tus vacas, y que ni en tus mejores momentos, aquellos en que te sentías tan creativo como para hacer un universo entero, pudiste imaginar siquiera. ¡Hasta tú te conmoviste, tú que siempre has estado por encima del sufrimiento humano y a quien el dolor le trae al pairo, porque eres nube! Y ordenaste a tus vacas que dejaran pasar al del escrito, que pase el hombre del escrito.
Al entrar el hombre en tu casa, la muerte se trocó en un clamor de silencio entre los manifestantes. Por primera vez en tu aburrida infinitud, la molestia de un cosquilleo desconocido hizo que te hurgaras con el meñique en el oído izquierdo.
—¡Pasa, hombre!
Y el hombre tropezó al pie de la enorme escalinata que mediaba entre los dos. Pero enseguida se irguió e intentó la escalada. Volvió a tropezar. Lo intentó de nuevo y volvió a caer. Con todo, fue ganando altura, el rostro descompuesto por las muecas de dolor. Al tiempo, tú te asomabas a la calle para ver a los manifestantes. Pero aquello —¿recuerdas la impresión?— no era más que una losa gigantesca de mármol pulido y punteada de negro, miles de puntitos negros como cabezas de alfileres, y una palabra, una sola y aplastante palabra garabateada en ella, como si la mano que la trazara hubiera sido dirigida por rabiosos estertores: ¡JUSTICIA!
«Porque queremos protestar ante ti por lo defectuoso de tu obra, que estamos hartos de tus plagas y de nuestros pecados, que son los tuyos: ¡te podías haber dejado la tentación en el tintero y nadie habría pretendido desvelar los secretos de tu alcoba! Ahora nos tienes corroídos por el dolor y por la indignidad de saber que tu plaga acabará fatalmente con nosotros mientras tus últimos generales rematarán a los únicos habitantes del planeta que se han librado de que el cerebro se les torne esponja porque jamás llegó a ellos la carne que también comía tu Papa y tu Emperador de todas las batallas. Ni siquiera nos asistes con el derecho a morir en paz. ¡Déjanos ya! ¡Estamos cansados de ti y de tu obra!”.
Y tú te erguiste, abandonaste tu escaño de sombras azuladas como el mar y un silencio frío aplastó a los presentes. Con las dos manos te retiraste la cabellera inmaculada y desencapotaste tus transparentes orejas, y alcanzaste por fin a oír aquella creación de hombres, padre e hijo frente a frente, con sendos pianos de cola, lanzando al aire el espíritu de La Comparsa en un juego imposible, de tan bello, sobrenatural, de tan hermoso, pero que tú desconocías hasta entonces, y que ahora te hablaba contra las plagas y contra los misiles, y en nombre de una mujer que agonizaba enamorada de su hombre en lucha. Te sorbió la música, y la impotencia de amar con ella a una mujer o a un hombre como se aman un hombre y una mujer te empujó a renegar de tu misma condición; cuando miraste al portavoz, sus ojos anegados, el dolor de su cuerpo y de su amada abandonada, ya no resististe más la emoción de aquella divina melodía y caís­te de rodillas, hiriendo el suelo de nubes con tu propio agobio y lanzando un grito sobrehumano que te abrió el pecho hasta detener las olas:
—¡Renuncio a ser Dios!

viernes, 4 de mayo de 2012

CUATRO RELATOS SOBRE EL AMOR

EL AMOR Y LA LITERATURA



Como se querían mucho, gozaban leyendo las mismas historias de amor. Una de ellas trataba de un hombre y una mujer que se amaban sin medida y a los que, como a ellos, les gustaba compartir sus lecturas; pero leían tanto, que descuidaban el tiempo de amarse, y dejaron de hacerlo.
Hoy hace casi veinte años que no viven juntos.



EL AMOR Y LAS CLASES SOCIALES



La dama del Mercedes, con el cleenex que su amante de un día le había vendido en el semáforo, se enjugó las lágrimas cuando lo vio alejarse al amanecer, otra vez vestido de pedigüeño, camino de la estación.



EL AMOR Y LA MUERTE



Al escuchar por la radio aquellos gritos, las ganas de llorar lo enternecieron hasta el punto de necesitar amar allí mismo a su compañera, que ahora conducía el vehículo. Él intentó besarla en la boca cuando llegaban a la curva.
Los dos tenían la misma edad.



EL AMOR, EL AZAR Y LA NECESIDAD



Todos los días, ella se echaba a la calle a las ocho menos cuarto de la mañana para tonificarse con sesenta minutos de marcha; él salía a la misma hora y con similar afán. Ambos se cruzaban siempre en la puerta del parque.
Un día, ella giró sobre sí misma ciento ochenta grados en el punto de cruce y las fragancias de la tierra conmovieron sus miradas.
Al año, los dos se divorciaron. A los dos años, se casaron, él con ella y ella con él. A los treinta, la leucemia se los llevó abrazados en un banco bajo la sombra de unos plátanos.