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lunes, 26 de marzo de 2012

BEATUS ILLE

Como cada día, también la mañana en que te rompiste la crisma, las señales horarias de Radio Nacional te invitaron a abrir los ojos, a desperezarte, a soportar el aguijón de la orina retenida durante la noche, a quitarte el esquijama, a vestirte con tu camisa celeste, tu traje color hueso y tu corbata roja, a recogerlo todo para ensanchar el espacio, a abrir la guantera, a sacar el frasco de colonia y el peine, y a ajustar el espejo retrovisor. Pero más allá de tu rostro en el cristal...: la ventanilla trasera, la cochambrosa furgoneta roja, su ventanilla delantera; extrañamente, la silueta de aquel desgreñado y maloliente Idriss, el subsahariano que la habitaba y que nunca solía estar ahí a tales horas porque para entonces ya había salido a ganarse la vida. Y tú, entre tanto, embadurnándote la jeta de colonia, atusándote el cabello con el afán de un ejecutivo, antes de acudir, como cada mañana, a la cafetería del centro comercial.
Aprobaste tu imagen en el espejo, activaste el dispositivo de recolocación de los asientos, repasaste una vez más el estado de las alarmas, abriste la puerta, diste con la mano los buenos días a Idriss y cerraste dispuesto a abandonar por tres cuartos de hora tu lujoso habitáculo automóvil de color gris.
El día en que te partiste las piernas era martes, el martes siguiente a un lunes negro en las carreteras, colofón de un puente como la sima más profunda y oscura del Pacífico, con varias decenas de muertos y heridos que dispararon las previsiones y marcaron un hito en la historia automovilística del país. Las imágenes de la enorme pantalla líquida, extraplana, de alta resolución, que presidía el muro norte del local, y las muestras de dolor de los allegados a las víctimas, las propuestas de los expertos, las promesas de las autoridades, rebotaban contra las tazas de porcelana blanca, contra los platos y las cucharillas de alpaca, sobre el mostrador y en los estantes repletos de botellas. Tu mirada saltaba del televisor al café humeante que tanto te reconfortaba a esas horas. Pensabas, sin duda, como hacías tras los trágicos balances de las diferentes operaciones retorno, que tú no engrosarías jamás la lista de muertos. ¿Que por qué? Pues porque disponías del monovolumen más seguro del mercado, rodeado de airbags por todas partes menos por una llamada posaderas, o sea, airbags  frontales, laterales y de cortina, y con pedales retráctiles para que en caso de colisión no acaben quebrándote las espinillas o aplastándote los huevos, luz de freno adaptativa con el fin de que no te den por el culo, sistema de monitorización de la presión de los neumáticos para evitar que un reventón te desmadre la conducción y te vayas a hacer puñetas en una curva, dirección asistida electrohidráulica para que en las frenadas de emergencia las ruedas se agarren al firme como al cuerpo de un amante, control de frenada en curva para que no te salgas por la tangente, asistencia en las salidas en cuesta por que no te sientes sobre el morro del de atrás, faros adaptativos que en cada momento te definan con tiempo el paralís de la liebre en medio de la carretera, reposacabezas delanteros activos a fin de que no se te rompa el pescuezo si te arrean por donde más humilla, activación automática de los intermitentes de emergencia para que todo dios te guipe cuando te agarre la desgracia, que no te agarrará nunca, de eso estás totalmente convencido.
Y aquel martes de tu negra suerte, mientras desayunabas apalancado en el mostrador y esperabas los primeros retortijones para acudir al servicio de caballeros, pensaste en Idriss, y en que bien podías tener de una vez algún detalle con él, que a fin de cuentas erais vecinos: él dormía en su furgoneta, tú en tu monovolumen; pero ambos aparcabais en el mismo parque: él, porque su cacharro ya sólo consistía en una vieja carrocería y en cuatro ruedas pinchadas; tú, porque desde que descubriste que en el hueco entre su furgoneta y los contenedores de la basura jamás aparcaba nadie, decidiste apropiártelo para tu monovolumen, y siempre os dabais las buenas noches antes de sumiros en las profundidades de vuestros respectivos aposentos, y jamás los buenos días, porque él madrugaba más que tú. Por eso, ese día en que habría de quebrarse tu columna de por vida, adoptaste la decisión de invitarlo a dar un paseo en tu monovolumen de última generación. Y mientras tus miserias se escapaban por la taza del váter, te compadeciste del negro y pensaste que no debería irse de este mundo sin saborear, aunque fuera en una porción ínfima, el bocado más genuinamente representativo de la sociedad capitalista que lo había atraído como un imán. ¡Que experimentara el placer de volar a doscientos cincuenta por hora en un monovolumen como el tuyo, aquel monovolumen que tanto esfuerzo te había exigido y por el que estarías dispuesto a sacrificar la vida, si llegara el caso, como hiciste con el trabajo! Bueno, en realidad tú no sacrificaste el trabajo, porque nadie te dio la opción de abandonarlo o no según tu voluntad o conveniencia; de la empresa te echaron, te expulsaron sin remisión, cuando se enteraron de que malvendiste tu vivienda para comprarte el monovolumen. La empresa no podía confiar, ya te lo dijo el jefe, en alguien capaz de entregar, de esa guisa, su alma al diablo. Pero tú no sólo no te arrepentiste, sino que decidiste mandarlo todo a hacer gárgaras y largarte a vivir, a partir de ese momento, en, por y para tu monovolumen. Desde entonces, el monovolumen fue tu morada y tu descanso, ¡oh beatus ille!, tus piernas y tu mente, tu trabajo y tu devoción, tu familia y tus amigos, tu ciudad y tu país; la única realidad, en suma, digna de merecer la atención de tus cinco sentidos.
Pensando en todo esto y en tu jefe, te limpiaste con una toallita higiénica, de las que venden para las hemorroides en las farmacias; te atacaste el pantalón, te embutiste en la chaqueta y, frente al espejo, te acomodaste el nudo de la corbata. Finalmente, te lavaste las manos y la cara. ¡Nuevo, estabas nuevo, limpio y aprestado a ponerte el mundo por montera al volante de tu vehículo!
Antes de salir de la cafetería, pediste un café con leche para llevar, en taza grande, y dos valencianas; pagaste y te echaste a la calle. El cielo plomizo tomaba tierra en un calabobos que acabaría ensuciando las carrocerías de los vehículos; excepto la del tuyo, claro está, porque, gracias al producto hidrófobo con que lo habías abrillantado la tarde anterior, no retendría agua ni polvo sobre el gris inmaculado de su carrocería, o eso al menos aseguraba el prospecto. Caminando hacia tu coche, aunque ni por un momento presentiste que aquella lluvia menuda pudiera facilitar el accidente que te sumiría en un coma de veinticuatro días, sí creíste, sin embargo, que esa agua sería un buen aliciente para poner a prueba los recursos de tu monovolumen en la autovía; otro estímulo lo constituía el hecho de que hubiera terminado la operación retorno y la autovía anduviera casi vacía. Decididamente, invitarías a Idriss a montar en tu cacharro y a presenciar una demostración de potencia, de velocidad, de seguridad y de pericia por tu parte.
El subsahariano no se resistió a tu invitación; se alborozó incluso, y más, después de engullir el desayuno que le llevaste. Luego, los dos os acoplasteis en tu monovolumen. Tú lo pusiste en marcha y sintonizaste Radio Clásica, que retransmitía en diferido un festival de pasodobles. Poco después ganabais la autovía y comprobasteis enseguida que, en efecto, la densidad del tráfico era casi nula. Así que, feliz y seguro a pesar de la llovizna, pisaste a fondo el acelerador y la máquina comenzó su marcha hacia el infierno. Idriss disfrutaba y confesaba que sólo por el placer que estaba experimentando le había valido la pena arriesgar la vida en la patera; pero tú no te percataste de si tu monovolumen no sería también una suerte de lujosa patera que te alejaba poco a poco de tus raíces y te transportaba en un viaje a ninguna parte.
Durante los primeros kilómetros de autovía, los doscientos caballos de potencia de su motor hicieron volar tu máquina con una suavidad maravillosa, y todas sus estructuras cumplieron obedientes las órdenes que a través de los pedales y del volante impartiste con la alegría y el ritmo del pasodoble, ora para acelerar, ora para reducir, ora para frenar, porque gracias a sus sistemas ESP Plus, TC Plus, CBC, con ABS, BA y frenos de disco en las cuatro ruedas, te sentías tan seguro como nunca. Idriss no se atrevía a mover ni uno solo de sus músculos, petrificado por tamaña experiencia, con el estómago encogido y la respiración retenida; pero, al tiempo, tú lo percibías feliz a tu lado mientras le descodificabas ese entramado de siglas en que se concretaba la seguridad de tu vehículo, seguramente porque por primera vez en su vida estaba viviendo algo situado muchísimo más allá de cuanto creía atisbar mirando en la televisión lo que se colaba de tu mundo en su país de origen.
Pero el festival de pasodobles finalizó a pocos metros de la curva y un locutor con voz metálica anunció la retransmisión, también en diferido, de un concierto de Cecilia Bártoli. Pensaste que, sin duda, se trataba de alguna tonadillera de la última hornada. Afinaste, pues, el oído, como buen aficionado a la canción española que eras, y reclamaste la atención de tu acompañante, hasta el punto de que sus músculos cambiaron de posición como si se tratara de un hombre estatua al que acabaran de echarle una moneda en el gorro. Mas el vibrato de la Bártoli, que, aunque espectacular, tú no supiste apreciar en su justa medida, te frustró las expectativas y ya no fuiste capaz de evitar el volantazo al pretender sintonizar, contrariado, otra emisora: tu bólido, saltándose todos sus sofisticados sistemas de seguridad, patinó sobre la película de polvo y agua del asfalto, envistió el quitamiedos y dio varias volteretas en su caída por los treinta metros de la ladera vecina.
El grito de terror de Idriss es lo último que hoy recuerdas frente al espejo que recoge tu vaho como un retrovisor y que es prueba irrefutable de que, por fortuna, continúas vivo; un espejo que vislumbras al otro lado de tus pestañas; un espejo que sostiene el propio subsahariano, único ser vivo que te acompaña en la habitación del hospital, con algunos cortes en la cara y un brazo en cabestrillo; un espejo en el que distingues tu rostro deformado por las costuras, tu cabeza vendada y un tubo en la garganta para respirar; un espejo que no puedes alcanzar con la mano porque sientes que el movimiento de los músculos te ha abandonado para siempre: lamentas la mala suerte de no haber muerto, pero Idriss te sonríe.

lunes, 19 de marzo de 2012

LO QUE VALE UNA PEINETA

     Abrió la puerta de su habitación y se dirigió a la mesa de estudio. Podría jurar que lo hizo con la única y sana intención de dedicar la tarde a preparar el dichoso examencito de Literatura del día siguiente, trece temas como trece soles, ¡quita, gato!, todos los libros del mundo, maldita sea su estampa. ¡Tíos, que, en Selectividad, llevaréis estos trece más los once de Lengua, de qué os quejáis ahora, que tenéis que acostumbraros! Total, si «la vida es bella tú verás como a pesar de los pesares», que les cantaba un juglar antifranquista en la clase dedicada a la poesía española posterior a la guerra. ¡Oye, qué profe más enrollada!, ¿no?, con Paco Ibáñez y todo para la poesía. ¡Mira qué bien! Que no, mamá, que ni enrollada ni hostias, que nos coloca ahora los trece de Literatura, mañana los once de Lengua y pasado mañana los veinticuatro temitas, «nunca te entregues ni te apartes junto al camino nunca digas no puedo más y aquí me quedo», para que aprendamos lo que vale una peineta. ¿Lo que vale una peineta, eso os ha dicho? ¡Lo que vale una peineta! Y se sentó a su mesa de estudio dispuesto a hincar los codos durante las próximas horas, ¡joder con el gato!, para enterarse del valor de una peineta. ¡Por estas! Sin embargo, las cosas se le torcieron al poco de enfrascarse con la literatura española desde 1975 hasta hoy. El caso es que su predisposición a encajar en su sistema límbico toda esa retahíla de nombres y títulos, que con total seguridad ni siquiera su profe habría podido retener después de veinticinco años exigiéndolo de memorieta a sus alumnos, era insólitamente positiva. Pero el cocido que le había colocado su madre hubiera tumbado a un rinoceronte, y él no era más que un alma en pena aquejada de esa enfermedad demoledora que, según su padre –¡ya lo dice Punset, mujer, la adolescencia es una enfermedad, y nuestro hijo la está padeciendo ahora!–, era la puta adolescencia, «te sentirás acorralada –acorralado, tú– te sentirás perdida o sola –perdido o solo, tú– tal vez querrás no haber nacido». Se conoce que los garbanzos se le iban fermentando en las tripas y que los vapores subsiguientes gateaban poco a poco hasta su cabeza, ¡gato, coño! Un soporífero aturdimiento lo fue venciendo: cuando llegó al estudio de la poesía, su esqueleto había resbalado en la silla hasta dar con la cabeza en lo alto del respaldo; con los «metapoetas», se decidió a colocar los pies encima de la mesa, de manera que luego no entendió muy bien en qué se diferenciaba el «culturalismo exhibicionista» del «esteticismo decadentista»; pero el remate llegó con el «minimalismo»; para entonces, las líneas del libro iniciaron una danza macabra en torno a su cerebro y ya no halló la manera de entender si lo de «poesía del silencio» se refería a que el poeta callaba cuanto no quería decir o callaba cuanto no le permitían decir, como le ocurría a él cada vez que le tentaba la idea de soltarle cuatro cosas a la de Lengua.
     «Pero el cocido, ¡cómo estaba el cocido! ¡El tocinito, la morcillita, la “poesía neosurrealista”, el choricito, el meloso,  la “poesía metafísica”, el pan candeal, ese hueso de caña, la “nueva sentimentalidad”! ¡Qué pringue, Dios, qué pringue, qué “poesía del conocimiento”, o qué tuétano y qué “poesía de la experiencia”! ¡Y yo con un examen, que para qué demonios me valdrá todo esto, si yo lo que quiero es trabajar de estanquero, vender tabaco, sellos y loterías, y empaparme de todo lo que se cuece en el barrio! Bueno, pues nada, cocido, digo Literatura, y yo que ya no aguanto más, que se me cierran los ojos, que se me cae el libro, que ese taconeo es de mi madre, que ya viene a liármela, que...».
     —¿Estás estudiaaando el exameeen? ¿Te sabes yaaa los autoreees y las obraaas?
     Pero por suerte, el taconeo se aleja hacia la puerta de la calle. Los goznes chirrían porque, sin duda, la puerta se está abriendo. El portazo siguiente le indica que su madre se ha ido y que la casa y la tarde quedan a su entera disposición. Así que cierra el libro arrumbando entre sus hojas a todos los poetas desde los «novísimos» hasta los «visuales», se incorpora en la silla y, en la seguridad de que una buena siesta le será más beneficiosa que intentar retener como papagayo todo aquel listado inacabable de movimientos, poetas y obras, salta como un resorte a la cama con la intención de tumbarse en ella y no volver a abrir los ojos hasta que acabe el telediario de las 9:00. Solo que no acierta a imaginar que el lugar del lecho sobre el que ha de aterrizar su cuerpo ya está ocupado por el gato. Así que un maullido sobrecogedor, «tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja como un aullido interminable», lo espabila de golpe. Cuando se incorpora en la cama y mira al minino, este, con la lengua fuera y los pelos de punta, yace convertido en un vulgar felpudo.
     –¡Para que aprendas lo que vale una peineta, tío!

miércoles, 14 de marzo de 2012

NO NOS MOVERÁN

El No nos moverán fue en su día, dicen, una canción tradicional de lucha del sindicato algodonero del sur de los Estados Unidos. Joan Báez y Pete Seeger lo convirtieron en los sesenta y en los setenta en un himno de resistencia frente al sistema. Por cierto, que la cantante estadounidense se empeñaba en encajar musicalmente el verso «Como un árbol firme junto al río», lo cual se hacía del todo imposible, pues la disposición de sus sílabas tónicas era decididamente antirrítmica, y ella debía forzarla así: «Como ún arból fírme junto al río». Por fin, acabó cuajando la adaptación «Igual que un pino junto a la ribera», mucho más ajustada a la melodía.
Los jóvenes antifranquistas también cantaban el No nos moverán delante de los grises, de triste y nefasta memoria.
Puede que hoy haya que recuperar el pulso de sus compases frente al tsunami que amenaza con tragarnos a la inmensa mayoría. Por si acaso, aquí va una letra adaptada al momento, y este enlace a una versión cantada y estimulante:
Como es natural, la serie de estrofas puede continuarse según el empuje y gusto de los resistentes. Va la letra:


No nos moverán


 [Estribillo]

No, no, no, no nos moverán.
No, no, no, no nos moverán.
Igual que el pino junto a la ribera.
No nos moverán.

                                          I             


Los planes del Gobierno...
...no nos moverán.

Igual que el pino junto a la ribera.
No nos moverán.

 

Sus leyes reaccionarias...
...no nos moverán.

Igual que el pino junto a la ribera.
No nos moverán.

 

[Estribillo]

No, no, no, no nos moverán.
No, no, no...

                                       II             


Robándonos derechos…
…no nos moverán.

Igual que el pino junto a la ribera.
No nos moverán.

 

Con todos sus recortes...
...no nos moverán.

Igual que el pino junto a la ribera.
No nos moverán.

 

[Estribillo]

No, no, no, no nos moverán.
No, no, no...

                                    III             


Corruptos y banqueros...
...no nos moverán.

Igual que el pino junto a la ribera.
No nos moverán.

 

Obispos y franquistas...
...no nos moverán.

Igual que el pino junto a la ribera.
No nos moverán.

 

[Estribillo]

No, no, no, no nos moverán.
No, no, no...

jueves, 8 de marzo de 2012

PASIONES ENCONTRADAS

A mis amigos Alfredo, Chines, Cristina, Elena, Julián
Luis, Lucas, Mª Luisa, Mariví, Mila y Sole


Paco Buenaventura retiene por un momento entre sus dientes el bocado de pan y tortilla con bonito, para que la única noticia cultural del telediario llegue nítida a sus oídos sin verse interrumpida por el ruido de su propia masticación: Planeta pone a la venta los primeros cincuenta mil ejemplares de la novela Pasiones encontradas, de Rafael López Busquet; su autor, dice el portavoz del grupo editorial, es un joven vagabundo barcelonés que ha venido comiendo de la caridad y durmiendo en los cajeros automáticos de la Caixa, arrebujado entre trapos y cartones, eso sí, asegura el propio escritor, yo siempre en los de la Caixa, que me inspiran más confianza, porque precisamente en uno de ellos me parió mi madre, y ahí, continúa el portavoz de Planeta, en un cajero, ha escrito esta novela prodigiosa, tan prodigiosa, que la empresa no ha dudado en sacarla a la luz para que ningún lector de habla hispana se vea privado de su lectura. Mientras portavoz y autor hablan frente a la cámara, esta nos ofrece el busto de aquel, la portada del libro, un primer plano del rostro barbudo del autor y un primerísimo plano de su boca, donde descuellan algunas mellas de la insalubridad y se presume la halitosis de la pobreza, no obstante aparentar el vagabundo, metamorfoseado por fin en el escritor López Busquet, buena presencia, traje de chaqueta y corbata, y un cierto brillo en barba y cabellera, indicio de reciente atildamiento.
Paco continúa masticando. Vaya, vaya, se dice, así es como se las gastan estos, igual que la Coca-Cola cuando anuncia a bombo y platillo que va a cambiar su fórmula mágica y se le disparan las ventas, y aquí nos hablan de un escritor desconocido, vagabundo, joven y maloliente, que resulta que ha escrito una obra maestra, que si no es porque un fulano de la editorial va a sacar dinero esa noche, seguro que para pagar servicios inconfensables, al cajero automático en que dormía o escribía el vagabundo, le pide el manuscrito, lo lee y, ¡hale hop!, descubre su inestimable valor, hoy no tendríamos novela, ni mañana premio Planeta, ni, quién sabe, pasado premio Nobel, vaya, vaya, y tú, Paco Malaventura, ¿qué vas a hacer si no?, pues acudir a la librería del barrio y comprar Pasiones encontradas para comprobar si miente la editorial o si en verdad la novela se trata de un auténtico hito de la narrativa, capaz de eclipsar la trilogía Millennium o la saga completa del capitán Alatriste.
El caso es que Paco Buenaventura, espoleado por la noticia, engulle a toda velocidad lo que le queda de bocadillo, apaga la televisión y se dirige al rincón del estudio donde andaba varado su viejo ordenador de sobremesa, que casi no le deja sitio para otra cosa y cuyo ventilador zumba como una centrifugadora: pretende ahora seguir rehaciendo con él la historia de Domingo Martín. ¡Cuánto echa de menos el portátil que le birlaron en junio, y no este trasto que tarda un huevo en iniciarse, que invierte un siglo en arrancar cada programa, que no tiene instalados el María Moliner ni la Encarta, ni dispone de conexión a Internet! ¡Una verdadera patata, vaya! Nada que ver con aquel flamante Mac, tan ligero, 4 Gb de memoria, procesador Intel Core i7 con 2,66 GHz de velocidad, disco duro de 500 Gb, pantalla panorámica brillante de 15´´ con retroiluminación por led, en el que con tanta ilusión invirtió la paga extraordinaria de diciembre, que incluso lo condujo a jugar a los Reyes Magos, a colocar los zapatos en la noche del 5 de enero junto a la ventana del saloncito y a llamar a la vecina para que fuera testigo de ello, mira, Manoli, le dijo, he puesto los zapatos, ¿tú no?, y me voy a acostar tempranito, porque yo sí creo en los Reyes, ¿tú no?, pero Manoli, tan pizpireta, con esas sinuosas turgencias, solterita y sin compromiso, que nada, que vio los zapatos, te sonrió, y no quiso contigo ni oro, ni incienso, ni mirra, porque si ella te dice, si te dice «yo también», o sea, que ella también se iba a retirar pronto, tú entonces, seguro, así lo habías decidido, tú entonces le hubieras propuesto pasar juntos la noche, acostaros en tu misma cama, comeros un buen roscón de Reyes, pero no, Manoli se limitó a sonreír y a decirte «pues yo, Paco, no creo en Melchor, ni en Gaspar, ni en Baltasar, así que me voy a ver Lo que el viento se llevó y luego el Doctor Zhivago, y nada de zapatos ni de paparruchas, ¿que crees, que te vas a levantar mañana y te vas a encontrar un Scalextric o un balón de reglamento?», y luego se largó.
Era bueno el portátil, muy bueno. Y solo pesaba 2,5 kg. Manejable, Paco podía escribir con él en el sofá del saloncito, frente a la televisión, con su conexión móvil a la Red y todo. Y ya se había acostumbrado al teclado reducido y a no utilizar ratón, de manera que incluso escribía con mayor facilidad porque la velocidad de sus dedos sobre las teclas se había acompasado a la del propio pensamiento, y las ideas le fluían brazos abajo con enorme ligereza, limpias, desenvueltas, preñadas con frecuencia de imágenes contundentes e ingeniosas, de una plasticidad capaz de sugerir cualquier textura, como que en tres meses redactó más de doscientos folios con la historia de Domingo Martín, joven abogado, hijo de un magistrado del Constitucional, que se hizo líder absoluto de las Nuevas Juventudes y que renunció a su acta de diputado para, en un arrebato vocacional, ingresar en el Seminario y ordenarse sacerdote; Domingo Martín ejerció como tal en diversos pueblos durante los dos lustros de gobierno conservador; finalmente, ya talludito, colgó la sotana para fundar un partido anticlerical, cuyo objetivo era llegar al Parlamento para promover in situ la derogación del Concordato, lo que en pocos años lograría con los votos favorables de doscientos setenta y siete parlamentarios, pero que echarían atrás diez miembros del Constitucional, entre ellos su padre, a través de una resolución de la que, para más inri, este fue el ponente, por ir en contra, acordó el Alto Tribunal, del artículo 16 de la Constitución.
Sin embargo, este viejo Pentium iii, con 498 MHz de velocidad y 128 Mb de memoria, disco duro de 6,5 Gb y sin conexión, por supuesto, a Internet, lo desmotiva, embota su cerebro y el magín se le acartona, y no encuentra manera de recomponer la novela perdida, y cuya única copia, porque el pendrive con la primera también se lo llevaron los cacos, estaba precisamente aquí, en el disco duro de esta antigualla. ¡En qué hora lo formatearía! Claro que no tuvo otra salida, porque no iba ni pa’trás ni pa’lante, estaba petao, como tu caletre ahora, que no consigue recordar ni una sola línea de aquella historia, bueno, sí, las tres o cuatro primeras, su arranque, que, acaso en emulación lejana del inicio de Cien años de soledad, decían: «¡Muy poco imaginó el joven Mingo, el día de su graduación en la Facultad de Derecho, que acabaría limpiándose el trasero con el facsímil del ¡Vamos a ver al General!, de José María Pemán, “Cinco palabras que resumen / todo un ingenuo y noble afán”, que le regaló el facha de su padre; pero menos aún pudo pensar el niño Dominguín, cuando la Confirmación, que haría lo propio con el facsímil del Ripalda, obsequio personalísimo de su devota abuela materna, “Yo soy el obispo de Roma; para que te acuerdes de mí, ¡toma!”!». Y desde el «¡toma!», nada de nada, pero nada, y no como Gustavo Adolfo, que logró reconstruir, dicen, de pe a pa, y armado tan solo de su prodigiosa retentiva, el Libro de los Gorriones, que no se lo cree ni él. Afortunadamente, se consuela, la historia de Domingo Martín se la envió a la agencia literaria Trazogrueso, «Nos ha gustado su Oxímoron y haremos todo lo posible por conseguirle, antes de un año, una buena editorial, sea paciente», que sin duda andará gestionando su publicación. ¡Si es que es un buen libro, hombre, tú lo sabes, y hará furor, con ese título tan original, Oxímoron, que pretende sugerir la coincidencia de propósitos y dedicaciones radicalmente contrapuestas en el seno del mismo individuo –de ultraderecha, cura integrista, de izquierda radical–, y te hará famoso y rico, y entonces, hala, a escribir sin llorar, a contradecir a Larra, a vivir de la pluma y a generar ingentes derechos de autor de los que podrán beneficiarse varias generaciones de tus descendientes, si es que los tienes, que al paso que vas...!
Enrabietado una vez más por su frustrante incapacidad para recuperar Oxímoron, Paco Buenaventura, aferrándose a la idea de que el único ejemplar de su obra que existe obra en buenas manos, decide relajarse leyendo tebeos con música de fondo, algo a lo que recurre, con eficacia comprobada, cuando se halla falto de remos. Hoy le apetecen unas aventuritas de Corto Maltés y un poco de jazz, que le vendrán a las mil maravillas para aliviarlo de la lacerante sensación de escritor capado que le provoca constatar lo exiguo de su memoria. Pero, ¡oh insaciable desazón!, los tebeos del gran Hugo Pratt no aparecen por ningún lado; ¡oh endiablados chorizos que, ahora se percata, arramblaron con todos ellos y le dejaron, en cambio, los mil doscientos diecinueve ejemplares de Roberto Alcázar y Pedrín, versión facsímil, naturalmente! ¡Cálmate, amigo, no te enfurezcas, sumérgete en los cien últimos cuadernillos del «intrépido aventurero español», los de mejor trazado, y al tiempo regala tu oído con la trompeta de Terence Blanchard y las voces de Diana Krall, Jane Monheit...! Paco Buenaventura busca los tebeos de Vañó y luego se acerca a la estantería en que, por orden alfabético de artistas, se encuentra su colección de jazz, recorre con la vista y con el índice de la derecha los lomos de las fundas, Bernet, Berry, ¡ajá!, Blanchard, pero... ¡Ostras, Pedrín!, ¿qué es esto?, ¡una sobrecubierta de cartulina vacía!, ¿por qué?, ¿para qué? ¡Qué mamones! Repasa rápidamente el resto de cedés y concluye que solo se llevaron el de la sobrecubierta y que puede que dejaran esta para que su dueño, o sea, él, supiese cuál era, por si alguna vez deseara reponerlo. ¡Pues se van a joder, te dices abanicándote con la sobrecubierta, porque no me importa lo más mínimo quedarme sin él! Ya ves, lo compraste hace años a través de Discoplay, animado por la propaganda tan sugerente que de él se hacía: el gran pianista canadiense Paul Bley, nacido en 1932, junto al saxofonista Evan Parker y al bajista Barre Phillips, más o menos de su misma edad, se habían enclaustrado en el monasterio suizo de Sankt Gerold para grabarlo. Juras que lo intentaste una, dos, diez veces, dos docenas de veces, y ¡ni pa Dios!, que no hubo forma humana de que encajaras aquellas imposibles «Variaciones», tan alejadas incluso de los relinchos trompeteros del free jazz, y tan difíciles de distinguir a ratos de chirridos de puertas desengrasadas o de golpes de latas de aceite vacías en un taller.
Así que, haciendo ahora balance del robo, perpetrado meses atrás y a pesar de la alarma de Segur, resulta que se llevaron el portátil –y el pendrive con las copias de seguridad, claro–, los tebeos de Corto Maltés, un cedé con el insufrible Sankt Gerold de Paul Bley y dos cuponazos de los viernes, que por suerte, como comprobó el sábado siguiente al allanamiento, no tocaron, que si no, te hubieras tirado de cabeza al Tajo, bueno, ni tocaron entonces ni te han tocado nunca, que no sé para qué coño los compras, no uno, sino dos cuponazos, y te dedicas luego a imaginar qué demonios vas a hacer con tantos millones, si arreglarles la vida a los parientes, fundirte los cuartos en comilonas con los amigos o dar vueltas al mundo con Manoli en trenes y aviones de primera hasta ver inscrito tu nombre y el de ella en el libro Guinness de los récords. Eso te robaron. ¡Ah, sí, y dos estupendas reproducciones, primorosamente enmarcadas, de sendos bodegones de Giorgio Morandi, que proporcionaban a tu saloncito un toque de sencillez, de elegancia, de armonía cromática y de limpieza en verdad reconfortante! Hoy, al cabo de estos meses, no sientes el robo del cedé, pero sí lamentaste en su día el de los bodegones, y el del portátil, claro. Curiosos, no obstante, aquellos rateros; selectivos. ¿Cultos y modernos, Morandi, Corto Maltés, Paul Bley? No se llevaron la tele –¡que no, tío, deja la caja tonta!–, ni el microondas –¡yo no acarreo esa coña!–, ni tu mejor ropa –¡vámonos ya, tío, deja los hatos, que nos va a pescar la pasma!–, ni tu exquisita colección de cedés –¿y unos disquitos?, ¡que no, coño, bueno, levanta uno!, ¡vale, me afano este, que, mira, mira, tres yayitos, los músicos, con un curita, la montaña, el minino, que tiene que molar, tío!, ¡vale!, ¿le dejo el cartón para que se abanique?, ¡vale!–, ni tus mejores colecciones de tebeos –¿y los tebeos?, ¡venga, tío, dónde vas con los tebeos!, ¡solo los de este chorbo de la gorrita, y, luego, los colocamos en el Rastro, que allí valen una pasta!–, pero sí cargaron con los cuadros –¡vale, venga, arrea, y yo guindo los cuadros!, ¿y tú para qué quieres esas gachas con tantos cachirulos?, ¡pues se los regalo a la Susi y los cuelga en la cocina, tío, que no las pillas!, ¡si es que aquí no hay na que valga la pena, tío, la hemos cagao!– y con tu flamante ordenador –¡anda, lígate el ordenata y nos la piramos, que al final nos trincan!, ¿y pa qué queremos este muerto?, ¡ese no, tío, el Mac, que no las hueles!, ¿el Mac?, ¡sí, tío, el portátil ese, y el pinganillo, el de ahí, que eres más tonto que una mata de habas!, ¡oye, tronco, un respeto!, ¡si es que nos ofrecen una guita, tío, espabila, que el menda este tiene que ser un 007 de esos, por lo menos!–.
Frustradas, pues, sus esperanzas de relajarse con los tebeos y el jazz, Paco Buenaventura se prepara un vaso de leche caliente con dos cucharaditas de Nesquit Noche, ¡mano de santo!, y, diciéndose que mañana será otro día, se mete en la cama con las más de setecientas páginas de la Ortografía de la lengua española que le regaló de Reyes su vecina Manoli, «Toma, Paquito, para que pulas tus faltas, pero que he sido yo, tu amiga, y no los Reyes Magos», el más eficaz de los somníferos allá donde los haya, ¡mano de toda la Santísima Trinidad al completo!
Y en efecto, duermes como un bendito, ¡bendito de Dios!, y te levantas tarde, con el sol en lo alto. Desayunas y te acicalas con la alegre parsimonia de un sábado en el que no tienes nada mejor que hacer. Luego te echas a la calle y, casi inconscientemente, te diriges a la librería de tu barrio. Penetras en ella con la sana intención de curiosear por las mesas de novedades y de comentar con los conocidos vuestras últimas lecturas. Pero algo te desvía de tu objetivo inicial: una auténtica montaña de ejemplares de Pasiones encontradas, la novela del vagabundo catalán lanzada por Planeta. Así que no te queda otra que, animado por la apreciación que alguna vez hiciera García Márquez sobre la importancia decisiva de las catorce primeras líneas de una novela, porque en ellas ya se vislumbra, según el Nobel, la posible calidad literaria de la misma, coger un ejemplar, abrirlo y atreverte con su comienzo, que dice: «¡Qué poco imaginaba el joven Martín, el día en que acabó la carrera, que alguna vez se limpiaría el culo con el facsímil del ¡Vamos a ver al General!, de José María Pemán, “Cinco palabras que resumen / todo un ingenuo y noble afán”, que su padre le regaló; pero ¿y el niño Martinito cómo hostias iba a pensar, cuando lo confirmaron en la fe católica, que el Catecismo del Padre Ripalda con que lo obsequió su abuelo le iba a servir de papel higiénico?». ¡Desdichado descubrimiento: te robaron el portátil, te robaron el pendrive, la novela, te dejaron sin original, tú no habías tomado la precaución de registrarla antes de confiarla a la agencia, «Aquí les mando, desde mi Mac portátil, mi último trabajo...!». ¡Sangre fría, eso fluyó por tus venas desde el cerebro a la punta de la pija, mientras cerraste el libro, lo devolviste a su sitio, gritaste «Esto es un oxímoron en trazo grueso», te desabrochaste la bragueta y te measte en la torre de ejemplares de aquel pérfido, felón y descarado, pero, para tu desgracia, indemostrable, plagio!

jueves, 1 de marzo de 2012

PERROFLAUTAS

Perroflautas del mundo, perroflautas,
que vivís al cobijo de la calle,
a veces sin timón, sin gobernalle,
como nautas del cosmos, cosmonautas:

La esperanza no alivia vuestras rautas,
ni os enjuga el sudor con su ventalle;
guindos de escarabajos vuestro valle
pretenden estragar. ¡Almas incautas!

Perroflautas del mundo, ¡venga!, uníos,
que vuestros perros den a sus sabuesos
cuanto merecen los de su calaña;

que, con las flautas y los atavíos
que lucen tan ufanos vuestros huesos,
desmontéis el engaño, la patraña.

Perroflautas de España:
A esa esperanza de dolores llena
mandadle pedorretas en cadena.

DE MAYO A MAYO O ABRIL

«Asambleas...». Viajeros bajo el alfarje del salón mudéjar... «Puerta del Sol... noche...». Arcos de herradura, entrecruzados, polilobulados..., redes de rombos, celosías, alicatados... «Lluvia...». La marquesina de hierro los protege del agua y del viento... evoca el modernismo de los años felices... El vapor de la locomotora que inunda el andén... evoca..., evoca... Y un espía, un agente secreto, esquiva a la Gestapo... «Portavoz...». Monet y su estación de Saint-Lazare... «Doce del mediodía... se reunirá...». Es tiempo de paz, sin embargo, de libre ejercicio de los derechos civiles... «Comisiones... sí... esta madrugada...». Sonríe él, sonríe ella, se miran. Las entradillas de los artículos de la prensa exhibida en el quiosco, prohibido «ojear» las revistas, insuflan emoción en sus corazones, sesenta y tres años cabalgando el de él, veintiséis el de ella. Se animan y se entienden con los codos, ¿se gastarán por ojearlas?, ya está en la vía 2, vámonos. Salvan sin problema sus mochilas el arco de control, los bigotes de los guardias de seguridad, sus mentones desafiantes, sus entrecejos de uniforme y pistola al cinto, fruncidos o menos fruncidos, o así los recuerda él cuando los recuerda, pasa ella sin novedad, se dispara con él el timbrazo, ¡alarma!, lo miran los guardias, serán las llaves, ¡las llaves!, claro, las llaves que deposita en la bandeja, y lo intenta otra vez, nuevo timbrazo, ¡más alarma!, ¡ah, el interés con que los guardias le radiografían el rostro curtido, el pecho canoso, las piernas lampiñas, las manos algo ajadas!, ¡no!, ¿será el pink republicano?, y el pink republicano que le regaló ella el último 19 de marzo cae en la bandeja, y ahora sí, no hay sospechas, recoja sus cosas, gracias.
Caminan hacia el tercer vagón. Delante, un hombre bastante mayor que él, de unos setenta y muchos, bolso en bandolera, puede que con pijama, útiles de aseo, muda limpia, lleva de la mano a un niño y a una niña, de diez y cuatro quizá, o de once y cinco, el chico en el uso de la razón, pues, irracional aún la chica, hasta los siete años no se adquiere el uso de la razón, les decía don Jesús en primero del viejo bachillerato elemental, tendría él entonces la misma edad que el nietecito que los antecede.
Suben al vagón, primero el abuelo con sus nietos, no hay duda, abuelo y nietos, luego ellos dos, ella delante, él detrás, protector, mochilero a sus años y dispuesto a sumarse a la protesta, a apoyar la rebelión de las conciencias, la defensa de la ética, y ella busca sus asientos, aquí, y le pide a él que se acomode primero, déjame el pasillo, ¿no prefieres la ventanilla?, ya no pacen las vacas, ni espantan moscas los borricos, pero el campo está verde todavía, y hay amapolas rojas, margaritas, flores amarillas de retama, como un óleo, pasa, pasa tú, que me agobia el espacio y prefiero el pasillo, como quieras.
Colocan sus mochilas en el maletero y se sientan. No va muy lleno el ave. Los asientos fronteros siguen vacíos cuando el tren arranca. Junto a ellos, el abuelo con sus nietos, tampoco hay nadie a su lado. El viejo tiene un rostro amable, venerable incluso, y el contraste con el de los guardias abre una falla enorme entre los rostros, y no es que el del revisor sea mucho más amable: frío, automático, lineal. Todo en orden, y el ave surca los campos a una velocidad endiablada que no perciben los viajeros. No hay ruidos periódicos, no hay movimientos bruscos, ni sobresaltos, sino una estela incolora y transparente, el vuelo velocísimo del tiempo que se acorta como un placer, que se contrae como un sueño feliz, en un par de horas estaremos en Atocha, y en la Puerta del Sol, sí, rodeados por los furgones de la policía, sí, bajo las lonas del campamento, si nos dejan pasar, si no lo han disuelto, no se atreven, son carne de su carne, ¡no lo dirás por ti!, son sangre de su sangre, no pueden cargar sobre ellos, ¡depende!, ¡si ven peligrar el sistema!, ¿te parezco yo un antisistema?, ¡hombre, tú precisamente...!
La niña pregunta al abuelo si falta mucho para llegar a Madrid, estoy aburrida, cállate tú, mocosa, ¡vamos, vamos!, Elenita, ¿es que no quieres ver a mamá?, sí quiero, pero me aburro, ¡mocosa!, Javi, no te metas con tu hermana, ¡es que me pone de los nervios!, bueno, bueno, ¡quiero ver a mi mamá!, a eso vamos, hija, a eso vamos, a verla al hospital, ¿y por qué está en el hospital?, porque está malita, ¿muy, muy malita?, no, mucho no, pero tiene que estar allí unos días, y ella le da en el codo a él, ¿se va a poner bien?, ¡claro que sí, mocosa!, ¡Javi!, ¡es que, abuelo..., esta niña!, ¿y papá, por qué no viene también?, porque está trabajando, hija, y no puede faltar, ¿y por qué no puede faltar?, él le da en el codo a ella, porque si falta, lo echan, ¿te enteras, mocosa?, ¡que lo echan y tú te quedas sin helado!, ¿te enteras?, ¡te quedas tú sin helado, tonto!, bueno, bueno, tenéis que portaros bien, para que mamá y papá estén contentos con vosotros, lo que no entiendo, abuelo, es por qué papá no ha seguido trabajando en Madrid, pues, hijo, porque en la empresa le dijeron que, si quería seguir con ellos, tenía que ser fuera de Madrid, ¡haberlos mandado a freír monas!, si tu padre hace eso, se hubiera quedado sin trabajo, ella se vuelve a él, le musita que lo quiere, hay mucha gente esperando que echen a alguien para hacerse con su puesto, ¿y yo voy a tener trabajo cuando sea mayor?, tú, cariño, te vas a comer el mundo con esa carita tan preciosa que te han dado tus padres, ¡qué guapo eres, abuelo, cuánto te quiero!, ¡pelota!, el abuelo palmea cariñoso la rodilla de la niña, él le musita que también la quiere, y estira las piernas por debajo del asiento de enfrente, y el esqueleto, mira al abuelo, a ver si sois capaces de hacer el ruido del tren, él cruza los brazos, ella coloca las piernas sobre el asiento que tiene delante, apoya la cabeza sobre el hombro izquierdo de él, entorna sus párpados, el abuelo levanta las manos, él lo mira oblicuamente, los niños abren los ojos de par en par, y los oídos, despliegan sus orejas, la niña sonríe, ¡eso lo hago yo!, exclama el niño, no creas que es tan fácil, pon atención, el abuelo golpea con las palmas de sus manos muslo izquierdo, muslo derecho, pectoral izquierdo, pectoral derecho, ¡plaf-plaf-plaf-plaf!, y repite los golpes acelerando poco a poco el ritmo, ¿no oís el tren?, ¿el tren?, dice el niño, ¡el tren no suena así!, dice la niña, ¡cómo que no!, dice el abuelo, él percibe a través de su hombro derecho que la cabeza de ella yace ya desmadejada, cierra entonces los ojos, relaja los músculos de la cara, sigue divertido las rítmicas y aceleradas palmadas del abuelo, él sí reconoce el familiar y entrañable ruido del tren, se adormece, el niño intenta imitar al abuelo, pero no lo consigue, este hermoso traqueteo, tra-que-te-o, que lo acuna, ¡el ave no sueña, abuelo!,  mientras los días pasan, los meses pasan, pasan los años como los postes del telégrafo, ¡abuelito, otra vez!, se escucha muy lejos, esos postes que en su niñez parecían viajar en dirección contraria y a gran velocidad, ¡cómo corren los postes, tío!, se contaba que decía un loco, como que yo la próxima vez me subo a uno, que es más barato, le contestaba otro.
¡Plaf-plaf-plaf-plaf! una y otra vez: tra-que-te-o, tra-que-te-o, tra-que-te-o. Aquel delicioso traqueteo que mecía sus inquietudes después de meses corriendo delante de los guardias, ¡a la calle, que ya es hora...!, y que finalmente te permitía, a ti, porque eras tú, comenzar a rozar la Historia con las yemas de los dedos. Invertiste casi todos tus ahorros en el billete. Empezaste el viaje en la Estación del Norte y lo finalizaste en la de Austerlitz. Fue un viaje largo, muy largo. Pesado, con sabor a carbonilla y a lata de conserva. Aún recuerdas el color de latón que tenía el aire, como el de un sextante, como el de las campanillas y los silbatos con que tu tren anunciaba a los viajeros sus maniobras, hasta que atravesaste sin contratiempos la frontera. Desconocías cuándo la franquearías de nuevo en sentido contrario. ¿Días después, meses, acaso años? No lo sabías, porque aquel mayo abría para ti un camino apetecible, pero incierto, ¡plaf-plaf-plaf-plaf!, harías la revolución con que siempre soñaste desde que iniciaste tus estudios de historia y que estaba reclamando tu presencia en las calles de París, en las aulas de la Sorbona, junto a la joven Silvie que habías conocido entre las olas del último verano, vente a París, esto va a ser la revolución, se palpa en las calles y en la universidad, vente a París, y cogiste el tren al día siguiente para viajar a París, ¡plaf-plaf-plaf-plaf!, para vivir con Silvie el hervidero del Barrio Latino y embriagarte con los intensos debates del Odeón o de los patios clasicistas de la Sorbona, y prendar tus ojos y tu respiración del tremolar rojo y negro de los trapos que pretendían cambiar el mundo, enardecerte con las soflamas largadas en el francés de Brassens, mais les brav´s gens n´aiment pas que l´on suive une autre route q´eux, manifestarte luego con Silvie sobre tus anchos hombros, fuerte tú y atlético, ella dulce y ligera como un poema de amor, sobrevolando la revuelta, tu rostro sonriente entre sus muslos, un grito de protesta en sus labios. La fotografía fue portada de periódicos y revistas del mundo entero, ¡plaf-plaf-plaf-plaf!, aún la conservas, qué joven tú, moreno, nariz recta y ojos castaños, suéter a caja, bohemio, qué guapa ella, rubia, pelo corto, la Jean Seberg del primer Godard, pantalón ceñido, camiseta a rayas, tra-que-te-o, tra-que-te-o, tra-que-te-o, ¡jo, no puedo, abuelo!, ¡es que eres tonta, mira, aprende!, cantinela infantil, qué guapa es aún, ¡tú tampoco puedes, rabia, tú tampoco puedes, rabia, rabiña!, ¡a que te doy un sopapo!, ¡hale, hale!, que ya llegamos, y él abre poco a poco los ojos, los altavoces anuncian la última parada, estación de Atocha, Renfe les desea que hayan tenido un buen viaje, ¡eh!, despierta, que hemos llegado, se despereza ella, ¡uf!, qué corto se me ha hecho, me siento como nueva, ¿dispuesta a todo?, dispuesta a todo, ¿y tú?, me duelen las cervicales.
El tren se detiene por fin, sus puertas se abren, ellos cargan sus mochilas, él con leve gesto de contrariedad, bajan del vagón tras el abuelo y los nietos, pero ahora los adelantan enseguida en el andén porque la impaciencia de incorporarse cuanto antes a la protesta eleva sus pies sobre las losas, suben por las escaleras mecánicas, ella escalando los peldaños de dos en dos para avanzar más, él, menos ágil, dejándose llevar, atraviesan el hall de la estación, el microclima de sus patios, ganan la salida que da a Santa María de la Cabeza, en frente el Reina Sofía, cruzan raudos los pasos de peatones, surcan las aceras, embocan la calle Atocha, continúan por ella hasta la plaza de Jacinto Benavente, bajan por Carretas y desembocan en Sol, abigarrada y joven, clamor de protesta, ¡oé, oé, oé, la llaman democracia y no lo es!, isla de utopía, henchidos los pechos de él y de ella, ella le da la mano y tira de él para abrirse paso entre la multitud apretada, desea, quieren ambos, zambullirse en la plaza para empaparse de todo cuanto allí acontece, aprovechando alguno de los ríos humanos que discurren de sur a norte, de este a oeste, guardería a la izquierda, le pesan los hombros, debate sobre feminismo a la derecha, o sobre la ley electoral, o sobre la tasa Tobin, barra de refrescos gratis para todos, o le duelen, ¡el botellón no es la solución!, jóvenes pulverizando agua en los rostros de los asistentes para aliviar el agobio térmico bajo los toldos, azules, transparentes, solidarios, ¡de-mo-cra-cia!, ¡de-mo-cra-cia!, cua-tro-pul-sos, cua-tro-pul-sos, que es el ruido de las viejas locomotoras, un compás de cuatro pulsos, el mismo que remedaba hasta hace poco el abuelo del tren ante sus nietos, palmada en muslo izquierdo, palmada en muslo derecho, palmada en pectoral izquierdo, palmada en pectoral derecho, un tren está arrancando hacia el futuro, ¡plaf-plaf-plaf-plaf!, y tú cierras los ojos porque sientes que una imagen poderosa, en un blanco y negro de cuando aún ni constituías un proyecto, puja por emerger desde el fondo de tu cerebro, por ganar la superficie de tu alma, como si se tratara de un alma tridimensional capaz de revelarte aquel halo de esperanza que con tal precisión supo captar la cámara de Alfonso, Puerta del Sol, catorce de abril, una nube blanquecina alumbrando aquel glaciar humano, ¡plaf-plaf-plaf-plaf!, que desde la Carrera de San Jerónimo irrumpe en la plaza y recorta las siluetas de los líderes, bandera tricolor, gorras y sombreros, chaquetas encorbatadas y pechos descamisados, padres e hijos, novios y novias, abuelos y nietos, hermanas y hermanos, amigos, vecinos, compañeros en la fábrica o en el tajo, en la oficina o en el mostrador, en el ateneo o en el instituto, en los surcos o en el pasto de las lomas de Vallecas, ¡plaf-plaf-plaf-plaf!
No abres los ojos, aún no. Ahora no escuchas el ¡plaf-plaf-plaf-plaf! del abuelo sobre muslos y pechos, pero prefieres continuar imaginando su presencia en los asientos de al lado, ni oyes el traqueteo de las ruedas sobre los rieles, ni el bufido de la locomotora, porque el ave es plano, serenamente plano. Te retrepas en el asiento y no percibes sobre ti el dulce peso de la cabeza de tu hija, porque ella se ha quedado acampada en Sol, mientras que tú has desistido finalmente de hacerlo en la certeza de que tus huesos, anda, papá, tú vuélvete con mamá, que no vas a aguantar, y es verdad, que te duelen los huesos, que una lacerante contractura te agarrota los hombros y el cuello, que te falta el resuello, en la certeza, pues, de que tus huesos no hubieran soportado una noche en lecho duro, y en la suposición de que alguien, Silvie tal vez, te echaría de menos en la cama de tu dormitorio para festejar con su amor, a pesar de haberte recriminado la locura de viajar a Madrid, ¡a tus años!, la luz de esta primavera, la de la otra y la de la otra, Silvie encaramada sobre tus hombros, expulsada de ti la maldita contractura, tus manos aferradas a sus piernas para que no se rompan las decenas de fotogra­fías que darán, como entonces, la vuelta al mundo en las portadas de los periódicos, con tal de que no se violenten las tomas de vídeo que se colarán en los telediarios de todas las televisiones, enmarcada tu sonrisa entre sus muslos, dibujando sus labios un grito de protesta contra la democracia adulterada.
Cuando finalmente el ave se detiene, la conciencia de que, por el momento, el sueño ha terminado lo empuja a incorporarse, a recuperar su mochila, menos abultada esta vez porque el saco de dormir se lo ha quedado ella para este colega que no tiene saco, a recorrer el pasillo solitario del vagón y a salir por la puerta que lo conducirá hacia la calle. Silvie le sonríe desde el otro lado de la verja y su madura belleza se le antoja tan evocadora y estimulante como la palabra «revolución».
–Ya sabía yo que no te atreverías con la acampada. ¡Estás demasiado viejo para veleidades revolucionarias! Pero te quiero igual, o más, y no te preocupes, que me he traído el coche para que no tengas que andar mucho, que vendrás cansado. Te he preparado una buena cena y un baño relajante, y te voy a hacer el amor con música de Dylan, como en París, para que hoy te sientas Puerta del Sol.