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jueves, 26 de abril de 2012

NOSOTROS

En memoria de Pedro Junco

La sangre en el pañuelo, rojo de alarma, de peligro, de herida abierta, de enfermedad, de muerte, rojo sobre blanco de nieve, de cúmulo, de algodón, de leche vivificante, de papel, diecinueve años, María Victoria, María Victoria.
¡Se han dicho tantas cosas! ¡Tanta literatura! ¡Que si en el lecho de muerte...!
Los veintitrés primeros se me fueron como una nube, en un abrir y cerrar...; bueno, y así me ha ocurrido con los demás.
Yo ni me enteré.
En cambio, él ya había dado de sí...
Si no hubiera muerto...
Si no hubieran muerto tantos...
El mundo sería distinto.
Diferente.
Alguien que amó de esa manera, «un sol maravilloso...».
«...romance tan divino...».
Yo me lo creo, me gusta creer que todo fue como se cuenta, que lo escribió robando algo de tiempo a los estertores, hurtándole un poco de sufrimiento a la agonía.
Resulta demasiado romántico. Cosas tan hermosas no existen en la realidad. El mundo es feo, horrible; la existencia, desagradable. La belleza no existe.
Sentía que le faltaba aire, que todo era muerte a su alrededor y dolor dentro de él, que las nubes blancas de la ventana eran el pañuelo de la despedida, «aunque me duela el alma...», la belleza de la muerte.
¡La muerte es un pozo de infamia! Pero «...yo necesito hablarte y así lo haré». ¿E iba a tener ese aplomo, esa serenidad, esa presencia?
¡Pues claro! Y pidió papel y pluma, y escribió: «Atiéndeme...».
No pudo ser y no fue. En febrero, Tony Chirolde ya la cantó en la emisora de Pinar del Río; él murió en abril
Y en febrero lo ingresaron. Sucedió tal y como te lo cuento.
¿Y ya entonces supo que se moría?
Supo de su enfermedad que helaba los besos, que quebraba los abrazos, que abrasaba el tálamo, «debemos separarnos, no me preguntes más».
«Que nos queremos tanto...». ¿Y, según tú, la compuso en febrero, y ese mismo mes Tony Chirolde se la cantó por la radio? No me lo creo.
Yo sí, porque creerlo es hermoso y, cuando lo que se cree es hermoso, existe lo que se cree.
¿Existe, entonces, Dios? ¡Dios es hermoso!
Dios no es hermoso.
¡La idea de Dios es hermosa!
Su idea lo será, y por eso existirá, la idea. Sí, existe la idea de Dios, pero Él no. Él es prepotente, caprichoso e iracundo; castigó a la Humanidad sin previo aviso y de por vida, y condenó a su hijo a una muerte cruel. No tiene derecho a existir, y no existe.
¿Existe don Quijote?
Existe don Quijote más que Dios, porque don Quijote es la utopía, la ilusión, el sueño, la justicia, la misericordia. Don Quijote es hermoso.
¿Existe Jesucristo?
Jesucristo existe porque existe don Quijote, y sólo existe a partir de él. La Iglesia tenía que contrarrestar la humanidad de don Quijote, y entonces empezó a hablar de Jesucristo. Y es cierto que Jesucristo es hermoso.
Y siempre necesitamos tener a mano un Jesucristo, un don Quijote.
Exacto, y Pedro es uno de ellos, necesario e imprescindible para seguir creyendo en un mundo mejor.
¿Un mundo mejor a través del amor únicamente?
Sólo el amor puede redimirnos. Y Pedro fue amor en estado puro, «que desde que nos vimos amándonos estamos».
Aquella maldita tos le rompía el alma, la voz de Tony Chirolde, «nosotros que nos queremos tanto debemos separarnos», y las manchas de sangre, la tos, la sangre, «no me preguntes más».  Mi amada Mariví, esto se acaba, pronto terminará todo, demasiado pronto, que hubiera querido pasar una larga vida contigo, ya ves, cincuenta o sesenta años viviendo junto a ti, «te quiero con el alma». Y al otro lado de los cristales, la tarde sucumbía bajo el reclamo de la noche, pasaba del rojo al gris, del gris al negro. La noche precipitaba su tos como una torrentera. El lecho ardía, las sábanas y la piel de Pedro ardían, y pidió papel y pluma en medio de la fiebre, María Victoria, papel y pluma, que apaguen la radio. Ya no oía a Tony Chirolde, ya no; oía su voz dentro de él, «te juro que te adoro», su voz sollozando por los rincones de la sala, «y en nombre de este amor», atravesando los cristales de la ventana, lágrimas de cristal y desconsuelo, «y por tu bien», su voz interior elevándose como una canción infantil hasta las más altas esferas, «te digo adiós», más allá, mucho más allá del mundo, al otro lado de la propia muerte.
¡Increíble!
Es tan bella la historia, que no le queda sino ser cierta. «Nosotros».
«Aunque me duela el alma... Nosotros».
     ¡Es tan bella la historia...!


lunes, 16 de abril de 2012

DEMASIADO FRÍO

Hacía frío, demasiado frío, y todo presagiaba que la nieve terminaría cayendo, una nieve que debería limpiar los campos y las trincheras, cubrir los tanques y los cazas, congelar las heridas y sepultar a los muertos.
Se ajustó el correaje, agarró el fusil y entró en la formación. Mientras el cabo voceaba las órdenes pertinentes para conducir el pelotón hacia el polvorín, sintió que, en cierta medida, le atraía aquella guardia, aislado del campamento, tabaco y alcohol a discreción, sin temor a los oficiales, sin banderas ni oraciones, ni rancho, ni lúgubre cantina de luz amarillenta, ejército de Pancho Villa, mi cabo y nada más, nada de a la orden de usted, mi capitán, a la orden de usted, mi coronel, a la orden de usted, mi comandante, a la orden..., mi cabo y nada más, y unos bocadillos compartidos, navajas y el aporte voluntario de galletas o almendras, bombones o anacardos, coñac o güisqui.
Hacía frío, sí, demasiado, y, sin embargo, su rostro agradecía complacido la helada caricia del aire, que despertaba su discernimiento, su lucidez para afrontar la azarosa e imprevisible duración de la vida, una bala, una mina, un cañonazo, un infarto.
Cuando el toque de diana lo lanzó del catre como a un destino incierto y definitivo, tomó la decisión de aceptar por un día la soledad al aire libre y entregarse al recuerdo de cuantos quedaron atrás, la de romper el silencio con silencio y leer el lenguaje de las nubes, el que hablaba de seres imaginarios y pasiones infinitas, el del humo furtivo que desde la chimenea se eleva en busca de su evanescente destino, y a hacer puñetas la guerra.
Hacía frío, sí, y los nueve pares de botas percutían con rítmica tristeza sobre la superficie escarchada, me quiere, no me quiere, me largo, no me largo, disparo, no disparo, matar, sucumbir, vivir, morir.
En la distancia, las casonas blancas del polvorín se recortaban iluminadas por el gris de la tormenta. Desde su posición, las viejas construcciones se le antojaban seres demacrados, de caras yertas, imágenes especulares de los nueve soldados que marchaban a ocuparlas, dispuestos quizá a buscar entre ellas una razón para seguir viviendo otras veinticuatro horas, o tal vez un lugar donde dar con los huesos hasta el final de los tiempos y de las resurrecciones improbables.
Hacía frío, mucho frío, y las nueve bufandas caquis cobijaron los rostros de los hombres, atrincherados ahora tras el trapo, embozados por la fiebre de la incertidumbre, de las madres olvidadas durante tanto tiempo, del billete de ida y sin vuelta hacia la muerte.
Llegaron al cuerpo de guardia, distribuyeron los puestos, partió el primer relevo y los demás, tras la despedida del pelotón recién sustituido, se acomodaron como pudieron esperando pacientemente su turno. El fuego comenzó a chisporrotear avivado por la experta mano de un veterano, pues no se está tan mal, como que yo me quedaba aquí para siempre, ¿y cuánto es siempre?, ¡qué sabemos!, ¡una calada, un día, un mes, un año, una vida, el sueño de una muerte!, y el humo de los cigarrillos fue ocupando poco a poco la pequeña habitación.
Hacía frío, sí, un frío horrible; tanto frío, que, durante las dos primeras horas de puesto, se sintió incapaz de dar un solo paso mientras descifraba los mensajes de un cielo color plomo, como de calvario, agrietado por las fallas de los grises, abandonado por las aves y los aviones, estremecido por la tormenta que se avecinaba, presagio de la muerte.
Cuando, tras su relevo, regresó al lado del fuego y del tabaco, tuvo la seguridad de que su aterida cara había cobrado la textura de la cera o de un maniquí desnudo, y de que únicamente el leve movimiento de sus pestañas y el vacilar espeso de su aliento indicaban que aún su sangre circulaba. Sus compañeros dormitaban junto al fuego y él se tumbó sobre el jergón que quedaba libre. De la botella de coñac que había en el suelo, bebió un trago al gollete, que lo reconfortó; luego removió el fuego y se cubrió con la manta. Enseguida cerró los ojos y se sumergió en una niebla que ellos atravesaban silenciosos, pero cargados de fragancias. Un viento cálido comenzó a deshacer la bruma y, bajo el son de un violonchelo, extendieron hacia él sus manos. Abrió las suyas. Tocó sus dedos. Ya no hacía frío. La luz era la aurora, sus blancos y violetas, el arrebol. Se lamentaba el violonchelo. Henchidos de ansiedad, buscaban impotentes el abrazo. De nuevo la niebla, y el viento helado cortando las miradas. Así una y otra vez, como una noria, como un tornillo sin fin, como el infinito. Y el llanto sobrevino inevitable y libre como un dolor. La niebla se espesó y ya no se distinguían los dedos en sus dedos, ni sus siluetas. Miró al suboficial con los ojos humedecidos, te toca de nuevo. Atizó el fuego y salió.
Hacía frío, demasiado frío.
Arrecido, ocupó su puesto. Y no dejó de danzar sobre sus propios pies, hasta que, tras las últimas lomas, algunos fogonazos quebraron el paisaje, que se iba blanqueando, uno, dos, tres..., veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta, por trescientos treinta y tantos, nueve mil y pico, a menos de diez kilómetros, pero, bueno, y si vienen, ¿qué vamos a hacer los nueve?, echemos un cigarro, que aquí no te ve nadie. Fumó tres pitillos seguidos, encendido cada uno con la lumbre del anterior, en la creencia de que así calentaría sus manos y su alma, ahí llega este, tranquilo, andan muy lejos.
Hacía frío, y la nieve arreciaba.
El campo brillaba de tan blanco, pero ya no era posible divisar más allá de los cien o doscientos metros. Caía la noche con la nieve. Muy cerca de la casona, se volvió para observar cómo los copos cubrían enseguida sus huellas. Del cobertizo vecino cogió un haz de leña y cargó con él. Los compañeros estaban despiertos. Él, sonriente, soltó a un lado la leña y repartió tabaco, al tiempo que tomaba la botella que le ofrecían. Bebió y se sentó junto al fuego, Humphrey Bogart él en el filo de la navaja, o acaso John Wayne, o puede que William Holden o Robert Mitchum. Fumaron, ¿buena guardia?, buena, ¿y esos cañonazos?, ¡bah, muy lejos! y, además, con la nevada y la oscuridad, no creo que... Alguien hizo funcionar un transistor y todos aguzaron el oído, Jingle Bells, Jingle Bells, Diana Krall, su voz hermosa, la suavidad con que escalaba, ¡curioso el neologismo!, en el teclado sus armónicas variaciones sobre el tema, su cabellera rubia, el dvd de su Live in Paris, la simpatía con el público, su bello y sentido homenaje a Nat King Cole.
Hacía frío; pero el fogonazo de un más allá se coló, de improviso, por los cristales de la ventana, uno, dos, tres, cuatro, cinco...: una imponente deflagración indicaba que el polvorín había saltado por los... Cristales, gritos de espanto, dolor agudo en los oídos, silencio absoluto, astillas del marco, cascotes, cadenas con medallas, dolor agudo en las piernas, rostros desencajados, dolor agudo en el vientre, llaves, fusiles, pies descuajados con las botas puestas, dolor agudo en los hombros, trozos de sillas, pulseras, vigas dobladas, dolor agudo en las manos, sangre en los dedos, sangre en la boca, dolor agudo en el cuello, navajas a medio abrir, o a medio cerrar, jirones de tela caqui, fotos de chicas, dolor agudo en los testículos, correajes rotos, ojos reventados, dolor agudo en el pecho, relojes de pulsera, cascos abollados, brazos arrancados, dolor agudo en la frente, fotos de señoras mayores, madres sin duda, borbotones de sangre, dolor agudo en los ojos, oscuridad total, calor, escasez de aire, golpes, pinchazos, cortes, dolor agudo en la nuca, quebradura de la nuca, están muy lejos, con la nieve y la oscuridad...

martes, 3 de abril de 2012

TRIESTE ORGASMO EN TOLEDO

Observas el volante médico de la puerta del frigorífico como quien mira el fondo del pozo de una noria: sombrío sobre el limpio blanco de la chapa, provoca un vértigo tal, que las tripas se te retuercen hasta que un nudo de ácidos y gases te hace envidiar la ligereza del helio para sobrevolar tu ciudad, tu país y el mundo entero. Lejos estabas horas antes de sensación tan infame, mientras disfrutabas en el Teatro de Rojas con La Posadera de Goldoni. Aunque ahora no sepas discernir si lo que verdaderamente provocó tu goce fueron los envites con que diversos pretendientes se esforzaron por conquistar a la joven posadera, los recursos de que ella hizo gala para seducir al caballero de Ripafratta o los arrumacos que os regalasteis al abrigo del palco vacío la bella triestina y tú.
Conociste a Laureta el viernes en El Pícaro. Allí te contó que había venido a Toledo para ampliar sus estudios de posgrado en la Escuela de Traductores. Allí entreverasteis vuestras palabras de baladas con sabor a saxo. Allí sorbisteis por primera vez vuestros besos de ginebra. El sábado comisteis juntos en La Abadía y, mientras ella te hablaba de Trieste, del románico de San Silvestre y del barroco de Santa María Maggiore, de Ítalo Svevo y de la amistad del famoso escritor triestino con James Joyce, os acariciasteis con los pies por debajo de la mesa. Pero la cosa no pasó de ahí, porque Laureta tenía que salir escapada hacia Barajas para esperar a su hermano, que venía de Venecia. Y tú te quedaste con la miel en los labios, aunque es de suponer que ella también. El caso es que cuando hoy domingo te la has encontrado a la puerta del teatro, con la Odisea en edición bilingüe debajo del brazo, el recuerdo del tacto de su pie y del sabor de sus labios ha soliviantado tus entrañas. Por eso te has encomendado a todos los dioses del Olimpo y te has adelantado a comprar las entradas, y le has pedido a la taquillera un palco completo, uno central, del piso de arriba, que ya entonces has anhelado emular a Ícaro y levitar como el helio, junto a la chica, por encima del patio de butacas.
Pero esta misma noche, delante del frigorífico, el volante augural de la analítica te inocula de nuevo el afán de huir, de salir de Toledo hacia otras tierras o hacia otros mares o hacia otros cielos. No hay nada que te descomponga más el alma que acudir al hospital: el blanco distante de las batas; las puertas cerradas, infranqueables y disuasorias como la toga de un juez; las salas de espera con sus antipáticos sillones de escay negro; los rostros, lacerados a veces y a veces inexpresivos, de los indefensos pacientes, y sobre todo, las voces avinagradas de algunas enfermeras chapurreando sus nombres malditos.
Bueno, sí hay más cosas que se te atraviesan como una cita médica, y la inspección de la ITV es una de ellas. Como que hace un lustro estrenaste coche precisamente porque querías darte un alivio en eso de tener que pasar cada año la ITV, y ya se ha comido otros cinco años la cochina, cinco años más viejo el coche, pero eso importa menos, y cinco años mayor tú, y eso es lo que en realidad te sacude de arriba abajo. ¡Porque la ITV lo hace a uno viejo, como al propio vehículo, y los años con ella, o gracias a ella, son efímeros como un orgasmo! ¡Pues mira tú por donde, ahí está la comunicación de la empresa que gestiona la ITV, justo debajo del volante del médico, sujeta al frigorífico con los mismos imanes que aquél! O sea, que mañana, y en ayunas, primero al hospital y luego a la ITV. ¡Menudo lunes! Como para desear de nuevo volar igual que el helio, con Laureta a tu lado, con Laureta atravesando los cielos de La Mancha, en un día luminoso, hasta ver la piel de toro desde allá arriba.
Por cierto, que eso de la piel de toro apunta a que la cabeza territorial de la nación no es otra que el mismísimo País Vasco. ¡Caprichosas paradojas de la vida! Como esa otra de que debamos al eusquera el que solo tengamos cinco vocales en castellano, y el término izquierda. ¡Ahí es nada que la izquierda, la de la mano tonta, la del mismo lado del pie con el que te has levantado en mala hora, la de los condenados por el Padre, la de los rojos como tú en fin, haya sido bautizada en eusquera! Pues ¿y la palabra mus, y la de órdago? ¿Te imaginas un país sin mus, y sin poder lanzar de vez en cuando un órdago a la grande, y todo porque los vascos no nos hubieran ayudado a dar con los nombres del juego?: ¡tan miserable como un país sin bares! ¡Para largarte de él, vamos, helio tú, pero jugando con los pies desnudos de Laureta!
¡Dios, Dios, y tú con esos pelos! Tendrías que acudir a la peluquería, porque cuando tienes el pelo demasiado largo las ondas que se te forman te molestan, y el viento, si es que hay viento, te desordena el cabello y las ideas, y, lo que es peor, por eso mismo te vuelves más inseguro, inseguro para el ir al médico e inseguro para pasar la ITV y, sobre todo, inseguro para renovar tus carnés a punto de caducar. ¡Maldición, que por las veleidades del tiempo las fechas de caducidad de tu D.N.I. y de tu carné de conducir coinciden, y por otro capricho de ese azar que jamás te ha deparado ni siquiera una maldita pedrea en la lotería de Navidad, ambas se cumplen esta semana, y eso significa diez años menos de vida o diez años más de muerte, o diez años de reconcomio, o diez años de pudrirse como el membrillo que pintaba Antonio López en la película de Víctor Erice!
—¡Oh, Laureta, acude en mi ayuda, por favor, y bésame, que luego nos subiremos a una nube de helio para que el viento nos lleve a tu Trieste querido mientras hacemos el amor sobre las aguas benditas del Mediterráneo!
Así que de madrugada, cuando, entre el trajín de los análisis y de la ITV y el de los carnés que te caducan, descubres la barquilla, que es cuna o sepultura, de un globo aerostático cargado de helio, no te lo piensas dos veces y, lanzándote de cabeza a su interior, aterrizas sobre los túrgidos pechos de Laureta. Finalmente consigues elevarte sobre la torre de la catedral y el Alcázar y, tras tirar por la borda el volante del médico y tus carnés casi caducados, enfilas el curso del Tajo hacia sus orígenes. Pero su cabecera no es ahora la sierra de Albarracín, sino el Peñón de Ifach, porque en sus playas te iniciaste en el sexo, y el globo vira hacia el sur, buscando las costas africanas. Entonces te yergues sobre los pechos de Laureta. Y ella, lejos de incomodarse, también se incorpora e introduce su cabeza entre tus piernas. Y así, sujetándote por los muslos y apretando sus hombros contra tus nalgas, te iza como a un torero al tiempo que te susurra:
—¡Hazme el amor en el Hotel Duchi d’Aosta, hazme al amor en el arco de Riccardo, hazme el amor en el Castillo de Miramare! ¡Hazme el amor, hazme el amor, hazme el amor!
La cabeza de la chica arde entre tus muslos y una fiebre de deseo te gatea vientre arriba hasta la lengua que es su lengua, cuando divisas la costa argelina, amarilla como en un atlas escolar. Implorante, te abres de brazos mientras Laureta besa tu vientre; clavas la mirada en el globo lleno de helio y descubres que, allí mismo, colgado del anillo, el ejemplar de la Odisea que ella llevaba bajo el brazo en la puerta del Teatro de Rojas te ofrece la protección de los dioses. El libro de Homero se te ofrenda, primero moviendo su cubierta muy lentamente, casi de manera imperceptible; pero luego, como si de pronto un ventilador de inusual potencia anduviera arremetiendo contra él, sus hojas tremolan como banderas de guerra y van abandonando el lomo, desgajándosele, para caer a un mar de aguas encrespadas que te sobrecoge. Laureta continúa besuqueándote el vientre con verdadera fruición y tú sientes en la boca la lengua de la chica, que sabe a mar. Imploras de nuevo la protección de los dioses.
Entre la sal de tus labios y la dicha de tu vientre enternecido, miras de nuevo hacia el globo de helio y penetras en él. La transparencia neblinosa de su interior te sosiega el ánimo, mientras la chica te lame el ombligo con sus besos. De la niebla emerge un ser alado, ágil y bien parecido, que enarbola amenazador un cetro real hasta obligar a un puñado de enloquecidos jóvenes, con alas también, a introducirse en un cuero de buey, que  el primero cierra en seguida con una cadena. Sólo deja fuera a uno de los jóvenes, sonriente y bello como un amor. Y le ordena salir del globo para que lo empuje con su aliento en la dirección correcta.
Loreta insiste con tu vientre y sus besos descienden hasta el origen de vida. El globo aerostático surca el cielo con suavidad y a más de veinte nudos, porque aquel joven apolíneo continúa inflando y desinflando sus carrillos como Dizzy Gillespie para que la navegación prosiga. Tú pareces un mascarón de proa, el viento despliega tus cabellos y recuerdas que una vez te enamoraste de la Victoria de Samotracia, que ahora tiene el rostro de Laureta. El globo parece un cometa dispuesto a preñar la bota de Italia con una carga de esperma sideral. Una estela blanca y refulgente deja adivinar su rumbo. Venecia es la ciudad que sobrevuela antes de embocar, por fin, el golfo de Trieste. Y cuando Loreta acopla la inigualable ternura de sus labios al centro de gravedad de tus pasiones, divisas la colina de San Giusto y a sus pies la célebre capital de Friul-Venecia Julia.
Una erupción feliz entre las piernas te obliga a abrir los ojos a la oscuridad. Pero la humedad pegajosa que acaba de empaparte el vientre, los muslos, las sábanas y el colchón te empuja a correr bajo la ducha.