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martes, 18 de diciembre de 2012

NASTASIA KANAVKINA

Aguanta, Vanda, aguanta, que es un pinchacito de nada en la encía, aunque con esos ojos que parecen como si se me fueran a meter dentro de la boca, Jesús, que me atraganto de sólo pensarlo, con esos ojos una se asusta, y gracias a la mascarilla que me libra de su respiración pestilente, pero no de esas mejillas grasientas, que no es sudor, no, que su frente seca revela que es grasa, que es  pringue lo de sus carrillos, porque estará recién comido, se habrá hartado de chuletas de cordero rebozándose en la grasa, grasientas chuletas de cordero viejo y maloliente, y tendrá restos de carne en la boca, de hecho aún anda masticando restos, restos entre sus dientes amarillos de nicotina, que, aunque no los ves a través de la mascarilla, sí estarán amarillos, como sus dedos, amarillos de tabaco, sus dedos sin guantes, Jesús, me va a tocar los labios, la lengua, las muelas con esos dedos desnudos y manchados de nicotina, seguro que también de sebo, qué asco, pero debes refrenar tus ansias, contrólate, Vanda, amarra esa sensación que te rebulle en la boca del estómago, que amenaza por gatearte por el esófago y por lanzarse a su jeta como un surtidor de bilis agria y viuda, viuda de todo, o huérfana, porque otra cosa, no, con el tiempo que llevas sin probar bocado, sin saborear una simple tortillita francesa, un poco de pan con aceite, un racimo de uvas, no puedes contener otra cosa, sino sólo bilis desangelada, solitaria, tan distinta desde luego a aquella cerveza, la jarra de cerveza, una de medio litro, la cerveza que le echaste por encima de la cabeza en el Círculo para que se le redujera aquel enorme bulto que amenazaba con estallarle la cremallera del pantalón, y el tonto del higo me sonrió como un pobre bobo, primero me sonrió y me señaló con su dedo amarillento como para advertirme de que se vengaría de aquello, pero enseguida se le desató una risa nerviosa que lo desmadejó, «¡me las pagarás!», repetía una y otra vez, pero sin ser capaz de sofocar la carcajada que amenazaba con asfixiarlo allí mismo, y tú, venga cerveza, otra jarrita por su cabeza, para que siguiera con su ataque, a ver si reventaba de una vez y ya no volvías a verte obligada a soportar sobre ti su pesada barriga, sus ancas de cerdo cebón, sus estertores repugnantes y fétidos, no, que si continuaba con el ataque igual la diñaba, el corazón se le rompía, y la diñaba, y adiós, muy buenas, muerto de un infarto, y «Finkel, el prestigioso dentista, sufrió ayer un infarto de miocardio cuando se hallaba cenando con sus amigos en el Círculo y, a pesar de los esfuerzos del doctor Mischa, buen amigo de la víctima y afamado cardiólogo de la ciudad, el infortunado dentista ingresó cadáver en el hospital», que diría la prensa local, pero no cascó, sino que continuó coleando, dando guerra, echando sobre tus pechos su cuerpo de lujurioso mastodonte cada noche de viernes, apestoso cosaco como una legión entera de cosacos lascivos y borrachos, y así hasta que el tuyo, tu cuerpo, se resintió, dijo basta, se te pudrieron las partes, tus oquedades, tus órganos, y tuvieron que ingresarte en el hospital, donde te curaron, sí, en tres meses te purgaron las venas y los tubos, claro, pero desde entonces estoy sin blanca, porque todos mis ahorros se lo han quedado los sabuesos de bata blanca y jeringuilla, y mis cosas, los empeñistas judíos, como este que ahora me anda hurgando en la boca y que aparenta no reconocerme, el muy desgraciado, porque con mi enfermedad decidiría sin duda ligarse a este cardo borriquero que tiene de enfermera, que ya no te acuerdas, maldito, de cuántas noches te calenté la cama y el pingajillo ese que te cuelga debajo de la tripa, y que no creo que esta sea capaz de hacértelo mejor que yo, que va, y tú, pérfido, ya no te acuerdas, por supuesto, como que entonces yo era una dama vestida a la última moda, con sombrero llamativo y zapatos de color bronce, una dama, Nastasia Kanavkina, que ponía en mi pasaporte, una «honorable ciudadana» en opinión de Antón Chéjov, mi demiurgo y el de este amondongado mamón, el demiurgo que aquí me beneficia con una dosis de anestesia, menos mal, honorable, digo, y no como ahora que seguramente estoy desconocida, que quizá este mamón me tenga por una vulgar modistilla, y por eso ni se ha molestado en ponerse los guantes para introducirme entre los labios sus dedos amorcillados, ahí, ahí, que percibo su asqueroso sabor a pringue, las ganas de vomitar y de escupirle a sus ojos como ubres de vaca el asco que me provoca, y siento que me toca en la muela podrida con algo, que me tira, no, no me duele, menos mal, gracias al demiurgo, pero me tira, me tira con fuerza, y me cruje la mandíbula, no me duele, pero ese crujido me sobrecoge, y él tira con fuerza, me voy detrás de sus manos, puede conmigo, no me duele, pero me arrastra, me arrastra, me levanta del sillón, y arranca algo de mí, de mi boca, de mi encía, de mi alma, de mi integridad, y ahí, ya, delante de mi vista, sujeta entre las tenacillas, la muela comida por la caries y su ufana sonrisa que descubre cuando retira la mascarilla con que se cubría la mitad del rostro, que es una lástima que no siga con ella puesta, para no ver sus dientes amarillos, para no tener que respirar su halitosis, pero sonríe orondo, deja caer la muela en una bandeja metálica, le ordena a la criada que hace de enfermera, este sieso que tiene que aguantar sus lujuriosas adiposidades, que me dé un vaso con agua fría y me espeta «Es un rublo, señora», un rublo, todo mi capital, pero su insoportable halitosis sacude gravemente mis nervios olfatorios, mis papilas del gusto se estremecen aún con el rastro pringoso que han dejado los dedos de tan detestable sacamuelas, «Enjuáguese; es un rublo», repite, y la totalidad de mi alma y de mi existencia se me agolpa en el estómago, y en él se mezclan mis peores caldos, se cuecen mis humores más indignos, y, cuando ingiero el agua que me ofrece la pringada de la cofia, es como si hubiera activado la espoleta de una bomba, la cual no hace sino explotar y despedir hacia arriba con la fuerza del espanto un auténtico chaparrón de bilis y ácidos frente al cual ni sus sucios dientes ni sus ojos saltones pueden protegerse.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

COMO CADA DOMINGO


Como cada domingo, también este has acudido al mediodía a tu habitual tienda de periódicos a comprar El País. Pero en esta ocasión, el dueño no está despachando; en su lugar, su madre y una patulea de nietos, nietecillos más bien, atienden a los clientes, ella con la torpeza propia de las señoras que ocasionalmente hacen de vendedoras, ellos con el espíritu juguetón de los niños a quienes por primera vez se les deja participar en el negocio de la familia. Y tú, sufriendo el que nadie respete la cola, que más que cola se te figura revoltijo de bullentes hormiguitas en pos de alguno de los niños para que le alcance El Mundo, o el ABC, o La Razón, o La Gaceta, o El País, eso sí, sin mosqueos inoportunos, joder con el niño de los cojones, sin discusiones estériles, pero, señora, que acaba usted de llegar, porque tienen las conciencias recién descargadas y no es plan de embroncarse tan pronto con un prójimo o prójima cualquiera por un quítame allá esas pajas, las tienen recién descargadas de zurrapas, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, descargadas y baldeadas como la cubierta de un barco de cuya sentina, sin embargo, se hubieran enseñoreado las ratas, baldeadas y liberadas, en fin, en la misa dominical celebrada bajo la batuta de un cura elocuente que les habrá hablado con arrobo del misterio de la Santísima Trinidad o de la virginidad de María, pero sin soliviantarles los espíritus con arremetidas contra el latrocinio de los banqueros, o la injusticia intolerable de los desahucios y sus víctimas incluso mortales, o el drama terrible de las pateras y sus ahogados, o la desatención de los dependientes y de los numerosos enfermos sin cobertura, o el despido inmisericorde de los interinos o de los trabajadores de banca, o el empobrecimiento y el hambre de muchas familias, sino con el afán de sosegar los ánimos pidiendo la protección divina de los gobernantes, que, a fin de cuentas, el Gobierno y la Conferencia Episcopal negociaron con sigilo la religión en la enseñanza, como quien negocia con un vendedor ambulante el precio de un paraguas.
Mientras esperas que te llegue la vez, en tanto que observas con cierta emoción nostálgica las nuevas entregas de muñequitos de goma que aguardan en el mostrador a ser compradas por alguien, parecen personajes de Astérix, ¿o son de Tintín?, ¿o del Capitán Trueno?, y temes, dada la aglomeración de clientes, no llegar a tiempo de conseguir ninguna, si es que efectivamente se trata de la materialización plástica de algunos de tus mejores sueños infantiles, alguien se las lleva y me quedo sin ellas, al tiempo que sufres la insoportable falta de respeto que por los turnos manifiestan la señora y sus nietecitos, tú diviertes tu impaciencia comiéndote parte del suelto de avellanas que llevas en el bolsillo. Solidario con tu vendedor de periódicos, siempre procuras llevar suelto para pagarle, porque sabes que si le das un billete le ocasionas un problema a veces de difícil solución. Así que es usual en ti llevar algo de suelto para comprar el periódico, avellanas, ¿o monedas?, ¿no son avellanas?, ¡claro, avellanas!, ¿qué si no?
Pegado ya al mostrador, te comes otra avellana, todas peladas, también esta, todas peladas y tostaditas, no quemadas. A punto de ser despachado por la señora, ves de cerca las bolsas con los muñequitos de goma, y alargas la mano derecha, los dedos, para revisarlas y decidir con cuál de ellas cargas. Pero tu acción entre atrevida y tímida sólo obtiene como resultado un profundo desencanto, porque ni son muñequitos de Astérix, ni de Tintín, ni del Capitán Trueno, ni siquiera son de goma, no, nada de eso, que se trata de esos extraños y fantásticos humanoides galácticos o intergalácticos de plástico, que tanto éxito suelen cosechar en la industria cinematográfica y que a ti nunca te transmiten nada, porque jamás han logrado estimular tu imaginación. Por cierto, que lo mismo te sucede con las versiones en celuloide de los tebeos. Siempre has pensado, y aún sostienes la misma opinión, que los personajes de ficción resultan más sugerentes en sus viñetas originales que en las pantallas de los cines o de los televisores, porque el lector de tebeos debe aportar su parte de imaginación a las propuestas del dibujante, mientras que en el cine todo es más explícito, y la imaginación del espectador es solapada por la de los realizadores. Así que, frente a las pelis de Claude Zidi o Alain Chabat, tú te quedas con los dibujos de Uderzo, e incluso en lugar de las imágenes de Steve Spielberg, tú prefieres las de Hergé, y eso por no hablar de la esperpéntica tropelía perpetrada por Antonio Hernández y compañía con la obra de Ambrós y Víctor Mora.
Así las cosas, doblegado por el desencanto de que las figuritas de goma no colmen tus anhelos del momento, no te queda sino comprar el periódico mondo y lirondo. Ya la señora enarbola un ejemplar dispuesta a entregártelo con una mano, a cambio de recibir con la otra el dinero correspondiente. Pero tú, ingenuo de ti, cometes el error de pagarle antes de tocarlo siquiera. Aquí tiene, y depositas en su mano unas cuantas avellanas para que se cobre. Lo siento, te dice ella, la máquina no las coge. ¿Qué no las coge? No, lo siento. Pero si siempre..., insistes sin resultado, pero ella, sin soltar el periódico, porque mantiene la esperanza de que vas a pagarle, se dedica, no obstante, a atender a otros clientes. ¡Pues a tomar por culo, ahí te quedas con tu periódico!, te dices. Y te largas a la calle sin periódico y sin muñequitos.
El sol de otoño te recibe con una caricia, y el reconfortante olor a churros procedente del parque estimula tus cilios olfatorios hasta que el estómago comienza a segregar sus jugos para recibir aquel manjar mañanero y la boca se te hace agua. Atraído por la idea de desagraviarte con dos o tres cohombros, como antaño los denominaban, te encaminas al quiosco mientras vas dando cuenta de las avellanas que todavía te danzan en el bolsillo al ritmo de tu paso.