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martes, 22 de abril de 2014

¡GLORIA A GABO!

Pero, Gabo, ¿tú también te largas de este mundo que hace aguas por la ética y la estética, para dejarnos un enorme agujero de orfandad, como en el último año lo han hecho Georges, Pete, Paco...? ¿O te has ido sólo en parte, sólo en eso tan mortal que llamamos ‘cuerpo’? Prefiero aferrarme a Jorge Manrique y pensar que únicamente te has ido así, en cuerpo; que tu espíritu, sin embargo, tu buena fama, continúa y continuará en cada uno de tus libros con nosotros y con quienes vengan detrás. Es verdad que muchas veces hay quien desaparece y es como si se le borrara de un plumazo, como si alguien hubiera dicho: ¡hala, ya no está, se acabó, ni rastros de que alguna vez pasara por aquí! Quizá suceda esto con toda esa caterva de mafiosos, corruptos, engreídos, vanidosos, arrogantes o frívolos que nos rodean. Pero los grandes, los humildemente grandes, los sencillamente imprescindibles, como tú, que os colasteis en cierta ocasión hasta los tuétanos de nuestra alma, no nos abandonaréis nunca.
Hoy, en tu memoria, querido Gabo, me quedo con dos de tus libros, esos en cuya compañía no me importaría pasar el resto de mi vida: Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera. Y también con una frase que, desde que la leí por primera vez, no ha dejado de iluminarme. La sueltas en tus conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza: «En realidad, el deber de un escritor, y el deber revolucionario, si se quiere, es el de escribir bien».
De Cien años de soledad me gustaría comentar su archiconocido arranque, su primera oración: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». En él siempre he creído ver todo un mundo, el de Gabo. Dos personajes, pero un protagonista: el coronel y su padre. La vida del coronel es dilatada, situada entre dos cotas temporales muy separadas entre sí: una en el futuro («muchos años después») y otra en el pasado («aquella tarde remota»). Y está marcada, desde niño, por la singularidad: ver el hielo, el hielo, algo tan conocido y usual para el resto de los mortales, se torna en la vida de Aureliano Buendía en un auténtico descubrimiento, que no olvidará nunca.
Desde luego, que el descubrimiento del hielo suponga todo un hito para alguien sugiere dos ideas: el tiempo en que sucede el acontecimiento es de una época tecnológicamente poco adelantada, o el espacio en que tiene lugar pertenece a una zona atrasada del planeta, o muy apartada.
Por otra parte, la frase nos proporciona un dato trascendental: el protagonista será militar y conseguirá el grado de «coronel», lo que supone una larga y meritoria vida; pero, al tiempo, acabará frente a un pelotón de fusilamiento, lo que nos lleva a pensar en luchas, guerras, victorias y derrotas, o sublevaciones o traiciones y ajusticiamientos; en cualquier caso, una vida muy agitada, probablemente llena de acción y aventuras, de heroicas vicisitudes, de arrojo.
En fin, que si todo esto, al menos, da de sí la primera frase de una novela de quinientos noventa folios, ¿qué no nos encontraremos a lo largo de sus páginas? Como acaso hubiera dicho Martín de Riquer, dichoso el lector que vaya a abordar su lectura por primera vez: será uno de los grandes hallazgos de su vida, inolvidable, como el descubrimiento del hielo para el coronel Aureliano Buendía.
De El amor en los tiempos del cólera, prefiero comentar el final, y, en esta ocasión, no lo siento por sus lectores futuros. Alguna vez le oí decir a su autor, o se lo leí, algo así como que una obra clásica es aquella de la que todo el mundo habla aunque no la haya leído. Y como considero que sus obras, y esta en concreto, ya son clásicas, me atrevo, pues, a comentar su final en la seguridad de que no voy a desvelar nada a quien se acerque con avidez a ella, porque seguro que ya lo conoce, como quien pretenda iniciarse en la lectura del Quijote sabe de sobra que termina con la muerte de Alonso Quijano. Así que vayamos, pues, al final de la novela; un final feliz, felicísimo, porque, tras largos años de desear unir sus vidas para siempre, sus dos protagonistas lo consiguen a bordo del Nueva Fidelidad, que navega eternamente río arriba y río abajo evitando los puertos con la bandera amarilla de la peste. Estas son las últimas líneas:
«El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
»—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.
»Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
»—Toda la vida —dijo».
Frente a la muerte que rodea al barco, pero que no ha subido a él, «los primeros destellos de una escarcha invernal» en las pestañas de Fermina, es decir, el decurso natural de las estaciones, como si nada, y el «amor impávido» de Florentino, también como si nada, provocan en el capitán, ser efímero y mortal al fin y al cabo, el vértigo de la eternitud: pero es la vida asentada en un amor tan «invencible» que hace saltar sus límites, ¡tanta vida!, y no la muerte, la que lo asusta, quizá porque una vida semejante no haya estado ni esté a su alcance. Sin embargo, capitán como es, debe contrarrestar su «miedo» con una pregunta desenfadada, cuya respuesta supone una brillante y lírica nota de humor wilderano.
El amor en los tiempos del cólera es, sin duda, una de las más bellas historias de amor jamás escrita, y Gabriel García Márquez, que confesó preferir este libro entre todos los suyos, el más genial de los narradores hispanoamericanos, cuya obra tenemos la satisfacción de conocer, y que pretendemos releer y releer en tanto continuemos navegando por el río de la vida, para preservarnos de la peste atufante que acecha en sus orillas.

¡Gloria a Gabo por los siglos de los siglos!