Páginas

miércoles, 25 de noviembre de 2015

UN CADÁVER AL ÓLEO

Un cadáver al óleo
Joaquín Copeiro
Descrito Ediciones
Novela, 207 páginas







Un cadáver al óleo, mi nueva novela, acaba de ser publicada por Descrito Ediciones, S.L. (www.decritoediciones.com). En ella he creado, mejor o peor, dos personajes a los que les he tomado bastante cariño: el joven detective Leo Ventura y la no menos joven Carla Guizot. Ambos, aunque por diferentes motivos, investigan el asesinato de Diana Richardson, pintora y madre de Carla, y persiguen a quienes pretenden llevar el cadáver y el último óleo de la fallecida hasta las costas de Normandía.
La acción transcurre en febrero de 1939, cuando Cataluña está a punto de caer en manos de las tropas franquistas. El bombardeo de Figueras apremia la evacuación del Tesoro Artístico que el Gobierno de la República trata a toda costa preservar, y la caravana de camiones que transporta las obras cruza la frontera francesa. En uno de los camiones sale el cadáver de Diana y su cuadro; Leo y Carla irán tras él sin descanso.
Hay otros personajes, unos más entrañables para mí y otros menos, aunque, a decir verdad, por todos siento un amor paternofilial: Vidal Oller, periodista del Heraldo de Madrid; el reportero gráfico del Times Sam Curtis, esposo de la difunta  Diana; el ingeniero jubilado Francis Richard, abuelo de Carla y padre de Diana, o el eficaz comisario Pierre Monet.
Como con Un cadáver al óleo me he propuesto escribir una novela no sólo de intriga, sino también de atmósfera, me he sentido obligado a conocer con cierto detalle las circunstancias de la evacuación del Tesoro Artístico, el ambiente bélico en que tal evacuación se produce, el final de la guerra. A ello me han ayudado obras imprescindibles como El desplome de la República, de Ángel Viñas y Fernando Hernández Sánchez, y Éxodo y exilio del arte. La odisea del Museo del Prado durante la guerra Civil, de Arturo Colorado Castellary; o como el documental Las cajas españolas, de Alberto Porlan. También me ha sido de gran ayuda la lectura  de la prensa de la época, tanto de la española como de la francesa.
Todas estas consultas, aparte de proporcionarme un auténtico gozo intelectual, me han permitido conocer al incansable y leal Timoteo Pérez Rubio, a la sazón Presidente de la Junta Central del Tesoro Artístico y verdadero artífice de la evacuación, y me han llevado a acercarme más a figuras como la de Juan Negrín, el indesmayable Presidente del Gobierno que, a toda costa, intenta conseguir una paz justa, o la de Aléxis Léger, Secretario General del Quai d’Orsay, auténtico diseñador de la política de No Intervención llevada a cabo por Inglaterra y Francia.
Al escribir Un cadáver al óleo me he empeñado en utilizar una sintaxis más dinámica que en otras novelas mías, más ajustada al asunto, así como diversos puntos de vista en ocasiones y en función de las circunstancias espacio-temporales de los personajes, parte de las cuales se ubican en torno a la Maison Guizot, pequeño homenaje personal a la Villa Saboya de Le Corbusier.

En fin, desde aquí quiero expresar mi esperanza y mi deseo de que quienes visiten mi blog se animen a leer Un cadáver al óleo, y disfruten con ello tanto al menos como yo al redactar sus páginas.

miércoles, 13 de mayo de 2015

LA LEYENDA DEL LIBRO DE LA LUZ

A punto de partirse las narices contra el escaparate, Fonso miró desconcertado sus manos parachoques apoyadas en el cristal, y enseguida pudo haber sonreído a su compañera Constan, que corrió solícita a tenderle las suyas. ¡Cariño, que te vas a matar! Pero no, no lo hizo, sino que volvió su vista atrás en busca de la causa que lo había proyectado hacia la luna, que es lo que suele hacerse en situaciones similares. ¿Que por qué cuando uno tropieza en la calle o resbala busca desatalentado qué demonios le ha hecho perder el equilibrio? ¿Acaso porque uno cree con ingenuidad prehistórica que así evitará cargar toda la responsabilidad sobre su propio despiste? ¿O para acordarse de los muertos del concejal de urbanismo, o del alcalde? ¿O quizá para emitir graves exabruptos contra el cascote, la cáscara o la litrona de turno? Nadie lo sabe; tampoco Fonso.
El caso es que Fonso miró atrás y localizó una cáscara de plátano espachurrada sobre los adoquines. ¡Puta cáscara! ¡Le iba a dar yo platanitos al cabrón que la haya tirado, sí, platanitos, pero por el culo, uno a uno, una banasta entera de plátanos por el culo! Todo esto lo pensó, pero no abrió la boca, no, que permaneció mudo, o mejor dicho, con el rostro transmudado por el susto. Quien sí dijo algo fue Constanza, o sea, Constan para él y para los amigos y parientes: que si era un milagro no haberse estampado contra la luna, pero que ella no creía en los milagros, aunque, eso sí, en las señales sí que creía.
—Y esto es una señal, Fonso, una señal, conque aquí hay gato encerrado.
Alfonso, o sea, Fonso para Constan y para los amigos y parientes, se levantó, repasó interiormente sus huesos, sus articulaciones, especialmente sus rodillas algo doloridas por el aterrizaje, mientras ella le sacudía las perneras y se detenía en las rodilleras rotas, que no pasa nada, que si hay que comprarte otros pantalones, pues se te compran, ¡y a otra cosa! Él flexionó las piernas varias veces, se acarició las rodillas, observó los raspones que las mancillaban; pero no vio herida, ni sangre. Ella lo consolaba cariñosa.
—Tranquilo, Fonso, mi vida, que el Guarri siempre está abierto; así que esta tarde vamos a por unos nuevos, ¡y a otra cosa!
Luego, Constan se erguía, elevaba al cielo su mirada, arrobada, transida, fuera de sí, dilataba rítmicamente las fosas nasales como para olfatear una y otra vez cada brizna de aire, escudriñaba con las manos como anteojeras el interior del escaparate oscurecido por una mañana aún incipiente, leía bisbiseando el nombre de la tienda, BigBooks, inscrito al fondo, se volvía a Fonso y añadía:
—Pero mañana lunes tenemos que volver aquí, que una señal es una señal. ¡Y esta lo es, vaya si lo es!
Él confiaba tanto en su Constan, en su intuición desmedida y habitualmente certera, que aceptó sin rechistar. Así que esa misma tarde hubo pantalón nuevo, y no uno, sino seis, adquiridos a muy buen precio en el Guarringlés, como llamaba su abuela al Centro de Oportunidades del Corte Inglés, sito en las afueras de la ciudad, y que era donde venían comprándose la ropa desde que se fueron a vivir juntos. «Mira, mira, ¿cuánto pone en la etiqueta, eh?», dijo Fonso, y ella: «Cien, pone que cien». Y él: «¿Y ahora?».
—Ahora, cinco. Pero, bueno, hombre, ya sabes que son de los años diez.
—¿Y qué? Es lo que se lleva. A mí me encanta la moda de los años diez.
—Hijo, Fonso, es que a ti te va todo lo antiguo.
—¿A mí? ¿Lo antiguo?
—¡Hombre, me vas a decir! Tienes la casa llena de elepés, que son no de los años diez, sino del siglo pasado.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta la música que pongo?
—¡Que sí, niño, que sí, que me gustan mucho tu música y tus elepés, pero que hoy no son necesarios, que en una tarjetita de una pulgada tienes toda la música completa de los Beatles y de los Rolling de tus abuelos!
—No, si necesario necesario no hay nada, pero ¡donde se pongan los elepés de Sgt. Peppers y de Exile on Main St...!
—¡Vale, vale! Estábamos con lo de los pantalones. ¿Que te gustan? ¡Pues, hale, te llevas media docena, y a otra cosa!
Y el lunes a media mañana, Alfonso y Constanza se encaminaron a BigBooks, estrenando él pantalones y observando ella cómo le sentaban por detrás, si le hacían un buen culito a pesar de sus cincuenta o no. Orgullosa del culo de su hombre, sonrió y enseguida lo cogió de la mano y tomó la iniciativa tirando de él para entrar en el local.
Un joven dependiente aquí y una joven dependienta acullá andaban absortos en las pantallas de sus ordenadores de última generación. Unos pocos clientes recorrían los estantes de e-readers animados por las etiquetas: Obra completa de Cervantes, Obra completa de Shakespeare, Diez traducciones de la Biblia y cinco Catecismos, Obra completa de Stephen  Hawking...
—El lector de mi padre tiene mil libros; eso dice él. O sea, que incluye todas las obras de Cervantes, las de Shakespeare y la de no sé cuántos más. Pero no vale para nada. Con eso de la obsolescencia, cascó hace años.
—¿Y no se puede recuperar nada?
—Nada. En cambio, mira este, sólo con una novela: El último legajo.
—¿De quién es?
—Ni idea, no lo pone. Pero es Premio Planeta. De la 88ª edición, pone aquí.
—¡Ah, bueno, si es un Planeta...!
Constan apretó la mano de Fonso con la suya antes de soltársela, cerró los ojos como para concentrarse, los abrió, miró al techo de la tienda con gesto místico, olfateó el aire y soltó:
—Vamos a ver.
Cogió a continuación el e-reader con el Planeta y añadió:
—La señal, me huele a señal.
—¿La señal? —dijo el otro.
Los dos se asomaron al hueco dejado por el e-reader para concentrar en él sus miradas y sus narices. Contra toda previsión, el hueco aparecía iluminado: un agujerito en el fondo de la estantería dejaba colarse la luz desde el otro pasillo. Pero lo más sorprendente para Fonso y Constan fue comprobar que el rayito de luz permitía descubrir que el hueco del e-reader no estaba vacío, sino que al fondo algo permanecía cobijado en la penumbra. Mientras Constan, estimulada por su poderosa intuición, introducía su delgada mano para intentar hacerse con aquella cosa, Fonso se alarmaba al observar por el rabillo del ojo que ya los dependientes comenzaban a prestarles atención, que el joven abandonaba su mesa y se dirigía hacia ellos, que la joven hacía otro tanto, que qué buscan, señores, que si podemos ayudarles, que no se puede...
—¡Hale hop! —dijo Constan—. ¡Un libro!
—¡Un libro? —exclamaron o preguntaron los otros tres, o sea, Fonso, la joven dependienta y el joven dependiente.
—Sí, señor, un libro, ¡un librito, vamos!, un auténtico librito de papel.
 Constan mostró el ejemplar, pequeño, con cubiertas granates que parecían de piel, lo abrió, lo hojeó, lo olió y enseguida lo fue acercando a las narices de los demás.
—¿Cómo se titula? ¿Quién es su autor?—dijo Fonso.
—Aquí no pone nada. Mira, mira, es como si hubieran arrancado las hojas. Y además —dijo Constan—, aquí algunas frases están tachadas.
—Es verdad. Y seguro que ahí venían el título y hasta el autor. Aunque a mí lo del autor me da igual, porque, quitando a Cervantes y a Shakespeare, no tengo ni idea.
—Pero, bueno, caballero, tampoco yo me sé los autores —dijo la joven dependienta.
—Lo que importan —terció el joven dependiente— son los títulos. Yo me sé muchos; pero Olga se los sabe todos.
—¡Bueno, todos todos...! ¿Pero y este, qué hacemos con este, Dani, si no lleva título?
—Da igual, mujer, si es del siglo pasado.
—Pues es bonito el ejemplar—dijo Fonso—. ¿Cuánto vale?
—¿Eso? Nada, hombre, se lo regalamos.
—Ah, pues muchas gracias.
—¡Toma, hijo! —dijo Constan—. ¡A ver si ahora te va a dar por coleccionar antiguallas de estas! Por cierto, ya que estamos aquí, ¿no tendrán ustedes El misterio de las cicatrices?
—Sí señora, y la saga completa. ¿A ver...? Aquí está. En este e-reader, ¿a ver?, sí, en efecto, las diez partes, más de veinte mil páginas, ahí es nada, para un año. ¿Ha visto las películas?
—Sólo las tres primeras.
—Pues no se pierda las dos últimas, que son espectaculares.
—¿Has oído? ¡A ver si nos acercamos un sábado a Madrid!



Ha pasado un lustro. Fonso y Constan ya no trabajan donde solían. Dejaron de hacerlo a los tres años de leer El libro de la luz, como se empeñaron en titular el ejemplar hallado en BigBooks. En esos tres años, Constan interrumpió la lectura de El misterio de las cicatrices para seguir la recomendación que le hizo su compañero de leer la novelita hallada en BigBooks, y nunca la reanudó. Desde entonces, ambos acordaron emplear sus ahorros y su tiempo en buscar compulsivamente libros de papel por todos los rincones del país, libros de narradores, de poetas, de ensayistas, de dramaturgos. Se hicieron así con varios cientos de ejemplares que fueron leyendo a medida que los adquirían. Los leían, los comentaban entre ellos, e intentaban retener los nombres de los autores, conocerlos: ¡claro que Miguel de Cervantes!, ¡claro que William Shakespeare!, ¡claro que Gabriel García Márquez!; pero también Thomas Mann, Ana María Matute, William Faulkner, Homero, Iona Heath, José Saramago, André Comte-Sponville, Federico García Lorca, Máximo Gorki, Virginia Woolf, Carmen Martín Gaite, Walt Whitman, Marguerite Duras, Gustavo Adolfo Bécquer, Daniel Defoe, Mercè Rodoreda, Pablo Neruda, Rosa Chacel, Albert Camus, Antoine de Saint-Exupéry, Ramón María del Valle-Inclán, James Joyce, Julio Cortázar... y muchos nombres más, ¡un verdadero mar de nombres!
Después de tantas lecturas, Constan y Fonso, o Fonso y Constan, se sintieron existencialmente inspirados y, seguros de sí mismo y de la misión que para sus vidas habían descubierto gracias a una cáscara de plátano, alquilaron un local y fundaron Los Libros de Papel, un lugar destinado al intercambio precisamente de libros de papel, usted trae un libro y se lleva otro por un coste mínimo, necesario y suficiente para el mantenimiento del local y de los sueldos.
—Traemos este de la hermana de mi abuela —dijeron aquella mañana Olga y Dani, los jóvenes empleados de BigBooks.
—Mira, Constan —gritó Fonso enarbolando un ejemplar de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, para que su compañera lo viera desde el fondo de la librería—. ¿Y qué libro queréis?
Dani y Olga se miraron a los ojos, se cogieron de las manos, izquierda con derecha y derecha con izquierda, se volvieron de nuevo hacia Fonso y ella dijo:
—Aquel que encontraron ustedes hace años.
—¡Ah, ya! ¡Constan, acércame El libro de la luz! Nos gusta llamarlo así, aunque, si lo leéis, descubriréis su título verdadero y su genial autor.
—Pues sí, nos lo llevamos —dijo Dani—, que estamos deseando leerlo.
Cuando Constan entregó el libro a Fonso, este lo tomó litúrgicamente entre sus manos, abrió ceremonioso su cubierta roja, se detuvo en el anverso de la primera hoja, «permitidme», dijo, y leyó con voz clara:

«Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de (tachón). Relájate. Concéntrate. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo enseguida, a los demás: “¡No, no quiero ver la televisión!”. Alza la voz, si no te oyen: “¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!”. Quizá no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: “¡Estoy empezando a leer la nueva novela de (tachadura)!”. O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz».

jueves, 12 de febrero de 2015

COMENTARIO LITERARIO DE «DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE AMOR», DE RAYMOND CARVER, por Joaquín Copeiro

La película Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia), dirigida por Alejandro González Iñárritu en 2014 y protagonizada por Michael Keaton, recupera uno de los relatos más conocidos del escritor estadounidense Raymond Carver (1938-1988). Se trata de «De qué hablamos cuando hablamos de amor».
El cuento forma parte del libro del mismo título publicado en 1981. Y vio la luz, como el resto de los cuentos del libro, después de sufrir los cortes y alteraciones impuestos por Gordon Lish, el editor de Carver.
Más de un cuarto de siglo después, aquellos cuentos se publicaron en la versión original escrita por Carver, bajo el título colectivo de Principiantes.
Así, hoy tenemos ocasión de comparar las dos versiones: la primigenia del escritor y la reformada por el editor. Y aparte del cambio de título y de los nombres de algunos personajes empleados por Carver originalmente, observamos que casi la mitad del texto fue suprimida en la nueva versión: expresiones redundantes; explicaciones innecesarias y matices prescindibles, por hallarse implícitos; elementos que distraen de la trama, como el asunto del restaurante La Biblioteca; la historia de los ancianos atropellados; la confesión de Terri cuando Mel está ausente; el final del relato.
Personalmente, sin embargo, y aunque pueda parecer un atrevimiento por mi parte, prefiero la versión reformada, la recortada. Es cierto que la original, la larga, contiene pasajes más emotivos, como la historia de los ancianos; pero la impuesta por Gordon Lish es, en mi opinión, más sugerente desde un punto de vista literario, exige mayor atención y perspicacia al lector, y contiene algún hallazgo enormemente atractivo, como el de la causa por la que el anciano atropellado se halla deprimido en el hospital.
Por tanto, en adelante abordaremos el análisis de la versión de 1981, publicada en España por Anagrama en 1989, con traducción de Jesús Zulaika.


martes, 13 de enero de 2015

COMENTARIO LITERARIO DE «CONTINUIDAD DE LOS PARQUES», DE JULIO CORTÁZAR, por Joaquín Copeiro

La Editorial Sudamericana argentina publicó «Continuidad de los parques» por primera vez en 1964, dentro de la colección de cuentos Final del juego. En España, de la mano de Alianza Editorial, aparece en 1976, en el segundo tomo de Los relatos, titulado Juegos. Y desde entonces, no hay manual de literatura en lengua castellana que se precie en que no aparezca íntegramente reproducido. Y ello, por dos características que en él confluyen y que lo hacen claramente recomendable para los estudiantes: su brevedad («el cuento más breve que he escrito», afirmaba su autor antes sus alumnos en la universidad de Berkeley, California, allá por el otoño de 1980: ver en Clases de literatura, Alfaguara, Madrid, 2013) y su estructura de juego literario genuinamente cortazariano.
En el recién citado Clases de literatura, cuya imprescindible lectura supone un gozoso privilegio para quienes admiramos al creador de los cronopios, el mismo Cortázar nos desvela el origen de «Continuidad de los parques». «La idea de este cuento», explica a sus oyentes, «me vino un día…».

Para descargar el comentario completo, ver: 
http://descritoediciones.com/comentarios-literarios-continuidad-de-los-parques-julio-cortazar