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lunes, 16 de abril de 2012

DEMASIADO FRÍO

Hacía frío, demasiado frío, y todo presagiaba que la nieve terminaría cayendo, una nieve que debería limpiar los campos y las trincheras, cubrir los tanques y los cazas, congelar las heridas y sepultar a los muertos.
Se ajustó el correaje, agarró el fusil y entró en la formación. Mientras el cabo voceaba las órdenes pertinentes para conducir el pelotón hacia el polvorín, sintió que, en cierta medida, le atraía aquella guardia, aislado del campamento, tabaco y alcohol a discreción, sin temor a los oficiales, sin banderas ni oraciones, ni rancho, ni lúgubre cantina de luz amarillenta, ejército de Pancho Villa, mi cabo y nada más, nada de a la orden de usted, mi capitán, a la orden de usted, mi coronel, a la orden de usted, mi comandante, a la orden..., mi cabo y nada más, y unos bocadillos compartidos, navajas y el aporte voluntario de galletas o almendras, bombones o anacardos, coñac o güisqui.
Hacía frío, sí, demasiado, y, sin embargo, su rostro agradecía complacido la helada caricia del aire, que despertaba su discernimiento, su lucidez para afrontar la azarosa e imprevisible duración de la vida, una bala, una mina, un cañonazo, un infarto.
Cuando el toque de diana lo lanzó del catre como a un destino incierto y definitivo, tomó la decisión de aceptar por un día la soledad al aire libre y entregarse al recuerdo de cuantos quedaron atrás, la de romper el silencio con silencio y leer el lenguaje de las nubes, el que hablaba de seres imaginarios y pasiones infinitas, el del humo furtivo que desde la chimenea se eleva en busca de su evanescente destino, y a hacer puñetas la guerra.
Hacía frío, sí, y los nueve pares de botas percutían con rítmica tristeza sobre la superficie escarchada, me quiere, no me quiere, me largo, no me largo, disparo, no disparo, matar, sucumbir, vivir, morir.
En la distancia, las casonas blancas del polvorín se recortaban iluminadas por el gris de la tormenta. Desde su posición, las viejas construcciones se le antojaban seres demacrados, de caras yertas, imágenes especulares de los nueve soldados que marchaban a ocuparlas, dispuestos quizá a buscar entre ellas una razón para seguir viviendo otras veinticuatro horas, o tal vez un lugar donde dar con los huesos hasta el final de los tiempos y de las resurrecciones improbables.
Hacía frío, mucho frío, y las nueve bufandas caquis cobijaron los rostros de los hombres, atrincherados ahora tras el trapo, embozados por la fiebre de la incertidumbre, de las madres olvidadas durante tanto tiempo, del billete de ida y sin vuelta hacia la muerte.
Llegaron al cuerpo de guardia, distribuyeron los puestos, partió el primer relevo y los demás, tras la despedida del pelotón recién sustituido, se acomodaron como pudieron esperando pacientemente su turno. El fuego comenzó a chisporrotear avivado por la experta mano de un veterano, pues no se está tan mal, como que yo me quedaba aquí para siempre, ¿y cuánto es siempre?, ¡qué sabemos!, ¡una calada, un día, un mes, un año, una vida, el sueño de una muerte!, y el humo de los cigarrillos fue ocupando poco a poco la pequeña habitación.
Hacía frío, sí, un frío horrible; tanto frío, que, durante las dos primeras horas de puesto, se sintió incapaz de dar un solo paso mientras descifraba los mensajes de un cielo color plomo, como de calvario, agrietado por las fallas de los grises, abandonado por las aves y los aviones, estremecido por la tormenta que se avecinaba, presagio de la muerte.
Cuando, tras su relevo, regresó al lado del fuego y del tabaco, tuvo la seguridad de que su aterida cara había cobrado la textura de la cera o de un maniquí desnudo, y de que únicamente el leve movimiento de sus pestañas y el vacilar espeso de su aliento indicaban que aún su sangre circulaba. Sus compañeros dormitaban junto al fuego y él se tumbó sobre el jergón que quedaba libre. De la botella de coñac que había en el suelo, bebió un trago al gollete, que lo reconfortó; luego removió el fuego y se cubrió con la manta. Enseguida cerró los ojos y se sumergió en una niebla que ellos atravesaban silenciosos, pero cargados de fragancias. Un viento cálido comenzó a deshacer la bruma y, bajo el son de un violonchelo, extendieron hacia él sus manos. Abrió las suyas. Tocó sus dedos. Ya no hacía frío. La luz era la aurora, sus blancos y violetas, el arrebol. Se lamentaba el violonchelo. Henchidos de ansiedad, buscaban impotentes el abrazo. De nuevo la niebla, y el viento helado cortando las miradas. Así una y otra vez, como una noria, como un tornillo sin fin, como el infinito. Y el llanto sobrevino inevitable y libre como un dolor. La niebla se espesó y ya no se distinguían los dedos en sus dedos, ni sus siluetas. Miró al suboficial con los ojos humedecidos, te toca de nuevo. Atizó el fuego y salió.
Hacía frío, demasiado frío.
Arrecido, ocupó su puesto. Y no dejó de danzar sobre sus propios pies, hasta que, tras las últimas lomas, algunos fogonazos quebraron el paisaje, que se iba blanqueando, uno, dos, tres..., veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta, por trescientos treinta y tantos, nueve mil y pico, a menos de diez kilómetros, pero, bueno, y si vienen, ¿qué vamos a hacer los nueve?, echemos un cigarro, que aquí no te ve nadie. Fumó tres pitillos seguidos, encendido cada uno con la lumbre del anterior, en la creencia de que así calentaría sus manos y su alma, ahí llega este, tranquilo, andan muy lejos.
Hacía frío, y la nieve arreciaba.
El campo brillaba de tan blanco, pero ya no era posible divisar más allá de los cien o doscientos metros. Caía la noche con la nieve. Muy cerca de la casona, se volvió para observar cómo los copos cubrían enseguida sus huellas. Del cobertizo vecino cogió un haz de leña y cargó con él. Los compañeros estaban despiertos. Él, sonriente, soltó a un lado la leña y repartió tabaco, al tiempo que tomaba la botella que le ofrecían. Bebió y se sentó junto al fuego, Humphrey Bogart él en el filo de la navaja, o acaso John Wayne, o puede que William Holden o Robert Mitchum. Fumaron, ¿buena guardia?, buena, ¿y esos cañonazos?, ¡bah, muy lejos! y, además, con la nevada y la oscuridad, no creo que... Alguien hizo funcionar un transistor y todos aguzaron el oído, Jingle Bells, Jingle Bells, Diana Krall, su voz hermosa, la suavidad con que escalaba, ¡curioso el neologismo!, en el teclado sus armónicas variaciones sobre el tema, su cabellera rubia, el dvd de su Live in Paris, la simpatía con el público, su bello y sentido homenaje a Nat King Cole.
Hacía frío; pero el fogonazo de un más allá se coló, de improviso, por los cristales de la ventana, uno, dos, tres, cuatro, cinco...: una imponente deflagración indicaba que el polvorín había saltado por los... Cristales, gritos de espanto, dolor agudo en los oídos, silencio absoluto, astillas del marco, cascotes, cadenas con medallas, dolor agudo en las piernas, rostros desencajados, dolor agudo en el vientre, llaves, fusiles, pies descuajados con las botas puestas, dolor agudo en los hombros, trozos de sillas, pulseras, vigas dobladas, dolor agudo en las manos, sangre en los dedos, sangre en la boca, dolor agudo en el cuello, navajas a medio abrir, o a medio cerrar, jirones de tela caqui, fotos de chicas, dolor agudo en los testículos, correajes rotos, ojos reventados, dolor agudo en el pecho, relojes de pulsera, cascos abollados, brazos arrancados, dolor agudo en la frente, fotos de señoras mayores, madres sin duda, borbotones de sangre, dolor agudo en los ojos, oscuridad total, calor, escasez de aire, golpes, pinchazos, cortes, dolor agudo en la nuca, quebradura de la nuca, están muy lejos, con la nieve y la oscuridad...

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