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martes, 3 de abril de 2012

TRIESTE ORGASMO EN TOLEDO

Observas el volante médico de la puerta del frigorífico como quien mira el fondo del pozo de una noria: sombrío sobre el limpio blanco de la chapa, provoca un vértigo tal, que las tripas se te retuercen hasta que un nudo de ácidos y gases te hace envidiar la ligereza del helio para sobrevolar tu ciudad, tu país y el mundo entero. Lejos estabas horas antes de sensación tan infame, mientras disfrutabas en el Teatro de Rojas con La Posadera de Goldoni. Aunque ahora no sepas discernir si lo que verdaderamente provocó tu goce fueron los envites con que diversos pretendientes se esforzaron por conquistar a la joven posadera, los recursos de que ella hizo gala para seducir al caballero de Ripafratta o los arrumacos que os regalasteis al abrigo del palco vacío la bella triestina y tú.
Conociste a Laureta el viernes en El Pícaro. Allí te contó que había venido a Toledo para ampliar sus estudios de posgrado en la Escuela de Traductores. Allí entreverasteis vuestras palabras de baladas con sabor a saxo. Allí sorbisteis por primera vez vuestros besos de ginebra. El sábado comisteis juntos en La Abadía y, mientras ella te hablaba de Trieste, del románico de San Silvestre y del barroco de Santa María Maggiore, de Ítalo Svevo y de la amistad del famoso escritor triestino con James Joyce, os acariciasteis con los pies por debajo de la mesa. Pero la cosa no pasó de ahí, porque Laureta tenía que salir escapada hacia Barajas para esperar a su hermano, que venía de Venecia. Y tú te quedaste con la miel en los labios, aunque es de suponer que ella también. El caso es que cuando hoy domingo te la has encontrado a la puerta del teatro, con la Odisea en edición bilingüe debajo del brazo, el recuerdo del tacto de su pie y del sabor de sus labios ha soliviantado tus entrañas. Por eso te has encomendado a todos los dioses del Olimpo y te has adelantado a comprar las entradas, y le has pedido a la taquillera un palco completo, uno central, del piso de arriba, que ya entonces has anhelado emular a Ícaro y levitar como el helio, junto a la chica, por encima del patio de butacas.
Pero esta misma noche, delante del frigorífico, el volante augural de la analítica te inocula de nuevo el afán de huir, de salir de Toledo hacia otras tierras o hacia otros mares o hacia otros cielos. No hay nada que te descomponga más el alma que acudir al hospital: el blanco distante de las batas; las puertas cerradas, infranqueables y disuasorias como la toga de un juez; las salas de espera con sus antipáticos sillones de escay negro; los rostros, lacerados a veces y a veces inexpresivos, de los indefensos pacientes, y sobre todo, las voces avinagradas de algunas enfermeras chapurreando sus nombres malditos.
Bueno, sí hay más cosas que se te atraviesan como una cita médica, y la inspección de la ITV es una de ellas. Como que hace un lustro estrenaste coche precisamente porque querías darte un alivio en eso de tener que pasar cada año la ITV, y ya se ha comido otros cinco años la cochina, cinco años más viejo el coche, pero eso importa menos, y cinco años mayor tú, y eso es lo que en realidad te sacude de arriba abajo. ¡Porque la ITV lo hace a uno viejo, como al propio vehículo, y los años con ella, o gracias a ella, son efímeros como un orgasmo! ¡Pues mira tú por donde, ahí está la comunicación de la empresa que gestiona la ITV, justo debajo del volante del médico, sujeta al frigorífico con los mismos imanes que aquél! O sea, que mañana, y en ayunas, primero al hospital y luego a la ITV. ¡Menudo lunes! Como para desear de nuevo volar igual que el helio, con Laureta a tu lado, con Laureta atravesando los cielos de La Mancha, en un día luminoso, hasta ver la piel de toro desde allá arriba.
Por cierto, que eso de la piel de toro apunta a que la cabeza territorial de la nación no es otra que el mismísimo País Vasco. ¡Caprichosas paradojas de la vida! Como esa otra de que debamos al eusquera el que solo tengamos cinco vocales en castellano, y el término izquierda. ¡Ahí es nada que la izquierda, la de la mano tonta, la del mismo lado del pie con el que te has levantado en mala hora, la de los condenados por el Padre, la de los rojos como tú en fin, haya sido bautizada en eusquera! Pues ¿y la palabra mus, y la de órdago? ¿Te imaginas un país sin mus, y sin poder lanzar de vez en cuando un órdago a la grande, y todo porque los vascos no nos hubieran ayudado a dar con los nombres del juego?: ¡tan miserable como un país sin bares! ¡Para largarte de él, vamos, helio tú, pero jugando con los pies desnudos de Laureta!
¡Dios, Dios, y tú con esos pelos! Tendrías que acudir a la peluquería, porque cuando tienes el pelo demasiado largo las ondas que se te forman te molestan, y el viento, si es que hay viento, te desordena el cabello y las ideas, y, lo que es peor, por eso mismo te vuelves más inseguro, inseguro para el ir al médico e inseguro para pasar la ITV y, sobre todo, inseguro para renovar tus carnés a punto de caducar. ¡Maldición, que por las veleidades del tiempo las fechas de caducidad de tu D.N.I. y de tu carné de conducir coinciden, y por otro capricho de ese azar que jamás te ha deparado ni siquiera una maldita pedrea en la lotería de Navidad, ambas se cumplen esta semana, y eso significa diez años menos de vida o diez años más de muerte, o diez años de reconcomio, o diez años de pudrirse como el membrillo que pintaba Antonio López en la película de Víctor Erice!
—¡Oh, Laureta, acude en mi ayuda, por favor, y bésame, que luego nos subiremos a una nube de helio para que el viento nos lleve a tu Trieste querido mientras hacemos el amor sobre las aguas benditas del Mediterráneo!
Así que de madrugada, cuando, entre el trajín de los análisis y de la ITV y el de los carnés que te caducan, descubres la barquilla, que es cuna o sepultura, de un globo aerostático cargado de helio, no te lo piensas dos veces y, lanzándote de cabeza a su interior, aterrizas sobre los túrgidos pechos de Laureta. Finalmente consigues elevarte sobre la torre de la catedral y el Alcázar y, tras tirar por la borda el volante del médico y tus carnés casi caducados, enfilas el curso del Tajo hacia sus orígenes. Pero su cabecera no es ahora la sierra de Albarracín, sino el Peñón de Ifach, porque en sus playas te iniciaste en el sexo, y el globo vira hacia el sur, buscando las costas africanas. Entonces te yergues sobre los pechos de Laureta. Y ella, lejos de incomodarse, también se incorpora e introduce su cabeza entre tus piernas. Y así, sujetándote por los muslos y apretando sus hombros contra tus nalgas, te iza como a un torero al tiempo que te susurra:
—¡Hazme el amor en el Hotel Duchi d’Aosta, hazme al amor en el arco de Riccardo, hazme el amor en el Castillo de Miramare! ¡Hazme el amor, hazme el amor, hazme el amor!
La cabeza de la chica arde entre tus muslos y una fiebre de deseo te gatea vientre arriba hasta la lengua que es su lengua, cuando divisas la costa argelina, amarilla como en un atlas escolar. Implorante, te abres de brazos mientras Laureta besa tu vientre; clavas la mirada en el globo lleno de helio y descubres que, allí mismo, colgado del anillo, el ejemplar de la Odisea que ella llevaba bajo el brazo en la puerta del Teatro de Rojas te ofrece la protección de los dioses. El libro de Homero se te ofrenda, primero moviendo su cubierta muy lentamente, casi de manera imperceptible; pero luego, como si de pronto un ventilador de inusual potencia anduviera arremetiendo contra él, sus hojas tremolan como banderas de guerra y van abandonando el lomo, desgajándosele, para caer a un mar de aguas encrespadas que te sobrecoge. Laureta continúa besuqueándote el vientre con verdadera fruición y tú sientes en la boca la lengua de la chica, que sabe a mar. Imploras de nuevo la protección de los dioses.
Entre la sal de tus labios y la dicha de tu vientre enternecido, miras de nuevo hacia el globo de helio y penetras en él. La transparencia neblinosa de su interior te sosiega el ánimo, mientras la chica te lame el ombligo con sus besos. De la niebla emerge un ser alado, ágil y bien parecido, que enarbola amenazador un cetro real hasta obligar a un puñado de enloquecidos jóvenes, con alas también, a introducirse en un cuero de buey, que  el primero cierra en seguida con una cadena. Sólo deja fuera a uno de los jóvenes, sonriente y bello como un amor. Y le ordena salir del globo para que lo empuje con su aliento en la dirección correcta.
Loreta insiste con tu vientre y sus besos descienden hasta el origen de vida. El globo aerostático surca el cielo con suavidad y a más de veinte nudos, porque aquel joven apolíneo continúa inflando y desinflando sus carrillos como Dizzy Gillespie para que la navegación prosiga. Tú pareces un mascarón de proa, el viento despliega tus cabellos y recuerdas que una vez te enamoraste de la Victoria de Samotracia, que ahora tiene el rostro de Laureta. El globo parece un cometa dispuesto a preñar la bota de Italia con una carga de esperma sideral. Una estela blanca y refulgente deja adivinar su rumbo. Venecia es la ciudad que sobrevuela antes de embocar, por fin, el golfo de Trieste. Y cuando Loreta acopla la inigualable ternura de sus labios al centro de gravedad de tus pasiones, divisas la colina de San Giusto y a sus pies la célebre capital de Friul-Venecia Julia.
Una erupción feliz entre las piernas te obliga a abrir los ojos a la oscuridad. Pero la humedad pegajosa que acaba de empaparte el vientre, los muslos, las sábanas y el colchón te empuja a correr bajo la ducha.

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