Como cada día, también la mañana en que te rompiste la crisma, las señales horarias de Radio Nacional te invitaron a abrir los ojos, a desperezarte, a soportar el aguijón de la orina retenida durante la noche, a quitarte el esquijama, a vestirte con tu camisa celeste, tu traje color hueso y tu corbata roja, a recogerlo todo para ensanchar el espacio, a abrir la guantera, a sacar el frasco de colonia y el peine, y a ajustar el espejo retrovisor. Pero más allá de tu rostro en el cristal...: la ventanilla trasera, la cochambrosa furgoneta roja, su ventanilla delantera; extrañamente, la silueta de aquel desgreñado y maloliente Idriss, el subsahariano que la habitaba y que nunca solía estar ahí a tales horas porque para entonces ya había salido a ganarse la vida. Y tú, entre tanto, embadurnándote la jeta de colonia, atusándote el cabello con el afán de un ejecutivo, antes de acudir, como cada mañana, a la cafetería del centro comercial.
Aprobaste tu imagen en el espejo, activaste el dispositivo de recolocación de los asientos, repasaste una vez más el estado de las alarmas, abriste la puerta, diste con la mano los buenos días a Idriss y cerraste dispuesto a abandonar por tres cuartos de hora tu lujoso habitáculo automóvil de color gris.
El día en que te partiste las piernas era martes, el martes siguiente a un lunes negro en las carreteras, colofón de un puente como la sima más profunda y oscura del Pacífico, con varias decenas de muertos y heridos que dispararon las previsiones y marcaron un hito en la historia automovilística del país. Las imágenes de la enorme pantalla líquida, extraplana, de alta resolución, que presidía el muro norte del local, y las muestras de dolor de los allegados a las víctimas, las propuestas de los expertos, las promesas de las autoridades, rebotaban contra las tazas de porcelana blanca, contra los platos y las cucharillas de alpaca, sobre el mostrador y en los estantes repletos de botellas. Tu mirada saltaba del televisor al café humeante que tanto te reconfortaba a esas horas. Pensabas, sin duda, como hacías tras los trágicos balances de las diferentes operaciones retorno, que tú no engrosarías jamás la lista de muertos. ¿Que por qué? Pues porque disponías del monovolumen más seguro del mercado, rodeado de airbags por todas partes menos por una llamada posaderas, o sea, airbags frontales, laterales y de cortina, y con pedales retráctiles para que en caso de colisión no acaben quebrándote las espinillas o aplastándote los huevos, luz de freno adaptativa con el fin de que no te den por el culo, sistema de monitorización de la presión de los neumáticos para evitar que un reventón te desmadre la conducción y te vayas a hacer puñetas en una curva, dirección asistida electrohidráulica para que en las frenadas de emergencia las ruedas se agarren al firme como al cuerpo de un amante, control de frenada en curva para que no te salgas por la tangente, asistencia en las salidas en cuesta por que no te sientes sobre el morro del de atrás, faros adaptativos que en cada momento te definan con tiempo el paralís de la liebre en medio de la carretera, reposacabezas delanteros activos a fin de que no se te rompa el pescuezo si te arrean por donde más humilla, activación automática de los intermitentes de emergencia para que todo dios te guipe cuando te agarre la desgracia, que no te agarrará nunca, de eso estás totalmente convencido.
Y aquel martes de tu negra suerte, mientras desayunabas apalancado en el mostrador y esperabas los primeros retortijones para acudir al servicio de caballeros, pensaste en Idriss, y en que bien podías tener de una vez algún detalle con él, que a fin de cuentas erais vecinos: él dormía en su furgoneta, tú en tu monovolumen; pero ambos aparcabais en el mismo parque: él, porque su cacharro ya sólo consistía en una vieja carrocería y en cuatro ruedas pinchadas; tú, porque desde que descubriste que en el hueco entre su furgoneta y los contenedores de la basura jamás aparcaba nadie, decidiste apropiártelo para tu monovolumen, y siempre os dabais las buenas noches antes de sumiros en las profundidades de vuestros respectivos aposentos, y jamás los buenos días, porque él madrugaba más que tú. Por eso, ese día en que habría de quebrarse tu columna de por vida, adoptaste la decisión de invitarlo a dar un paseo en tu monovolumen de última generación. Y mientras tus miserias se escapaban por la taza del váter, te compadeciste del negro y pensaste que no debería irse de este mundo sin saborear, aunque fuera en una porción ínfima, el bocado más genuinamente representativo de la sociedad capitalista que lo había atraído como un imán. ¡Que experimentara el placer de volar a doscientos cincuenta por hora en un monovolumen como el tuyo, aquel monovolumen que tanto esfuerzo te había exigido y por el que estarías dispuesto a sacrificar la vida, si llegara el caso, como hiciste con el trabajo! Bueno, en realidad tú no sacrificaste el trabajo, porque nadie te dio la opción de abandonarlo o no según tu voluntad o conveniencia; de la empresa te echaron, te expulsaron sin remisión, cuando se enteraron de que malvendiste tu vivienda para comprarte el monovolumen. La empresa no podía confiar, ya te lo dijo el jefe, en alguien capaz de entregar, de esa guisa, su alma al diablo. Pero tú no sólo no te arrepentiste, sino que decidiste mandarlo todo a hacer gárgaras y largarte a vivir, a partir de ese momento, en, por y para tu monovolumen. Desde entonces, el monovolumen fue tu morada y tu descanso, ¡oh beatus ille!, tus piernas y tu mente, tu trabajo y tu devoción, tu familia y tus amigos, tu ciudad y tu país; la única realidad, en suma, digna de merecer la atención de tus cinco sentidos.
Pensando en todo esto y en tu jefe, te limpiaste con una toallita higiénica, de las que venden para las hemorroides en las farmacias; te atacaste el pantalón, te embutiste en la chaqueta y, frente al espejo, te acomodaste el nudo de la corbata. Finalmente, te lavaste las manos y la cara. ¡Nuevo, estabas nuevo, limpio y aprestado a ponerte el mundo por montera al volante de tu vehículo!
Antes de salir de la cafetería, pediste un café con leche para llevar, en taza grande, y dos valencianas; pagaste y te echaste a la calle. El cielo plomizo tomaba tierra en un calabobos que acabaría ensuciando las carrocerías de los vehículos; excepto la del tuyo, claro está, porque, gracias al producto hidrófobo con que lo habías abrillantado la tarde anterior, no retendría agua ni polvo sobre el gris inmaculado de su carrocería, o eso al menos aseguraba el prospecto. Caminando hacia tu coche, aunque ni por un momento presentiste que aquella lluvia menuda pudiera facilitar el accidente que te sumiría en un coma de veinticuatro días, sí creíste, sin embargo, que esa agua sería un buen aliciente para poner a prueba los recursos de tu monovolumen en la autovía; otro estímulo lo constituía el hecho de que hubiera terminado la operación retorno y la autovía anduviera casi vacía. Decididamente, invitarías a Idriss a montar en tu cacharro y a presenciar una demostración de potencia, de velocidad, de seguridad y de pericia por tu parte.
El subsahariano no se resistió a tu invitación; se alborozó incluso, y más, después de engullir el desayuno que le llevaste. Luego, los dos os acoplasteis en tu monovolumen. Tú lo pusiste en marcha y sintonizaste Radio Clásica, que retransmitía en diferido un festival de pasodobles. Poco después ganabais la autovía y comprobasteis enseguida que, en efecto, la densidad del tráfico era casi nula. Así que, feliz y seguro a pesar de la llovizna, pisaste a fondo el acelerador y la máquina comenzó su marcha hacia el infierno. Idriss disfrutaba y confesaba que sólo por el placer que estaba experimentando le había valido la pena arriesgar la vida en la patera; pero tú no te percataste de si tu monovolumen no sería también una suerte de lujosa patera que te alejaba poco a poco de tus raíces y te transportaba en un viaje a ninguna parte.
Durante los primeros kilómetros de autovía, los doscientos caballos de potencia de su motor hicieron volar tu máquina con una suavidad maravillosa, y todas sus estructuras cumplieron obedientes las órdenes que a través de los pedales y del volante impartiste con la alegría y el ritmo del pasodoble, ora para acelerar, ora para reducir, ora para frenar, porque gracias a sus sistemas ESP Plus, TC Plus, CBC, con ABS, BA y frenos de disco en las cuatro ruedas, te sentías tan seguro como nunca. Idriss no se atrevía a mover ni uno solo de sus músculos, petrificado por tamaña experiencia, con el estómago encogido y la respiración retenida; pero, al tiempo, tú lo percibías feliz a tu lado mientras le descodificabas ese entramado de siglas en que se concretaba la seguridad de tu vehículo, seguramente porque por primera vez en su vida estaba viviendo algo situado muchísimo más allá de cuanto creía atisbar mirando en la televisión lo que se colaba de tu mundo en su país de origen.
Pero el festival de pasodobles finalizó a pocos metros de la curva y un locutor con voz metálica anunció la retransmisión, también en diferido, de un concierto de Cecilia Bártoli. Pensaste que, sin duda, se trataba de alguna tonadillera de la última hornada. Afinaste, pues, el oído, como buen aficionado a la canción española que eras, y reclamaste la atención de tu acompañante, hasta el punto de que sus músculos cambiaron de posición como si se tratara de un hombre estatua al que acabaran de echarle una moneda en el gorro. Mas el vibrato de la Bártoli, que, aunque espectacular, tú no supiste apreciar en su justa medida, te frustró las expectativas y ya no fuiste capaz de evitar el volantazo al pretender sintonizar, contrariado, otra emisora: tu bólido, saltándose todos sus sofisticados sistemas de seguridad, patinó sobre la película de polvo y agua del asfalto, envistió el quitamiedos y dio varias volteretas en su caída por los treinta metros de la ladera vecina.
El grito de terror de Idriss es lo último que hoy recuerdas frente al espejo que recoge tu vaho como un retrovisor y que es prueba irrefutable de que, por fortuna, continúas vivo; un espejo que vislumbras al otro lado de tus pestañas; un espejo que sostiene el propio subsahariano, único ser vivo que te acompaña en la habitación del hospital, con algunos cortes en la cara y un brazo en cabestrillo; un espejo en el que distingues tu rostro deformado por las costuras, tu cabeza vendada y un tubo en la garganta para respirar; un espejo que no puedes alcanzar con la mano porque sientes que el movimiento de los músculos te ha abandonado para siempre: lamentas la mala suerte de no haber muerto, pero Idriss te sonríe.
Hola Joaquín, en primer lugar, enhorabuena por tu decisión de dedicarte plenamente a tu pasión. De casualidad he dado con tu carta de despedida en el María Pacheco y he buscado la manera de ponerme en contacto contigo. También contarte cómo me conmovió esta entrada; mi sobrina de 24 años lleva un mes y medio en coma a causa de un choque frontal en el que perdió a su pareja- y agradecerte este blog del que seré seguidora desde hoy. Un abrazo, Pilar ("bedela" de aquellos años del Juanelo)
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