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lunes, 19 de marzo de 2012

LO QUE VALE UNA PEINETA

     Abrió la puerta de su habitación y se dirigió a la mesa de estudio. Podría jurar que lo hizo con la única y sana intención de dedicar la tarde a preparar el dichoso examencito de Literatura del día siguiente, trece temas como trece soles, ¡quita, gato!, todos los libros del mundo, maldita sea su estampa. ¡Tíos, que, en Selectividad, llevaréis estos trece más los once de Lengua, de qué os quejáis ahora, que tenéis que acostumbraros! Total, si «la vida es bella tú verás como a pesar de los pesares», que les cantaba un juglar antifranquista en la clase dedicada a la poesía española posterior a la guerra. ¡Oye, qué profe más enrollada!, ¿no?, con Paco Ibáñez y todo para la poesía. ¡Mira qué bien! Que no, mamá, que ni enrollada ni hostias, que nos coloca ahora los trece de Literatura, mañana los once de Lengua y pasado mañana los veinticuatro temitas, «nunca te entregues ni te apartes junto al camino nunca digas no puedo más y aquí me quedo», para que aprendamos lo que vale una peineta. ¿Lo que vale una peineta, eso os ha dicho? ¡Lo que vale una peineta! Y se sentó a su mesa de estudio dispuesto a hincar los codos durante las próximas horas, ¡joder con el gato!, para enterarse del valor de una peineta. ¡Por estas! Sin embargo, las cosas se le torcieron al poco de enfrascarse con la literatura española desde 1975 hasta hoy. El caso es que su predisposición a encajar en su sistema límbico toda esa retahíla de nombres y títulos, que con total seguridad ni siquiera su profe habría podido retener después de veinticinco años exigiéndolo de memorieta a sus alumnos, era insólitamente positiva. Pero el cocido que le había colocado su madre hubiera tumbado a un rinoceronte, y él no era más que un alma en pena aquejada de esa enfermedad demoledora que, según su padre –¡ya lo dice Punset, mujer, la adolescencia es una enfermedad, y nuestro hijo la está padeciendo ahora!–, era la puta adolescencia, «te sentirás acorralada –acorralado, tú– te sentirás perdida o sola –perdido o solo, tú– tal vez querrás no haber nacido». Se conoce que los garbanzos se le iban fermentando en las tripas y que los vapores subsiguientes gateaban poco a poco hasta su cabeza, ¡gato, coño! Un soporífero aturdimiento lo fue venciendo: cuando llegó al estudio de la poesía, su esqueleto había resbalado en la silla hasta dar con la cabeza en lo alto del respaldo; con los «metapoetas», se decidió a colocar los pies encima de la mesa, de manera que luego no entendió muy bien en qué se diferenciaba el «culturalismo exhibicionista» del «esteticismo decadentista»; pero el remate llegó con el «minimalismo»; para entonces, las líneas del libro iniciaron una danza macabra en torno a su cerebro y ya no halló la manera de entender si lo de «poesía del silencio» se refería a que el poeta callaba cuanto no quería decir o callaba cuanto no le permitían decir, como le ocurría a él cada vez que le tentaba la idea de soltarle cuatro cosas a la de Lengua.
     «Pero el cocido, ¡cómo estaba el cocido! ¡El tocinito, la morcillita, la “poesía neosurrealista”, el choricito, el meloso,  la “poesía metafísica”, el pan candeal, ese hueso de caña, la “nueva sentimentalidad”! ¡Qué pringue, Dios, qué pringue, qué “poesía del conocimiento”, o qué tuétano y qué “poesía de la experiencia”! ¡Y yo con un examen, que para qué demonios me valdrá todo esto, si yo lo que quiero es trabajar de estanquero, vender tabaco, sellos y loterías, y empaparme de todo lo que se cuece en el barrio! Bueno, pues nada, cocido, digo Literatura, y yo que ya no aguanto más, que se me cierran los ojos, que se me cae el libro, que ese taconeo es de mi madre, que ya viene a liármela, que...».
     —¿Estás estudiaaando el exameeen? ¿Te sabes yaaa los autoreees y las obraaas?
     Pero por suerte, el taconeo se aleja hacia la puerta de la calle. Los goznes chirrían porque, sin duda, la puerta se está abriendo. El portazo siguiente le indica que su madre se ha ido y que la casa y la tarde quedan a su entera disposición. Así que cierra el libro arrumbando entre sus hojas a todos los poetas desde los «novísimos» hasta los «visuales», se incorpora en la silla y, en la seguridad de que una buena siesta le será más beneficiosa que intentar retener como papagayo todo aquel listado inacabable de movimientos, poetas y obras, salta como un resorte a la cama con la intención de tumbarse en ella y no volver a abrir los ojos hasta que acabe el telediario de las 9:00. Solo que no acierta a imaginar que el lugar del lecho sobre el que ha de aterrizar su cuerpo ya está ocupado por el gato. Así que un maullido sobrecogedor, «tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja como un aullido interminable», lo espabila de golpe. Cuando se incorpora en la cama y mira al minino, este, con la lengua fuera y los pelos de punta, yace convertido en un vulgar felpudo.
     –¡Para que aprendas lo que vale una peineta, tío!

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