Nº 1
Cruzó la puerta del museo con una mano en el bolsillo trasero de su tejano. El de la librea no le sonrió —pero bien que lo ha hecho con esos, y con estos—, y se limitó a cortarle la entrada sin mirarlo. Penetró en la sala dispuesto a ganar un buen escaño, pero la linda estampa de un traje de chaqueta con falda ceñida lo obligó a sentarse más atrás, ¡lo siento, señor, pero ésas están ocupadas!, sonriéndole esta vez, eso sí, y hubo de conformarse con la fila trece —¡como siempre, como siempre!—. No es que se viera mal desde allí el escenario, no, pero tantos años de democracia y ni el protocolo había cambiado —las autoridades nacionales, las regionales, las provinciales, las locales, los parientes y enchufados de las autoridades nacionales, los de las regionales, los de las provinciales, los de las locales; ¡en fin, que ni los unos ni los otros, para qué nos vamos a engañar, los mismos perros con distintos collares!—.
La sala se fue llenando de trajes oscuros y corbatas rosas o lilas, faldas y camisas negras y blancas, zapatos acharolados de chupamelapunta y tacones altos, cabellos cardados o engominados, gemelos, collares, pasadores, pendientes y una buena colección de halos perfumados, a veces insoportablemente intensos, y otras —todo hay que decirlo—, de una excitante fragancia. Cuando el lleno fue total —¡qué afición más desmedida!: ¡estamos de enhorabuena!—, hizo su aparición en el escenario una treintena de levitas negras, que no le eran del todo ajenas, y la gente prorrumpió en una ovación de bienvenida. Él entonces se puso en pie y continuó batiendo palmas arrebatadamente —¡a ver si hoy os portáis como sabéis, chicos!—. Fue el único que se puso en pie. Al cabo, el aplauso se fue apagando y él se sentó. A su derecha llamó su atención un ademán de arrellanamiento en el asiento vecino, seguido de algo así como un discreto corrimiento o alejamiento de silla —¿y ésta, que se creerá que no me he dado cuenta?; ¡pues me he duchado, me he echado desodorante y me he puesto camisa limpia; aunque yo le agradecería que se cambiara de sitio, porque es tan melifluo su olor, que huele a muerte!—.
Cuando el silencio fue absoluto, y tras unas últimas tosecillas provenientes —¡coño, qué casualidad!— de dos asientos más allá del olor a muerte, la batuta dibujó un bucle en el aire y arrancaron los primeros compases del Allegro maestoso, que lamieron los lienzos de las paredes y las peanas de las esculturas, con una marcialidad relativamente enérgica de las maderas, suavizada a trechos por las cuerdas. Él cerró los ojos y canturreó mentalmente la melodía hasta que el lirismo elegíaco del piano lo hizo volver en sí y mirar por el rabillo de su ojo izquierdo: según dos manos ebúrneas recorrían con enorme virtuosismo el teclado, un perfil de largas pestañas, ojos azules, nariz recta y labios húmedos —¡preciosa!— inundó de color y sensualidad su espíritu, sacudió su pecho y acaloró las partes más mediterráneas de su cuerpo. El piano continuó salpicando de ternura la furia de la orquesta hasta sosegarla, mientras él apoyaba en las teclas su oído y en la rodilla de al lado —¡tal vez se llame Alma, debería llamarse Alma, la llamaré Alma!— su vista. Pero enseguida la genialidad de la melodía lo arrastró a una emoción tan poética y apasionada, que, con la bella modulación hacia el tema en Mi mayor, a punto estuvo de aplaudir, pero prefirió mirar el perfil de su izquierda, las blancas estribaciones de aquel muslo cuya sedosidad se adivinaba de manera natural —¡lo acariciaría!—, y esperar a que los últimos y explosivos acordes de la orquesta remataran el movimiento. Entonces sí, entonces aplaudió con ganas y consiguió un amago de aplauso por parte del auditorio, incluido el perfil, que, por cierto, le dedicaba su mejor sonrisa —¡madre mía, qué encanto!— a medida que una lluvia de insistentes siseos se empeñaba en imponer de nuevo un silencio que pretendía ser respetuoso con la batuta, con los violines, con los trombones, con los chelos, con las trompetas, con los timbales, con las trompas, con el piano, y no se sabía si con el mismísimo compositor también, y a su derecha una mirada de desdén tosía y se rebullía con un ostensible gesto de dolor —¡hay dos tipos de personas: los que tienen almorranas y, perdóneme, las que no las tienen, qué le vamos a hacer, y a usted no hay más que verle la cara; pero yo aplaudo porque me sale!—.
Recuperado el silencio, él sonrió a su izquierda y, en su opinión, fue correspondido por el perfil con algo más que cortesía, de manera que, a los dos minutos de Larghetto, su hombro del mismo lado, su brazo, cadera, muslo y pantorrilla percibieron el calor de una humanísima presencia. La orquesta enhebró un susurro y del piano se elevó una hermosa melodía para enamorar a cualquiera—¡a Alma, enamorarla, de blanco y tocada de rosas!—. Él sintió un estremecimiento profundo, sostenido, que le erizó el vello, y su mano izquierda comenzó a abrírsele y cerrársele una y otra vez como un corazón. Se le antojó que la piel de aquel muslo poseía la textura temblorosa y dulce de un flan chino «El mandarín», y su voluntad se debatió entre el riesgo de ser abofeteado en mitad del concierto —¡por Dios, qué mal!, ¿no?— o el furtivo placer de emular sus más afamadas aventuras universitarias en los cines de barrio —¡ay, allí, en las últimas butacas!—. El piano terminó su tema con tal dulzura, que él no pudo contener su emoción —¡qué bonito, qué bonito!—, de forma que, desinhibiéndose, aplaudió otra vez, ahora en solitario y suscitando un auténtico ametrallamiento de miradas que, inmisericordes, lo condenaron sin paliativos, lo fusilaron —¿qué pasa?, ¡a ver si os acostumbráis, que también aquí hay que interrumpirlos de vez en cuando!—. Dos uniformes azules con botones dorados, una librea, la linda estampa de un traje de chaqueta con la falda ceñida acudieron prestos por el pasillo, pero la orquesta y el piano devolvieron la normalidad y él dedicó su mejor sonrisa a los del pasillo, mientras que por el rabillo del ojo observaba que el perfil, bellísimo y con olor a hierba fresca, también sonreía, ¡pero a él!
El piano atacó aún más hermoso y él decidió por fin mover su mano hacia el muslo de la izquierda, ahora más descubierto si cabe bajo una falda ligeramente desplazada. La colocó allí, la mano, en aquel islote de gozo, contó mentalmente las pulsaciones de su pecho, se percató de que el perfil mantenía la sonrisa con un ligero movimiento de pestañas, y relajó sus músculos concentrando toda su atención en las yemas de sus dedos, porque por ahí acababa de inyectarse un chute de aventura, de sabrosa nostalgia —¡igual, igual que cuando vi El coleccionista en el cine Callao, porque a mí el romanticismo siempre me pone!—, de sensualidad, de no estar exactamente donde estaba. Por eso, cuando el dorso de su izquierda se percató —¡hostias!— de que lo estaban acariciando, un chispazo eléctrico le subió al corazón justo para darse allí de bruces con el solivianto producido por los arpegios del maravilloso final del segundo movimiento. Catapultado, se irguió en su escaño y se deshizo en palmas, silbidos y diversas y ardorosas muestras —¡muy bien, cojonudo, formidable, tíos!— de efusiva aprobación. Pero esta vez se quedó completamente solo, solo cuando lo miraron desde todos los rincones de la sala, solo cuando el perfil se tornó venusiana vista frontal pero sin aplaudir, solo cuando la librea lo reclamó con señales y la falda ceñida lo tomó del brazo, y solo cuando los dos uniformes azules con botones dorados lo acompañaron hasta la salida y lo despidieron —¡vale, vale, sin empujar, hombre, que ya me voy!— con cajas destempladas. De los dos asientos de su derecha, una rabiosa mueca de dolor y una tosecilla tonta y evitable aprovecharon la ocasión para escabullirse de la sala.
Nº 2
¡Me encantó, m´enc´ntó, m´nc´ntó... men-can-tó!, tan espontáneo, tan franco, tan guapííísssimo, con aquellos rizos negros tan... independientes, tan bohemios, los gruesos labios, su nariz más bien larga, pero no agresiva, la mandíbula firme, con hoyito, y esa voz grave y varonil, y la decisión que tuvo, decisión para aplaudir o silbar o gritar, que no estuvo bien, ya lo sé, pero que fue toda una decisión como la de meterme mano, Dios, que me subió un hormigueo que todavía me reconcome, cierro los ojos y aquí, aquí, en la entrepierna, en Móstoles, al ladito de la casa de mi hermano, rodeada de público por todas partes, dispuesta a escuchar el Concierto para piano y orquesta nº 2, que para eso he hecho hoy cien kilómetros, y que aún tengo fresco el nº 1 para compararlos o mezclarlos o sumarlos, mejor sumarlos, uno con el apolíneo y otro sin él, pero recordándolo, recordando su mano cuando se me posó en el muslo y me quemó, me abrasó, y no tuve acción para rechazarlo, ni la tuve ni quise tenerla, porque me gustó el detalle, aunque se fuera, bueno, lo echaran y se fuera, pensando mal de mí, que si frívola, que si caliente, que si puta, o como yo de él, que ¿cómo yo de él?, ¡pues no!, que yo no pensé mal, porque yo creo que son cosas naturales y no pienso mal de él, conque ¿por qué él habría de pensar mal de mí?, que un muslo como éste es todo un muslo, esa es la verdad, y yo lo sé, lo sé muy bien, pero me gusta vérmelo así, reluciente y atractivo, sexy, sí, sí, sexy, y que me lo miren, que me lo miren hasta desvencijarse por él, como el apolíneo de los rizos asilvestrados, que me hubiera liado con él allí mismo, bueno, allí no, que un concierto de música clásica es un concierto de música clásica, de modo que allí no, ¡allí, déjalo, que siga!, a ver hasta dónde está dispuesto, más arriba, más arriba, y entonces, ¡quieto!, conteniendo la respiración, tendría que bloquear su mano con la mía, para que no siguiera, por ahí no, que un concierto es un concierto y hay que comportarse como es debido, aunque reconozco que me dejé arrastrar al final del primer movimiento, y, por cierto, hay que aplaudir cuando hay que aplaudir, y no se debe silbar, ni está permitido gritar como el apolíneo, a destiempo y «¡cojonudo, cojonudo, tíos!», que no, que únicamente al final y «¡bravo, bravo, bravo!» puestos en pie, que no está bien eso de violar los silencios entre movimiento y movimiento, y lo que pasa es que yo me despisté —¡que perdiste el norte, Alma, lo perdiste!—, y menos, muchííísssimo menos, interrumpir un movimiento porque la pianista haga gala de un virtuosismo fuera de serie, o porque la música sea tan bonita como la de ayer, que no, que sólo se aplaude al final, largo y sostenido, para que saluden, hagan mutis, salgan, saluden, hagan mutis, salgan, y así una y otra vez, pero al final, sólo al final, bueno, y al principio, al principio cuando sale la orquesta, como ahora, ahora, aplausos, aplausos, o cuando sale el pianista, ahora, ahora, ahora, aplausos, aplausos, el pianista, el pianis... ¡anda, mi madre, el apolíneo!
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