Bajo los pinos, la brisa vespertina refresca los cuerpos, despeja las mentes e invita a erguir la cabeza y a apoyarla sobre los antebrazos. Así, se escruta mejor el recinto de la piscina: a un lado, una pareja de vascos con una niña pequeña, él sentado en una sillita y leyendo a García Márquez y ella, en otra, enfrascada con Bernardo Atxaga, mientras la niña no cesa de zambullirse en el agua bajo la vigilancia interlineal de la madre; a otro lado, sobre sus toallas, una rubia cuarentona en topless y sus tres hijos, de entre doce y diecinueve, devorando como autómatas la bolsa de pipas que los reúne; más allá, dos recién casados carantoña va, carantoña viene; al fondo, una pandilla de adolescentes, chicos y chicas, esbozando sus primeros escarceos eróticos en la constatación manual de las diferentes texturas de sus bañadores; detrás, una abuela, móvil en mano, desgañitándose en sus intentos por transmitir a su hija o a su nuera consejos frente al irregular apetito de su bebé. Y en una esquina de la piscina, una joven socorrista, quieta como una mujer estatua, ojo avizor.
–Pero ella no es la madre, sino la tía.
–¿Y eso?
–Porque antes, que andabas tú traspuesto, ha sonado el móvil, lo ha cogido ella y le ha dicho a la niña: «Bego, tu madre».
–¿Pero por qué sacas de ahí que ella sea la tía?
–No, la tía no; pero sí está claro que no es la madre.
–¿Y entonces lo de la tía?
–Pues porque como la niña no ha hecho caso, él le ha gritado: «Hija, que te está diciendo la tía que te llama mamá desde Vitoria». Y la niña le ha respondido: «Voy, papá».
–De donde podemos deducir que él sí es el padre y que ambos son hermanos.
–O cuñados.
–O amantes.
–Pero si ella efectivamente es la tía de la niña y él es el padre, o sea, que son cuñados, y si además fueran amantes, entonces resultaría que estos dos le habrían puesto los cuernos a la hermana de ella.
–A la madre de la niña.
–A la esposa de él.
–Vamos, que este menda se ha trajinado primero a su mujer y luego a la hermana de su mujer.
Punto de silencio ahora, cambio de dirección en la mirada, nuevo objetivo a la vista.
–No te pierdas a los que acaban de llegar.
Uno, o una, el mismísimo narrador incluso, que en verano se ve obligado, o forzada, a experimentar en carne propia las inclemencias inmisericordes del «secarral del pocero», con cuarenta grados de día y cerca de treinta por las noches, largas y exudadas como una mala fiebre, escapa de allí cual alma que lleva el diablo cuando buenamente puede, enhebra la autovía de los viñedos, conecta con la de Andalucía y se planta en un santiamén de siete horas en las mismísimas playas de Cádiz. Bueno, es mejor hablar de apartamento en tranquila urbanización a quinientos metros de la playa, con piscina, eso sí, grande y rodeada de césped y de pinos, para los niños, que uno, o una, no tiene. Así que, por la mañana a la playita con la compañera, o con el colega, y algunas tardes, también; pero otras tardes en que uno, o una, ha sido cazado, atrapada tal vez, por la reparación de una siesta que se le ha llevado el sopor, pero al tiempo las pocas fuerzas que le respeta la presión atmosférica al nivel del mar y en pleno estío, a uno, o a la de antes, no le queda sino coger la toalla e instalarse en la piscina de la urba a la sombra de los pinos, como cantaba la tonadillera. Y es en tales piscinas, y por las tardes, mientras el aire acaricia sedoso las copas de los árboles, los niños juegan con el agua y mezclan sus alegres voces con el gorjeo de los gorriones, y el sol se torna soportable hasta para las pieles más sensibles, cuando no hay mejor ocupación que, ya se ha dicho arriba, tumbarse en la toalla con la barbilla apoyada en los antebrazos y otear el horizonte.
–La señora y la criada empujando el cochecito del niño.
–¿Por qué la señora y la criada, y no la hermana, la prima o la amiga? ¿Por qué el niño y no la niña?
–Hombre, en lo del niño, llevas razón, puede que sea niña; pero yo he dicho niño en un sentido genérico. Niño o niña, en este caso, ¡qué más da! Pero que aquella es la criada salta a la vista.
–¡Ah!, ¿sí?
–¡Claro! La madre es rubia, con gafas de sol y biquini, uñas pintadas, también las de los pies, y dispuesta a darse crema mientras la otra atiende al bebé. Y ésta tiene un color de cara aceitunado, con pómulos salientes, hindú o centroamericana, así que inmigrante, y, sobre todo, no lleva traje de baño, sino uniforme blanco...
–¿Uniforme?
–¡Sí, señor, y con delantal a rayas de color beis! Observa.
–¡Ahora que lo dices!
Así se presenta la cosa: un carrito de bebé con criaturita dentro y una niñera empujándolo. Ella, la madre, desea sin duda tomar el sol tranquila, despreocupada del bebé, y acaso bañarse con la seguridad de que la niñera estará al quite.
La madre abre, por fin, la cajita de la crema bronceadora, toma una porción con los dedos de la mano derecha y se embadurna el brazo izquierdo píxel a píxel. El niño, concedamos ya que se trata de un varón, se rebulle; la niñera lo atiende solícita y la madre se aplica el bronceador en el otro brazo, y en pies, pantorrillas y muslos; pero un llanto incipiente del niño amenaza enseguida con derivar en insufrible soniquete de bebé capaz de desesperar al más pintado. El grupito se torna así en centro de las miradas, cosa que a la madre seguramente le desagrada por andar en plena operación.
–El potito, dale el potito.
Y entonces la niñera manipula el mecanismo que ha de incorporar el respaldo del cochecito y con él al bebé, el cochecito se metamorfosea en sillita, el niño comienza a berrear, la niñera extrae una tarrina de potito de la bolsa de paseo, la abre y ataja, cucharadita a cucharadita, el llanto del rorro y su voracidad: ¡Dios, en un visto y no visto se zampa el bendito potito!
–¡Hala, échalo y mécelo, a ver si se duerme otra vez antes de que venga su padre!
La madre se unta ahora crema en los hombros, en el pecho, en el estómago.
–No quiere dormirse; parece como si se hubiera quedado con hambre.
–¿Te has traído el bibe? Dale un poco de agua, verás cómo se tranquiliza, y ven a darme en la espalda antes de que se nuble, que yo no puedo sola.
La niñera no responde. Agarra el biberón, enchufa su tetilla en la boquita del niño, éste succiona como un descosido y al fin se tranquiliza y se adormece.
–Bueno, bueno, venga, ayúdame.
La niñera coge el tarrito de la crema y cubre con ella la espalda de su señora tumbada ahora boca abajo, masajeando suavemente su piel hasta que el bronceador es absorbido por completo, o más allá incluso. La señora, la cara vuelta hacia un lado, parece sonreír con impudicia como empujada a ello por un deleite rayano en voluptuosidad pura y dura. Al sur, las nubes alargan sus tentáculos hacia el cenit.
–¿Tú crees que estas...?
–¡Desde luego, los hombres siempre estáis pensando en lo mismo! Estas son simplemente eso, ama y criada, y ella disfruta con el masaje, claro, pero como lo hará en Madrid con su estheticienne o comiendo cigalas. Estas señoras disfrutan con todo, porque viven para eso, para gozar de la vida, y, además, pueden permitírselo.
El bebé ya se ha dormido, la madre se tuesta al sol, que aún calienta, y la niñera pierde la vista entre las aguas de la piscina. A aquella hora y a la sombra, no hace calor, pero sin duda que a la niñera no le importaría darse un bañito o tumbarse como su ama antes de que las nubes se hagan con el cielo. También se ha dormido la abuela del móvil, el cual descansa ahora como un parásito en la barriga de la buena señora.
Los vascos han acabado de leer por hoy; él pliega las sillas, dobla las toallas y guarda los libros en la bolsa, y ella recibe con otra toalla a su sobrinita y le seca suavemente la espalda y la cabeza. Al cabo, se retiran. Pero los adolescentes continúan con sus juegos de texturas, que ahora se desarrollan dentro del agua y se tornan más atrevidos, flujo ya continuo de risas y grititos que alegra a algunos y a nadie escandaliza. Los hijos de la cuarentona en topless se están bañando y ella aprovecha para atacar compulsivamente otra enorme bolsa de pipas.
–Esta está separada, no me cabe duda.
–¿Y eso por qué?
–Porque esa manera de engullir pipas es exactamente como la de los yanquis cuando se enzarzan con el chocolate o el helado para superar sus depresiones. Y esta, pues también andará deprimida, y por eso come las pipas como las come. ¿Qué por qué estará deprimida? Pues, aún de tan buen ver, con esas tetas al aire y ese bronceado, será porque necesita a un hombre, o sea, que no lo tiene, o sea, que está separada.
–O viuda.
–Una viuda no va enseñando las tetas en una piscina familiar y delante de los huerfanitos. Debajo de ese topless hay un marido que se fugó con otra y los dejó a los cuatro a verlas venir. Y ahora, pues los chicos entenderán que la madre no se dé por vencida y haga bien en exhibir sus reclamos naturales, por cierto, bastante interesantes, para conquistar a algún hombre que la haga feliz de nuevo.
–¡Hijo mío, cómo sois los hombres! ¡Cómo retorcéis la mente para meteros siempre en el mismo terreno! Se está nublando.
–¡Pero, mujer, es que viuda no pega ni con cola!
–¡Chsss, atento, que llega el padre!
Y en efecto, un tipo de unos cincuenta y cinco, cuerpo atlético, rubio, bien parecido, bañador ajustado, camiseta de Armani y toalla al hombro, se acerca sonriente al grupo de la señora, el bebé y la niñera.
–¡Hola, cariño!
Y el tipo besa en los labios a la señora, saluda a la niñera y se acerca al niño. Al fondo, la pareja de recién casados yacen pegados el uno al otro sobre la toalla, puede que sin atreverse e ir a más, acaso deseando retirarse al apartamento para dedicarse a los trajines propios de su nuevo estado civil.
–Acaba de dormirse.
–¡Mala suerte! Venía con ganas de cogerlo.
–Bueno, dime, ¿qué tal se te ha dado?
–Pues, al final, los alemanes han empezado a poner pegas, que si no se veía el mar, que si en los dormitorios había poca luz... Total, que se han rajado.
–Claro, es que ellos vienen buscando sol y mar. Se entiende.
–Pero, mujer, no tienen más que andar cincuenta metros...
–Ya, pero reconoce que el callejón está demasiado encajonado, es umbrío, ¡y sólo para ver las greñas al de enfrente...!
–¡Es un chollazo! ¡En los tiempos que corren, es un verdadero chollazo! ¡Prácticamente a estrenar, como quien dice!
–O sea, que tú te lo comprabas.
–¡Mujer, yo soy yo! Pero ese no es el caso.
–Bueno, ¿y los otros?
–Sí, he colocado dos adosados. A buen precio además.
–¡Vaya, vaya, cuánto me alegro!
–Ahora, este huele a tachún de mono.
–¿Se lo ha hecho?
–Sí, señora.
No pasan cinco segundos antes de que el niño se rebulla en su sillita y, despertado tal vez por los propios efluvios, amague con lloriquear. No obstante, el rostro familiar del padre, sus exagerados aspavientos, su retahíla de diminutivos cariñosos y bobalicones aplacan al bebé y hacen brotar de sus pucheros la risa. El padre insiste con sus juegos, hurga al niño debajo de la barbilla, el niño ríe más, pero finalmente el padre se separa de él pinzándose la nariz con la mano derecha.
–Anda, Noe, ve a cambiarlo.
Y la criada, tan diligente, desabrocha el cinturón de la criatura, la toma entre sus brazos, comprueba que en el bolsillito del delantal lleva la llave, mira al cielo –«Va a llover»–, arrima la sillita al pino que los cobija y abandona el recinto camino del apartamento.
–Voy a darme un chapuzón.
El padre, toalla y Armani fuera, se lanza al agua con un salto espectacular que por un momento rompe los juegos eróticos de los adolescentes: ¡boquiabiertos se quedan los chicos frente a semejante alarde! Con rápidas y poderosas brazadas, surca varias veces el largo de la piscina, en tanto que la madre lo admira, o lo desea, quién sabe. Pero él tarda demasiado en salir del agua y ella, puede que aburrida, o porque crea que el apartamento le depare algo mejor, o simplemente porque las ganas de orinar la acucien, opta por retirarse.
–Observa, la madre se ha ido sin llevarse la sillita del niño.
–Bueno, ya se la llevará él.
Al cabo, el hombre abandona la piscina, levanta las cejas frente a la ausencia de su esposa, se encoge de hombros, toma la toalla, se seca, mira al cielo gris, coge la camiseta y se va. El cochecito se queda definitivamente abandonado junto al pino cuya copa lo protege de las primeras gotas. Los bañistas, que han venido inquietándose con el avance de las nubes, se van retirando, incluso los adolescentes. Sólo la socorrista aprovecha la ocasión y se zambulle en las aguas donde ya chapotea la lluvia.
Uno, o una, en tales ocasiones se sorprende de que la lluvia asuste al personal hasta el punto de que chicos y chicas que andan tonteando en el agua interrumpan sus arrumacos por unas pocas gotas de lo mismo. Así, otra vez se cumple tamaña paradoja, y, desde su soledad junto al pino, el cochecito puede contemplar cómo el recinto de la piscina se queda sin un alma; bueno, sólo con la socorrista.
–Mira, acércate a la ventana. Allí está el cochecito y ninguno de los tres se lo ha llevado.
–Sí, es curioso. Ni la niñera, ni la madre, ni el padre. ¿Y eso por qué crees tú que será?
–Y otra pregunta: ¿quién vendrá por el cochecito?
–Y otra más: ¿cuánto falta para que cierren la piscina?
–Quince minutos. Escúchame, la niñera no se llevó el cochecito porque sólo iba a cambiar al niño.
–Ya. ¿Y por qué no volvió enseguida?
–Pues, ¡qué sé yo! Puede que porque tuviera que usar el teléfono o ir al cuarto de baño.
–De acuerdo. Luego, la madre se larga y deja el coche. ¿Por qué?
–Pues porque él no le ha hecho ni puñetero caso y se ha sentido despechada, y ha pensado: «Toma, te traes tú el coche».
–Vale, muy bien. Pero ¿y él, por qué no ha cogido el coche?
–Pareces tonto, hijo: no lo ha cogido porque es un tío, el señor de la casa, con dos mujeres para que le sirvan. Ocupaciones como la de encargarse del cochecito de su hijo no son de su incumbencia.
La lluvia arrecia y acabará calando las ramas del pino bajo las que se refugia el cochecito, que se pondrá perdido de agua sucia. Finalmente, la socorrista, mochila al hombro, sale de su caseta, cierra con llave la puerta del recinto, monta en su bicicleta y escapa del lugar sin importarle la lluvia, contenta de haber terminado otra tediosa jornada de trabajo.
Uno, o una, el propio narrador quizá, cuando la terracita de su apartamento se halla entre dos luces, la temperatura es un lujo y el olor a tierra mojada proporciona una gozosa conciencia de estar vivo, no tiene sino que secar la mesa y las sillas de peuvecé, cortar en rodajitas unos tomates, sazonarlos con sal, orégano y aceite de oliva, echar mano del queso, del jamón y del pan, y solazarse en la faena como un buen burgués.
–Pues ahí sigue el coche.
Y allí permanece el cochecito, bajo el pino, solo, como un perro abandonado, y presenciará la desaparición de las nubes y el trote de la luna por un campo de estrellas.
Parece mentira que a uno, o a una, la relativísima preocupación, en realidad, más curiosidad que preocupación, por el destino inmediato de un cochecito de bebé le robe parte del sueño. Pero así es. Y uno, o la misma, en tales circunstancias se despierta antes, madruga, utiliza el baño, prepara la cafetera y, mientras el café esparce su aroma vivificador por toda la casa, se asoma a la ventana.
–¡Ha desaparecido!
–¡Ostras! ¿Cuándo lo han cogido?, ¿quién? ¿Solo?, ¿acompañado?
–Pues de madrugada, y habrá sido él, porque a esas horas...
–De acuerdo. Ha sido él. Pero, ¿cómo, si la socorrista echó la llave?
–Un hombre así, tan atlético, seguro que ha saltado la valla.
–¡Ahí te quería yo! Ha saltado la valla, muy bien. Pero para sacar luego el carrito hace falta otra persona al otro lado de la valla.
–Vale. Pues su mujer.
–Ahí disiento. Le ha ayudado la niñera, lo sé, y le ha ayudado porque están liados los dos, el señor y la criada.
–¿Qué tienes en la cabeza, que no piensas en otra cosa?
–Tengo la verdad y nada más que la verdad. La verdad de que la historia del carrito no es más que una estratagema...
–Pero, ¿qué dices?
–...Una estratagema para abandonar de madrugada el lecho conyugal y disponer de coartada por si las moscas...
–¡Tú estás pirado!
–Sí, sí, y decir, si llega el caso, «Oye, que he salido a buscar el carrito».
–¿Y la criada?
–Pues saldría antes sin hacer ruido y lo esperaría abajo. Después, ¡hala!, ¡al huerto!, y, eso sí, a recoger el carrito y al apartamento, tú primero y luego yo, por si acaso.
–¡Qué barbaridades estás diciendo, qué barbaridades...! ¡Eh, eh, eh! ¡Un momento! ¡Mira!
La madre de la criatura, la esposa de su padre, la señora de su niñera, cruza deprisa la calle de la urbanización y enfila la salida. Lleva un pañuelo a la cabeza, gafas de sol, a pesar de que aún el astro rey anda desperezándose, y una maletita de la que asoma el pico de una falda.
–¡Bueno, he de reconocerlo: por una vez, llevabas razón! ¡Las pruebas son concluyentes!
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