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jueves, 22 de noviembre de 2012

EL LIMPIARRADIADORES


«Niquelao», dijo de pie en el centro del estudio, observando los lomos relucientes de los libros; «niquelao», repitió desde la puerta, ponderando el espacio que había ganado al verter horizontalmente muchos volúmenes en algunos anaqueles, un poco contra natura, ¡o no!, porque en realidad así salen de la imprenta, tumbados en las cajas de embalaje, y acaso vaya más contra la propia naturaleza de las cosas eso de colocarlos en vertical, posición en la que tal vez hayan de aguantar mayor sufrimiento la cubierta y las hojas con el peso de la cultura que sostienen, a cambio, eso sí, de facilitar al lector su localización en los estantes, su extracción de los mismos si llega el caso; «niquelao», remató cuando salió al vestíbulo, «esta vez, tendrá que admitirlo». Entonces se enfrentó al espejo del perchero y, abriéndose paso entre los abrigos, gabardinas, bufandas y paraguas que lo poblaban, se miró con ufanía a sus ojos reflejados sobre el azogue y sonrió con satisfacción: se daría una ducha caliente y se prepararía una buena merienda con chocolate y magdalenas de su abuela, en premio por superar de sobra la peor de las pruebas del algodón que se había visto obligado a afrontar desde que habitaba aquella casa, la de limpiar el estudio, incluidos los miles de volúmenes de su biblioteca. Es verdad que el trabajo había dinamitado por el momento la sugestiva greguería de Ramón: «Donde el tiempo está más unido al polvo es en las bibliotecas».
Cuando vio la última película de Woody Allen, la de A Roma con amor, decidió recuperar la tradición de cantar en la ducha, no ópera, claro, que, aparte del macarrónico «e donna è mobile, un automóvile», nada más solía ocurrírsele, y además, ese día, tenía metido en la chilostra el estribillo aquel del grupo Santabárbara, de los setenta, «Tuviste suerte al cruzarte en mi camino, yo te salvé de tu destino, Charly», que primero entendió como dedicado a una amante desheredada, luego a un amante desnortado, después a un perrito callejero, pero jamás a una paloma, ¡lo que son las cosas y su mal oído, nefasto para los idiomas y para las letras de las canciones!


Probablemente fuera con la quincuagésimo novena versión del estribillo, o la sexagésimo séptima, ¡quién sabe!, cuando le sobreviniera la mala, la malísima idea: ¡no había limpiado el radiador, y su consorte se daría cuenta! Embutida su desnudez aún en el albornoz que había conseguido con los puntos del banco y secándose vigorosamente la cabeza, predijo, ¡pobre!, que eso lo ventilaría en un minuto, que sólo era cuestión de estrenar el plumero limpiarradiadores que comprara hacía tiempo en Leroy Merlin, un día de esos en que vas a dar una vuelta por las grandes superficies buscando una bombilla y acabas llenando el carrito de la compra con mil cacharros que únicamente cuando ha caducado el periodo de devolución te das cuenta de que no sirven para nada.
Se secó, pues, se vistió y así, con la frescura de un tiesto recién regado, buscó el maravilloso plumero y se encaminó a la ventana del estudio. Debajo, el radiador, «ruiseñor de invierno»: pase por delante, pase por detrás, entre la pared y el radiador, pelusas fuera. ¿Ya está? ¡No, no está! Conviene meter el plumero entre los elementos, porque ahí es donde se acumulan y se espesan las bolas de pelusa, nubarrones entintados por todas las miserias que remueven las masas de aire caliente que pone en danza la calefacción. Así que, «tira adentro, cuélate, abajo, arriba, abajo, arr..., ¡coño, que no va!». No va, no, ya no va. Insiste. «¡Venga, arriba!». Insiste. «¡Fuera, maldito!». Insiste. «¡Cagüen! ¡Ni pa Dios!». Insiste. «¡Se ha atascado!».
El plumero se había quedado atrapado entre dos elementos del radiador. Pero allá abajo, «donde más jode». Y no iba ni arriba ni abajo, ni adentro ni afuera. El agobio de saber que disponía de muy poco tiempo, de que su consorte estaba a punto de regresar, y de constatar una y otra vez que aquello no iba ni p´alante ni p´atrás, le hacía sudar auténticos goterones: su frente se derretía como la de un crucificado comido por la fiebre, sus axilas rezumaban sin ninguna contención, su pecho parecía empapado por los vapores del trópica, sus inglés exudaban angustiosos escozores de humedad, sus manos resbalaban sobre lo que aún podía tocar del plumero. ¿Y tirando por debajo del radiador, así, de la punta del plumero? ¡Venga, va, esta vez sale, ya! «¡Cagüen!». Otra vez se ha atascado. Pero ahora el radiador se ha tragado el plumero enterito y su mango ha quedado pillado en la parte baja de aquel, ahora sí que no hay forma humana de deshacer el desaguisado. ¡Espera, espera!
Una lucecita brotó en su cerebro, como la de los inventores del tbo. ¡La caja de herramientas! Tal vez con un destornillador, introduciéndolo desde fuera por la ranura de separación de los elementos, pueda enganchar el mango del plumero y tirar de él hacia arriba, hacia arriba, ¡venga, fuerte!, está a punto de subir, aumenta la sudoración, ¡más fuerte!, el sudor lo empapa, ¡más!, que sube, ¡ni ducha ni hostias! «¡Esto no sale!».
El despropósito salta a la vista. Por debajo del radiador cuelga el plumero del demonio como el rabo de un felino, y el mango está encajado. Si tiras de él con el destornillador, se mueve, pero el rabo no pasa. Y aquello se encaja de tal manera que es imposible desplazarlo. Un agobio febril, una impotencia dramática y lacerante acaban por torpedear su racionalidad y la colocan al borde de una explosión descontrolada capaz de llevarse por delante aquella mierda de radiador, de arrancarlo de sus anclajes en la pared, de derribar si es preciso el muro que sostiene la ventana, de lanzar después a tan maldito «ruiseñor de invierno» a la puta calle. ¡«Ruiseñor de invierno» ni «ruiseñor de invierno»! ¡Aquí quería ver al tal Ramón! Y entonces se le ocurre que podría intentar cortar el rabo del plumero que cuelga del radiador. «¡Exacto, cortarle el rabo!». Fuera de sí, busca una sierra de metal, que no encuentra; pero echa mano de una lima que sí ha encontrado. «¿Será para madera o para metal?». Y más fuera de sí aún, con el frenesí compulsivo de un morboso azogamiento, comienza a limar el dicho rabo. Hasta que, por fin, lo consigue. «¡Ya, ya, ya!». ¡El rabo!
Sin embargo, ¡ah, sin embargo!, el endiablado manguito, aunque desrabado, continúa tozudamente trabado entre los módulos del radiador. «Pero, ¡coño!, ¿en qué se engancha ahora?».
Ya no suda, ya no, porque se le han desecado las sudoríparas. Ya encaja la derrota. Ya asume la cantinela: «¡Quién te manda a ti, cariño, quién te manda, que siempre pasa lo mismo, se llama a un hombre, si no sabemos, se llama a un hombre, si no somos capaces, pues un hombre, que para eso están, y se le paga, y santas pascuas!». ¡Un hombre, un hombre, un hombre!
Y en eso, el ruido ascendente del ascensor, la sacudida del frenazo, el golpetazo de la puerta, la certidumbre de que, en efecto, todo va a empeorar. ¿Se pega de cabeza contra el radiador o se lanza directamente a la calle de cabeza? Mas entre las dos posibles maneras de abrirse la cabeza, de nuevo la bombillita del ¡eureka!: mete dos dedos por debajo del radiador, hurga en el extremo del rabo rebanado y, ¡oh, fuerzas del cielo y de la tierra juntas!, ¡oh, potencias del fuego y de los mares!, ¡oh, dioses de griegos y romanos, de cristianos y musulmanes, de judíos y budistas!, ¡oh, batalla de todas las batallas!, ¡que aquello se mueve, que el extremo cortado supera el atasco y que, con la punta del destornillador, consigue por fin que el mango escape del jodido radiador!
La puerta de la vivienda se abrió.
—¿Pero qué haces, cariño, con el radiador y este calor, que te vas a achicharrar, y con la ventana de par en par, tirando el dinero por la ventana?
Aún tardó unos segundos en contestar, los que dedicó a beberse sus propias lágrimas y a pergeñar una respuesta coherente:
—¡Nada, tú, que me había dado una hipotermia, y estaba a ver si..., pero luego..., pues nada..., que...!

miércoles, 7 de noviembre de 2012

¡PUTA DIETA!


Desde el final del tramo, antes de tomar el rellano que lo conducirá definitivamente hacia la calle, Marcos vuelve la cabeza para recibir de nuevo la complaciente sonrisa del dietista. Lleva año y medio atravesando aquel zaguán dos veces al mes, a cincuenta pavos cada vez, treinta y seis consultas en total, mil ochocientos eurazos que le han salido del alma y del cogote, pero ha logrado reducir en cincuenta kilos las adiposidades que venía sobrellevando desde que su madre lo parió, hace de esto cincuenta y siete años.
—Sus resultados son excelentes, amigo Marcos, excelentes. Recuerde que no creía mucho en mi plan. Pero usted ha podido comprobar en carne propia («y en mi cuenta corriente») su espectacular eficacia, y tampoco ha sufrido en exceso por ello («¡doctor, que llevo año y medio sin probar el jamón ibérico ni el queso manchego!»), no más que quien deja de fumar («¡más, más, mucho más, que usted no sabe lo que es contenerse frente a los cocidos completos del Choto o ante las montañas de nata montada del Arena Dorada!»), no más que quien se cuida una alergia («¡dieciocho meses sin probar la cerveza, doctor, dieciocho meses!»). Y ahora parece usted un modelo de Emidio Tucci («pero ella es como si siguiera viviendo con el peor Oliver Hardy de todos los tiempos, anafrodisia total»).
El dietista lo ha despedido con varias palmaditas en la espalda y enfundándose en un bolsillo del pantalón el último billete de cincuenta. Pero ya en la calle, Marcos respira satisfecho una bocanada de azul, mira a un lado y otro, y se decide a embocar el atajo que habrá de conducirlo hacia la zona comercial. «Le regalaré a Marisa un ramo de rosas frescas y una estancia por ocho días para mayores de cincuenta y cinco en algún hotelito de Cádiz: ¡total, doscientos setenta y cinco euros por cabeza, pensión completa en un cuatro estrellas, que me lo ha dicho esta mañana en el parque mi vecino Ángel, menos que en casa, Marcos, menos que en casa, y no hay que preocuparse de nada!».
—¿Te gustan?
—Son preciosas, mi amor. Dame un beso.
—Toma.
Y le entrega, con una sonrisa y los labios amorrados por estimulantes expectativas, las reservas del hotel. Pero Marisa dilata el diámetro de sus pupilas para que por ellas penetre bien la imagen de tan maravillosos papeles, coge las reservas y se retira  junto a la ventana para leer los detalles; naturalmente, los labios de Marcos permanecen aleteando en el aire sin pista para el aterrizaje.
—¡Qué bien vas a estar con los bañadores que te he comprado! ¡Con ese tipito que se te ha quedado! Parece mentira. ¡Hollywood, como un galán de Holly­wood! ¡Guapo! —Se acerca a él, lo toma de las manos, lo atrae hacia ella, de nuevo los labios de él amorrados en espera de acontecimientos, le coge la cabeza, se la inclina hacia delante y lo besa en la frente—. Gracias, mi amor.
¡Hombre, se siente halagado! Es cierto que hoy tampoco las cosas van a ir a mayores, pero no está mal que la propia pareja lo compare a uno con un galán de Hollywood nada menos. Sí, la dieta, el sacrificio que le ha costado y que le cuesta, sus abstinencias insufribles, las cervecitas, las tortillitas de patata, las barbacoas de los cuñados, las butifarras, las chuletitas, las pancetas, los helados de nueces de macadamia, las milhojas de Santa Águeda, todo, todo ha valido la pena para al fin encontrarse como ahora, ágil, ligero, más puesto y elegante, más atractivo.
—¡Coño, Marcos, deja que te mire! —le dice esa misma tarde en la plaza su amigo Paco, que lleva dos años fuera de la ciudad porque la multinacional en la que trabaja decidió desplazarlo al otro extremo del país—. ¡Qué bien te veo, tío, qué bien te veo!
—¡Pues ya ves, la dieta!
—¡Coño, coño!
—Que se empeñó Marisa y, al final, cincuenta kilitos menos.
—¿Cincuenta kilos? ¿Qué me dices? Pues, chico, estás con un tipazo.
—Eso dice ella, pero...
—¿Ya nos estamos quejando? Tío, las mujeres son las mujeres. ¿Y qué me cuentas?
—Que nos vamos unos diítas a la playa.
—Allí, allí es donde vas a ligar, y con una de treinta.
—¡Más quisiera...!
—Que sí, tío, que te veo muy bien. Hay chavalitas a las que les gustan las arrugas de los tipos curtidos, los pómulos salientes...
A medida que su amigo habla, Marcos se palpa las zonas del cuerpo por él referidas: los pellejos arrugados del cuello, de las mejillas, los huesos de los pómulos...
—Tienes que darte todas las mañanas con la barrita de l’Oréal debajo de los ojos, para combatir las ojeras y que no parezcan tan hundidos —«ojeras, ojos hundidos»—, y sonreír todo lo que puedas, que no estés tan triste, con esas comisuras tan caídas —«comisuras caídas»—, aunque a muchas chicas les gustan los de la tercera edad, siempre que sean divertidos —«tercera edad»—, tengan buen tipo y no les cuelguen los pellejos de la tripa si se ponen en bañador «pellejos en la tripa»—, ni los de las nalgas cuando estén en bolas —«pellejos de las nalgas»—. Pero perdona, Marcos, tío, que he quedado con mi mujer y no la quiero hacer esperar.
Y Marcos estrecha la mano de su amigo y lo ve alejarse, abandonar la plaza. Él, por su parte, se acerca a la peluquería, se planta frente al espejo del escaparate, se eleva las comisuras de los labios con los dedos índice de ambas manos, se estira las mejillas con ellas, tensa los pellejos de sus ojeras, se pellizca los que quedan de sus pechos antes abultados, los que contenían sus michelines y, aspirando cuanto aire sus pulmones son capaces de aspirar, «¡A tomar por culo la puta dieta!», corre hasta la pastelería de Santa Águeda, para afrontar la más linda sonrisa de la más bella dependienta.
¡Media docena de bambas de nata, por favor!