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miércoles, 7 de noviembre de 2012

¡PUTA DIETA!


Desde el final del tramo, antes de tomar el rellano que lo conducirá definitivamente hacia la calle, Marcos vuelve la cabeza para recibir de nuevo la complaciente sonrisa del dietista. Lleva año y medio atravesando aquel zaguán dos veces al mes, a cincuenta pavos cada vez, treinta y seis consultas en total, mil ochocientos eurazos que le han salido del alma y del cogote, pero ha logrado reducir en cincuenta kilos las adiposidades que venía sobrellevando desde que su madre lo parió, hace de esto cincuenta y siete años.
—Sus resultados son excelentes, amigo Marcos, excelentes. Recuerde que no creía mucho en mi plan. Pero usted ha podido comprobar en carne propia («y en mi cuenta corriente») su espectacular eficacia, y tampoco ha sufrido en exceso por ello («¡doctor, que llevo año y medio sin probar el jamón ibérico ni el queso manchego!»), no más que quien deja de fumar («¡más, más, mucho más, que usted no sabe lo que es contenerse frente a los cocidos completos del Choto o ante las montañas de nata montada del Arena Dorada!»), no más que quien se cuida una alergia («¡dieciocho meses sin probar la cerveza, doctor, dieciocho meses!»). Y ahora parece usted un modelo de Emidio Tucci («pero ella es como si siguiera viviendo con el peor Oliver Hardy de todos los tiempos, anafrodisia total»).
El dietista lo ha despedido con varias palmaditas en la espalda y enfundándose en un bolsillo del pantalón el último billete de cincuenta. Pero ya en la calle, Marcos respira satisfecho una bocanada de azul, mira a un lado y otro, y se decide a embocar el atajo que habrá de conducirlo hacia la zona comercial. «Le regalaré a Marisa un ramo de rosas frescas y una estancia por ocho días para mayores de cincuenta y cinco en algún hotelito de Cádiz: ¡total, doscientos setenta y cinco euros por cabeza, pensión completa en un cuatro estrellas, que me lo ha dicho esta mañana en el parque mi vecino Ángel, menos que en casa, Marcos, menos que en casa, y no hay que preocuparse de nada!».
—¿Te gustan?
—Son preciosas, mi amor. Dame un beso.
—Toma.
Y le entrega, con una sonrisa y los labios amorrados por estimulantes expectativas, las reservas del hotel. Pero Marisa dilata el diámetro de sus pupilas para que por ellas penetre bien la imagen de tan maravillosos papeles, coge las reservas y se retira  junto a la ventana para leer los detalles; naturalmente, los labios de Marcos permanecen aleteando en el aire sin pista para el aterrizaje.
—¡Qué bien vas a estar con los bañadores que te he comprado! ¡Con ese tipito que se te ha quedado! Parece mentira. ¡Hollywood, como un galán de Holly­wood! ¡Guapo! —Se acerca a él, lo toma de las manos, lo atrae hacia ella, de nuevo los labios de él amorrados en espera de acontecimientos, le coge la cabeza, se la inclina hacia delante y lo besa en la frente—. Gracias, mi amor.
¡Hombre, se siente halagado! Es cierto que hoy tampoco las cosas van a ir a mayores, pero no está mal que la propia pareja lo compare a uno con un galán de Hollywood nada menos. Sí, la dieta, el sacrificio que le ha costado y que le cuesta, sus abstinencias insufribles, las cervecitas, las tortillitas de patata, las barbacoas de los cuñados, las butifarras, las chuletitas, las pancetas, los helados de nueces de macadamia, las milhojas de Santa Águeda, todo, todo ha valido la pena para al fin encontrarse como ahora, ágil, ligero, más puesto y elegante, más atractivo.
—¡Coño, Marcos, deja que te mire! —le dice esa misma tarde en la plaza su amigo Paco, que lleva dos años fuera de la ciudad porque la multinacional en la que trabaja decidió desplazarlo al otro extremo del país—. ¡Qué bien te veo, tío, qué bien te veo!
—¡Pues ya ves, la dieta!
—¡Coño, coño!
—Que se empeñó Marisa y, al final, cincuenta kilitos menos.
—¿Cincuenta kilos? ¿Qué me dices? Pues, chico, estás con un tipazo.
—Eso dice ella, pero...
—¿Ya nos estamos quejando? Tío, las mujeres son las mujeres. ¿Y qué me cuentas?
—Que nos vamos unos diítas a la playa.
—Allí, allí es donde vas a ligar, y con una de treinta.
—¡Más quisiera...!
—Que sí, tío, que te veo muy bien. Hay chavalitas a las que les gustan las arrugas de los tipos curtidos, los pómulos salientes...
A medida que su amigo habla, Marcos se palpa las zonas del cuerpo por él referidas: los pellejos arrugados del cuello, de las mejillas, los huesos de los pómulos...
—Tienes que darte todas las mañanas con la barrita de l’Oréal debajo de los ojos, para combatir las ojeras y que no parezcan tan hundidos —«ojeras, ojos hundidos»—, y sonreír todo lo que puedas, que no estés tan triste, con esas comisuras tan caídas —«comisuras caídas»—, aunque a muchas chicas les gustan los de la tercera edad, siempre que sean divertidos —«tercera edad»—, tengan buen tipo y no les cuelguen los pellejos de la tripa si se ponen en bañador «pellejos en la tripa»—, ni los de las nalgas cuando estén en bolas —«pellejos de las nalgas»—. Pero perdona, Marcos, tío, que he quedado con mi mujer y no la quiero hacer esperar.
Y Marcos estrecha la mano de su amigo y lo ve alejarse, abandonar la plaza. Él, por su parte, se acerca a la peluquería, se planta frente al espejo del escaparate, se eleva las comisuras de los labios con los dedos índice de ambas manos, se estira las mejillas con ellas, tensa los pellejos de sus ojeras, se pellizca los que quedan de sus pechos antes abultados, los que contenían sus michelines y, aspirando cuanto aire sus pulmones son capaces de aspirar, «¡A tomar por culo la puta dieta!», corre hasta la pastelería de Santa Águeda, para afrontar la más linda sonrisa de la más bella dependienta.
¡Media docena de bambas de nata, por favor!

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