Desde
el final del tramo, antes de tomar el rellano que lo conducirá definitivamente
hacia la calle, Marcos vuelve la cabeza para recibir de nuevo la complaciente
sonrisa del dietista. Lleva año y medio atravesando aquel zaguán dos veces al
mes, a cincuenta pavos cada vez, treinta y seis consultas en total, mil
ochocientos eurazos que le han salido del alma y del cogote, pero ha logrado reducir
en cincuenta kilos las adiposidades que venía sobrellevando desde
que su madre lo parió, hace de esto cincuenta y siete años.
—Sus resultados son excelentes, amigo
Marcos, excelentes. Recuerde que no creía mucho en mi plan. Pero usted ha
podido comprobar en carne propia («y en mi cuenta corriente») su espectacular
eficacia, y tampoco ha sufrido en exceso por ello («¡doctor, que llevo año y
medio sin probar el jamón ibérico ni el queso manchego!»), no más que quien
deja de fumar («¡más, más, mucho más, que usted no sabe lo que es contenerse
frente a los cocidos completos del Choto o ante las montañas de nata montada
del Arena Dorada!»), no más que quien se cuida una alergia («¡dieciocho meses
sin probar la cerveza, doctor, dieciocho meses!»). Y ahora parece usted un
modelo de Emidio Tucci («pero ella es como si siguiera viviendo con el
peor Oliver Hardy de todos los tiempos, anafrodisia total»).
El dietista lo ha despedido con varias
palmaditas en la espalda y enfundándose en un bolsillo del pantalón el último
billete de cincuenta. Pero ya en la calle, Marcos respira satisfecho una bocanada
de azul, mira a un lado y otro, y se decide a embocar el atajo que habrá de
conducirlo hacia la zona comercial. «Le regalaré a Marisa un ramo de rosas
frescas y una estancia por ocho días para mayores de cincuenta y cinco en algún
hotelito de Cádiz: ¡total, doscientos setenta y cinco euros por cabeza, pensión
completa en un cuatro estrellas, que me lo ha dicho esta mañana en el parque mi
vecino Ángel, menos que en casa, Marcos, menos que en casa, y no hay que
preocuparse de nada!».
—¿Te gustan?
—Son preciosas, mi amor. Dame un beso.
—Toma.
Y le entrega, con una sonrisa y los
labios amorrados por estimulantes expectativas, las reservas del hotel. Pero
Marisa dilata el diámetro de sus pupilas para que por ellas penetre bien la
imagen de tan maravillosos papeles, coge las reservas y se retira junto a la ventana para leer los detalles;
naturalmente, los labios de Marcos permanecen aleteando en el aire sin pista
para el aterrizaje.
—¡Qué bien vas a estar con los bañadores
que te he comprado! ¡Con ese tipito que se te ha quedado! Parece mentira.
¡Hollywood, como un galán de Hollywood! ¡Guapo! —Se acerca a él, lo toma de
las manos, lo atrae hacia ella, de nuevo los labios de él amorrados en espera
de acontecimientos, le coge la cabeza, se la inclina hacia delante y lo besa en
la frente—. Gracias, mi amor.
¡Hombre, se siente halagado! Es cierto
que hoy tampoco las cosas van a ir a mayores, pero no está mal que la propia
pareja lo compare a uno con un galán de Hollywood nada menos. Sí, la dieta, el
sacrificio que le ha costado y que le cuesta, sus abstinencias insufribles, las
cervecitas, las tortillitas de patata, las barbacoas de los cuñados, las
butifarras, las chuletitas, las pancetas, los helados de nueces de macadamia,
las milhojas de Santa Águeda, todo, todo ha valido la pena para al fin
encontrarse como ahora, ágil, ligero, más puesto y elegante, más atractivo.
—¡Coño, Marcos, deja que te mire! —le
dice esa misma tarde en la plaza su amigo Paco, que lleva dos años fuera de la
ciudad porque la multinacional en la que trabaja decidió desplazarlo al otro
extremo del país—. ¡Qué bien te veo, tío, qué bien te veo!
—¡Pues ya ves, la dieta!
—¡Coño, coño!
—Que se empeñó Marisa y, al final,
cincuenta kilitos menos.
—¿Cincuenta kilos? ¿Qué me dices? Pues,
chico, estás con un tipazo.
—Eso dice ella, pero...
—¿Ya nos estamos quejando? Tío, las
mujeres son las mujeres. ¿Y qué me cuentas?
—Que nos vamos unos diítas a la playa.
—Allí, allí es donde vas a ligar, y con
una de treinta.
—¡Más quisiera...!
—Que sí, tío, que te veo muy bien. Hay
chavalitas a las que les gustan las arrugas de los tipos curtidos, los pómulos
salientes...
A medida que su amigo habla, Marcos se
palpa las zonas del cuerpo por él referidas: los pellejos arrugados del cuello,
de las mejillas, los huesos de los pómulos...
—Tienes que darte todas las mañanas con
la barrita de l’Oréal debajo de los ojos, para combatir las ojeras y que no
parezcan tan hundidos —«ojeras, ojos hundidos»—, y sonreír todo lo que puedas,
que no estés tan triste, con esas comisuras tan caídas —«comisuras caídas»—,
aunque a muchas chicas les gustan los de la tercera edad, siempre que sean
divertidos —«tercera edad»—, tengan buen tipo y no les cuelguen los pellejos de
la tripa si se ponen en bañador ―«pellejos en la tripa»—, ni los de las
nalgas cuando estén en bolas —«pellejos de las nalgas»—. Pero perdona, Marcos,
tío, que he quedado con mi mujer y no la quiero hacer esperar.
Y Marcos estrecha la mano de su amigo y
lo ve alejarse, abandonar la plaza. Él, por su parte, se acerca a la
peluquería, se planta frente al espejo del escaparate, se eleva las comisuras
de los labios con los dedos índice de ambas manos, se estira las mejillas con
ellas, tensa los pellejos de sus ojeras, se pellizca los que quedan de sus pechos
antes abultados, los que contenían sus michelines y, aspirando cuanto aire sus
pulmones son capaces de aspirar, «¡A tomar por culo la puta dieta!», corre
hasta la pastelería de Santa Águeda, para afrontar la más linda sonrisa de la
más bella dependienta.
―¡Media docena de bambas de
nata, por favor!
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