En memoria
de Chéjov y Carver
El
día de las elecciones, mi padre me regaló un ramo de rosas cargado de
simbolismo y yo compré una botella de champán para celebrar con Begoña el
posible triunfo de nuestro partido o, mejor dicho, del partido al que habíamos
votado, ¿no, Bego?, porque ¡tú les votarías también!, ¿no, Bego?, ¿qué?, que si
les votaste, ¡bueno, hijo, el voto es secreto, ya lo sabes!, ¡venga ya!, que
sí, que sí, que es secreto, ¡seecreeetoooo!
En efecto, Begoña estiraba la palabra secreto,
pero lo hacía a medida que se aproximaba a mí, según arrimaba su aliento a mi
oreja derecha, hurgaba en mi oído con la punta de la lengua, ¡seeecreeeetooooo!,
y dejaba de hurgarme para susurrar otras palabras, ¡como!, me hurgaba, ¡nuestro!,
me hurgaba, ¡amor!, me hurgaba, me hurgaba, me hurgaba, ¡secreto
como nuestro amor, cariño!
¿Y qué iba a hacer yo, pobre de mí, tan
débil como soy para eso del sexo, qué iba a hacer sino enloquecer, fluyéndome
sin freno la sangre de arriba abajo, mientras Iñaki Gabilondo acaparaba las
treinta y dos pulgadas de pantalla para informar acerca de los primeros datos?
Quiero decir que la pasión me bajaba de la oreja a las ingles cuando Begoña me
metía la lengua en el oído, ya se había escrutado el nueve por ciento de los
votos y mi partido sacaba quince puntos de distancia a su inmediato seguidor.
¡Qué iba a hacer, sino volverme hacia Begoña, coger su rostro entre mis manos,
pegar mis morros a los suyos e introducirle la lengua hasta la campanilla!
–Abre la botella, cariño, que vais
ganando.
¡Vamos ganando, ni vamos ganando! ¿Qué
botella? ¡Estoy yo como para atinar con el sacacorchos! Me miré el reloj para
percatarme de que aún quedaba por delante demasiada noche electoral.
–Pero, cariño, que no necesitas
sacacorchos, que es champán. Quítale el alambre y brindemos por el triunfo de
los tuyos.
Bueno, sí, dejé a Begoña, cogí la botella
y me puse con el alambre. Según Iñaki, con el catorce por ciento escrutado, las
distancias entre mi partido y el otro se habían reducido a doce puntos, muchos
aún, no obstante, y no creo que se pierda, pero Begoña, bésame en la boca,
cariño, espera, sirve champán, ¡pero Bego!, ¡espeeeraaa, hombre!, toma, copa
para ti, copa para mí.
–¡Por la mayoría absoluta!
Recuerdo que desde la ventana se coló una
mariposa que, desnortada como por un orgasmo, fue a estrellarse contra el
aplique del techo: caí entonces en la cuenta de que deberíamos ganar intimidad
frente a los mirones de la otra fachada; por eso, bajé la persiana, encendí la
lámpara de la mesita y apagué la del techo.
–¿Qué pasa, cariño, te estás
enterneciendo?
Un beso largo y con sabor a champán fue
mi respuesta. Y luego otro y otro, el recuento se dispara, y otro más, camisas
fuera, sujetadores, y otro beso largo, sostenido, cinco puntos apenas de distancia,
botones que se resisten, que ceden al fin, ¡divino festival de caricias que
detiene el tiempo o que lo acelera o puede que lo haga discurrir por una
dimensión desconocida!, dos puntos sólo con el sesenta y tres por ciento de las
papeletas escrutado, las cremalleras se entreabren, y otro beso eterno, jugoso,
estremecedor.
La voz de Iñaki, sin embargo, atemperaba
mi pasión, pero en ningún caso sosegaba el ánimo bullanguero y con retranca de
Begoña, espera, cariño, a ver qué dicen, ¿qué van a decir?, ¡que perdemos, que
no tiene remedio!, ¿otra copita?, ¡la retranca!, se me están quitando las
ganas.
No me quedaba otra, porque la batalla
había que darla por perdida: yo no quería seguir bebiendo y Begoña no lo haría
sin mí. Así que, como aún restaban casi tres cuartos de champán en la botella,
me esforcé por taponarla de nuevo, en espera de ocasión más propicia; me costó
trabajo, pero al final conseguí introducir más de la mitad del corcho por el
cuello de cristal verde. Probablemente ya no tendríamos oportunidad de renovar
aquella noche el brindis anterior, porque la cosa se estaba poniendo cuesta
arriba. Los nuestros, o los míos, qué se yo, se hallaban a muy poco de ser
alcanzados por los otros, y aún faltaba un veinte por ciento de votos por
escrutar, peor que los cinco últimos minutos de una final Madrid-Barça.
El rostro de Iñaki no pareció reflejar
ninguna sensación especial cuando subrayó el empate técnico con el ochenta y
cinco por ciento de los votos, ni cuando señaló que la llegada de nuevos datos
a los paneles electrónicos se había paralizado, ni cuando anunció la comparecencia
del Ministro del Interior para las diez y se miró el reloj, me miré el reloj,
cuarenta y cinco minutos, Begoña en bolas, señoras y señores, yo en bolas, en
tres cuartos de hora el Ministro del Interior y seguramente los datos
definitivos, Begoña al galope, ni cuando dejó caer la siguiente consideración:
tal vez entonces sepamos si se ha producido el sorprendente e inesperado vuelco
y en qué medida.
Cariño, ¿qué te pasa?, olvídalos, ¡qué
más da, si van a hacer lo mismo!, que no, Bego, ¡si da lo mismo!, ¡cómo va a
ser igual quién gobierne!, venga, cariño, ¡a ver esos ánimos!, ¡Bego, Bego,
ay!, ¡calla!, ¡ya, ya!, ¿pero tú les has votado?, ¡calla, hombre!, ¿les has
votado!, ¡joder!, ¡di!, ¡que sí, cariño, que les he votado!, ¡bueno, bueno!,
¡calla, coño!, ¡que-les-has-vo-taaa-dooooo!, ¡cállate, coooñooooo!
Señoras y señores, con ustedes el
Ministro del Interior.
No sé si fue por algún extraño ensalmo
que hubiera aumentado de forma singular la presión del carbónico, o si sería
por Begoña o por Iñaki o por el Ministro; pero el corcho de la botella de
champán saltó por los aires, se estrelló contra el techo y aterrizó en mi
frente, justo en el instante en que yo estaba a punto de explayar mi goce por
encima del bien y del mal, en el preciso momento en que el ilustre portavoz
anunciaba con sonrisa de oreja a oreja que el partido del Gobierno había vuelto
a ganar las elecciones. Sin embargo, Begoña había culminado con éxito, a fin de
cuentas, la cumbre de su dicha y yacía desmadejada sobre mí, que, en lo
referente al trajín de ella, y contradiciendo mis propias expectativas, ¡es
imaginable el caso!, andaba como si tal cosa; y además, al borde de abismarme yo
en una depresión de alto calado.
Superpuesta, como grabada, la pantalla
del televisor sobre la marca con que el corcho había sellado mi frente, me escurrí
como pude del cuerpo de Begoña, apagué el maldito emisario de pésimas noticias,
me dirigí a la cocina y me preparé una infusión de té de fresa para conciliar
el sueño. Mientras la bolsita de té esparcía su contenido en el agua caliente,
tomé las rosas que me había regalado mi padre esa misma mañana, toma, hijo, las
repartes tú también si ganamos, ¡que ganaremos!, las saqué del florero, me las
apliqué a la frente para calmar con su frescor las molestias del taponazo y la
fiebre de la derrota, y luego las tiré al cubo de la basura.
Llegó entonces hasta mí su primer
ronquido. Me acerqué sigiloso hasta el sofá en que yacía su cuerpo caribeño:
calcetines colgando de los pies, cabellos desordenados, pantalones bajados,
párpados relajados, tetas al aire, boca semiabierta, y un hilillo de placer y
despreocupación recorriéndole la comisura izquierda.
Amagué con encender nuevamente la tele,
pero antes regresé a la cocina, busqué la caja de Lexatin y me enchufé dos
cápsulas con el té de fresa. Tendido en el sofá, con el dedo pulgar de mi mano
derecha dispuesto a disparar la orden de encendido desde el mando a distancia,
cerré los ojos y pensé que para las próximas yo sería cuatro años más viejo.
–¿Quién ha ganado? –preguntó su
subconsciente entre ronquido y ronquido.
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