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miércoles, 24 de octubre de 2012

NOCHE ELECTORAL



En memoria de Chéjov y Carver


El día de las elecciones, mi padre me regaló un ramo de rosas cargado de simbolismo y yo compré una botella de champán para celebrar con Begoña el posible triunfo de nuestro partido o, mejor dicho, del partido al que habíamos votado, ¿no, Bego?, porque ¡tú les votarías también!, ¿no, Bego?, ¿qué?, que si les votaste, ¡bueno, hijo, el voto es secreto, ya lo sabes!, ¡venga ya!, que sí, que sí, que es secreto, ¡seecreeetoooo!
En efecto, Begoña estiraba la palabra secreto, pero lo hacía a medida que se aproximaba a mí, según arrimaba su aliento a mi oreja derecha, hurgaba en mi oído con la punta de la lengua, ¡seeecreeeetooooo!, y dejaba de hurgarme para susurrar otras palabras, ¡como!, me hurgaba, ¡nuestro!, me hurgaba, ¡amor!, me hurgaba, me hurgaba, me hurgaba, ¡secreto como nuestro amor, cariño!
¿Y qué iba a hacer yo, pobre de mí, tan débil como soy para eso del sexo, qué iba a hacer sino enloquecer, fluyéndome sin freno la sangre de arriba abajo, mientras Iñaki Gabilondo acaparaba las treinta y dos pulgadas de pantalla para informar acerca de los primeros datos? Quiero decir que la pasión me bajaba de la oreja a las ingles cuando Begoña me metía la lengua en el oído, ya se había escrutado el nueve por ciento de los votos y mi partido sacaba quince puntos de distancia a su inmediato seguidor. ¡Qué iba a hacer, sino volverme hacia Begoña, coger su rostro entre mis manos, pegar mis morros a los suyos e introducirle la lengua hasta la campanilla!
–Abre la botella, cariño, que vais ganando.
¡Vamos ganando, ni vamos ganando! ¿Qué botella? ¡Estoy yo como para atinar con el sacacorchos! Me miré el reloj para percatarme de que aún quedaba por delante demasiada noche electoral.
–Pero, cariño, que no necesitas sacacorchos, que es champán. Quítale el alambre y brindemos por el triunfo de los tuyos.
Bueno, sí, dejé a Begoña, cogí la botella y me puse con el alambre. Según Iñaki, con el catorce por ciento escrutado, las distancias entre mi partido y el otro se habían reducido a doce puntos, muchos aún, no obstante, y no creo que se pierda, pero Begoña, bésame en la boca, cariño, espera, sirve champán, ¡pero Bego!, ¡espeeeraaa, hombre!, toma, copa para ti, copa para mí.
–¡Por la mayoría absoluta!
Recuerdo que desde la ventana se coló una mariposa que, desnortada como por un orgasmo, fue a estrellarse contra el aplique del techo: caí entonces en la cuenta de que deberíamos ganar intimidad frente a los mirones de la otra fachada; por eso, bajé la persiana, encendí la lámpara de la mesita y apagué la del techo.
–¿Qué pasa, cariño, te estás enterneciendo?
Un beso largo y con sabor a champán fue mi respuesta. Y luego otro y otro, el recuento se dispara, y otro más, camisas fuera, sujetadores, y otro beso largo, sostenido, cinco puntos apenas de distancia, botones que se resisten, que ceden al fin, ¡divino festival de caricias que detiene el tiempo o que lo acelera o puede que lo haga discurrir por una dimensión desconocida!, dos puntos sólo con el sesenta y tres por ciento de las papeletas escrutado, las cremalleras se entreabren, y otro beso eterno, jugoso, estremecedor.
La voz de Iñaki, sin embargo, atemperaba mi pasión, pero en ningún caso sosegaba el ánimo bullanguero y con retranca de Begoña, espera, cariño, a ver qué dicen, ¿qué van a decir?, ¡que perdemos, que no tiene remedio!, ¿otra copita?, ¡la retranca!, se me están quitando las ganas.
No me quedaba otra, porque la batalla había que darla por perdida: yo no quería seguir bebiendo y Begoña no lo haría sin mí. Así que, como aún restaban casi tres cuartos de champán en la botella, me esforcé por taponarla de nuevo, en espera de ocasión más propicia; me costó trabajo, pero al final conseguí introducir más de la mitad del corcho por el cuello de cristal verde. Probablemente ya no tendríamos oportunidad de renovar aquella noche el brindis anterior, porque la cosa se estaba poniendo cuesta arriba. Los nuestros, o los míos, qué se yo, se hallaban a muy poco de ser alcanzados por los otros, y aún faltaba un veinte por ciento de votos por escrutar, peor que los cinco últimos minutos de una final Madrid-Barça.
El rostro de Iñaki no pareció reflejar ninguna sensación especial cuando subrayó el empate técnico con el ochenta y cinco por ciento de los votos, ni cuando señaló que la llegada de nuevos datos a los paneles electrónicos se había paralizado, ni cuando anunció la comparecencia del Ministro del Interior para las diez y se miró el reloj, me miré el reloj, cuarenta y cinco minutos, Begoña en bolas, señoras y señores, yo en bolas, en tres cuartos de hora el Ministro del Interior y seguramente los datos definitivos, Begoña al galope, ni cuando dejó caer la siguiente consideración: tal vez entonces sepamos si se ha producido el sorprendente e inesperado vuelco y en qué medida.
Cariño, ¿qué te pasa?, olvídalos, ¡qué más da, si van a hacer lo mismo!, que no, Bego, ¡si da lo mismo!, ¡cómo va a ser igual quién gobierne!, venga, cariño, ¡a ver esos ánimos!, ¡Bego, Bego, ay!, ¡calla!, ¡ya, ya!, ¿pero tú les has votado?, ¡calla, hombre!, ¿les has votado!, ¡joder!, ¡di!, ¡que sí, cariño, que les he votado!, ¡bueno, bueno!, ¡calla, coño!, ¡que-les-has-vo-taaa-dooooo!, ¡cállate, coooñooooo!
Señoras y señores, con ustedes el Ministro del Interior.
No sé si fue por algún extraño ensalmo que hubiera aumentado de forma singular la presión del carbónico, o si sería por Begoña o por Iñaki o por el Ministro; pero el corcho de la botella de champán saltó por los aires, se estrelló contra el techo y aterrizó en mi frente, justo en el instante en que yo estaba a punto de explayar mi goce por encima del bien y del mal, en el preciso momento en que el ilustre portavoz anunciaba con sonrisa de oreja a oreja que el partido del Gobierno había vuelto a ganar las elecciones. Sin embargo, Begoña había culminado con éxito, a fin de cuentas, la cumbre de su dicha y yacía desmadejada sobre mí, que, en lo referente al trajín de ella, y contradiciendo mis propias expectativas, ¡es imaginable el caso!, andaba como si tal cosa; y además, al borde de abismarme yo en una depresión de alto calado.
Superpuesta, como grabada, la pantalla del televisor sobre la marca con que el corcho había sellado mi frente, me escurrí como pude del cuerpo de Begoña, apagué el maldito emisario de pésimas noticias, me dirigí a la cocina y me preparé una infusión de té de fresa para conciliar el sueño. Mientras la bolsita de té esparcía su contenido en el agua caliente, tomé las rosas que me había regalado mi padre esa misma mañana, toma, hijo, las repartes tú también si ganamos, ¡que ganaremos!, las saqué del florero, me las apliqué a la frente para calmar con su frescor las molestias del taponazo y la fiebre de la derrota, y luego las tiré al cubo de la basura.
Llegó entonces hasta mí su primer ronquido. Me acerqué sigiloso hasta el sofá en que yacía su cuerpo caribeño: calcetines colgando de los pies, cabellos desordenados, pantalones bajados, párpados relajados, tetas al aire, boca semiabierta, y un hilillo de placer y despreocupación recorriéndole la comisura izquierda.
Amagué con encender nuevamente la tele, pero antes regresé a la cocina, busqué la caja de Lexatin y me enchufé dos cápsulas con el té de fresa. Tendido en el sofá, con el dedo pulgar de mi mano derecha dispuesto a disparar la orden de encendido desde el mando a distancia, cerré los ojos y pensé que para las próximas yo sería cuatro años más viejo.
–¿Quién ha ganado? –preguntó su subconsciente entre ronquido y ronquido.

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