Las medidas económicas, sociales y políticas adoptadas por el Gobierno del PP no son gratuitas ni caprichosas; simplemente responden a una estrategia oculta bien definida por su cúpula ideológica, aunque el resto del partido la ignore y se limite a difundir el argumentario que le dicta su directiva, y que consiste en cambiar la sociedad. Eso es a lo que Rajoy llama su «programa reformista», eufemismo por el que pretende presentar como centrista la concreción de un plan de «involución», regresivo y reaccionario, expresamente diseñado para desmontar los avances socialdemócratas que se habían venido produciendo en nuestro país en los últimos treinta años.
Tal estrategia del capitalismo neoliberal no se sufre únicamente en nuestro país y en este momento histórico, sino que viene de lejos y de otros lugares.
La crisis del 29, como consecuencia del estallido de la burbuja especulativa y de la superproducción industrial, solo se superó definitivamente con una guerra mundial que costó 60 millones de muertos y cerca de 1,5 billones de dólares. En ella, tres sistemas político-ideológicos entraron en conflicto: el nazi-fascismo, el estalinismo y el capitalismo liberal. Pero la guerra lanzó la producción, empujada por la industria militar, lo que contribuyó a que el capitalismo liberal, que por razones tácticas había apoyado alternativamente a los otros dos sistemas, aunque con el objetivo último de acabar con ellos, comenzara a superar su propia crisis. El nazi-fascismo murió con el final de la guerra; el estalinismo y sus sucesores terminaron como consecuencia de la guerra fría y con la caída del muro de Berlín.
La Segunda Guerra Mundial no hizo sino reafirmar la hegemonía estadounidense en el mundo, que ya había comenzado a partir de la Primera Guerra, y lastrar el crecimiento europeo, condicionado, a partir de entonces, por su dependencia de los EE.UU.; así llegó la reconstrucción, el Plan Marshall y el enriquecimiento del gran capitalismo industrial, aunque también se produjo un desarrollo de la socialdemocracia y de los servicios públicos allí donde esta se hizo con el poder político, es decir, en algunos países del norte de Europa, en una primera fase, luego en Inglaterra con las aportaciones del laborismo inglés y en Alemania con las del SPD y, ya en los ochenta, en los países del sur de Europa (Francia, España, Italia, Grecia, Portugal). De esa manera, la socialdemocracia, que, aun sin cuestionar básicamente el sistema capitalista, sí pugnaba por limar sus aristas más antisociales, se convirtió en una «mala» referencia para el resto de países, donde los pueblos exigieron más y mejores servicios (y, por tanto, un trasvase, vía impuestos, de capital privado al sector público).
Estos avances innegables de las políticas socialdemócratas suscitaron una fuerte, y en ocasiones violenta, reacción neoliberal, representada por el thatcherismo y el reaganismo y con un aliado de primer orden en el terreno de las ideas políticas: el Estado Vaticano de Juan Pablo II. Sus políticas económicas se caracterizaron por la desregularización del sector financiero, la flexibilización del mercado laboral, la privatización de empresas públicas y la reducción del poder de los sindicatos. Todo ello se vio favorecido con la caída del muro de Berlín y el final del llamado «socialismo real» de los países del este de Europa, con lo que el capitalismo, ya sin el contrapeso soviético de la guerra fría, va a tomar impulso en la última década del XX y, embriagado de victoria, se «desmadrará» a principios del XXI con Bush y su belicismo descontrolado, que en España encontrará en el gobierno de Aznar un fiel colaborador, no solo en su política belicista, sino también en su estrategia de desregulación económica, que, mediante la liberalización del suelo, creará las bases para el crecimiento de la burbuja inmobiliaria.
La crisis actual, que comienza en 2007, precisa de otras recetas, porque el capitalismo financiero, que es ahora el hegemónico y el que la ha provocado como consecuencia de una «superproducción» de los créditos basura ligada a la explosión de la burbuja inmobiliaria y especulativa, no quiere arriesgar su estabilidad con otra guerra en Europa y, además, sabe que los pueblos de Occidente no lo tolerarían hoy (tras la guerra en los Balcanes, las protestas contra la de Irak se lo dejaron meridianamente claro); a pesar de esto, de vez en cuando se arriesga con guerras locales, sin apenas costes en vidas humanas para sus países, como en Libia, por ejemplo, o en Afganistán, a fin de estimular su industria militar y controlar la producción petrolífera del mundo. Además, tampoco está dispuesto a aceptar la salida socialdemócrata, con trasvases de lo privado a lo público. El capitalismo financiero, para superar su propia crisis y seguir multiplicando sus beneficios (en el último año, por ejemplo, tan crítico para la economía española, las 35 empresas del Ibex 35 han incrementado sus beneficios un 5 %, y en la misma proporción, sus ejecutivos han mejorado sus retribuciones, y eso por no hablar de los pingües beneficios de los banqueros alemanes y de la City londinense), se ha propuesto los siguientes objetivos:
1. Acabar con los gobiernos socialdemócratas del norte y del sur de Europa, y particularmente con el zapaterismo, que, al margen del propio Zapatero (sin herramientas ideológicas para aguantar el embate neoliberal), se estaba convirtiendo en una peligrosa referencia europea en el plano de los servicios sociales y de las libertades.
2. Trasvasar el capital público al sector privado y, en concreto, a la banca y a las grandes multinacionales con ella conchabadas. Para ello, se trata de convertir estos países en gigantescas factorías generadoras de capital con mano de obra muy cualificada mediante una formación sufragada con dinero público, y muy pobremente remunerada, sin embargo, por el capital privado.
3. Conseguir unas clases trabajadoras mal remuneradas y sin capacidad de respuesta y unas clases medias dispuestas a permitir el citado trasvase de capital, desideologizadas y acríticas frente a su progresivo empobrecimiento; en definitiva, una mano de obra barata, dócil y amedrentada.
4. Propiciar la llegada de gobiernos títeres en los países presuntamente menos controlables (sur de Europa), tras la caída de los anteriores (España, Portugal), incapaces de resistir las presiones financieras, o sencillamente imponiendo al frente de los mismos técnicos que representen fielmente los intereses de las grandes corporaciones financieras (Italia, Grecia antes de las últimas elecciones), prueba inequívoca, por cierto, de que los neoliberales no muestran el más mínimo reparo en descapitalizar la democracia. En el terreno económico, las políticas coyunturales de estos gobiernos deberán basarse fundamentalmente en recortar gastos y en no aumentar los ingresos que pudieran obtenerse actuando sobre los grandes capitales, hasta el punto de que, en España, por ejemplo, el gobierno del PP no solo renuncia a una lucha decidida contra la evasión de capitales y contra el fraude fiscal, sino que «recompensa» a los defraudadores con la amnistía.
5. Aumentar sus beneficios a base de transacciones de capital y movimientos especulativos. Se trata de sacralizar, pues, la libertad de movimiento para los capitales, al tiempo que se restringe la de los ciudadanos.
Naturalmente, todo esto implica un cambio en el modelo de sociedad, que es el gran objetivo estratégico del PP español, pero también el de los conservadores de Cameron y de Merkel: menos Estado, menos democracia, menores controles públicos, sindicatos y partidos más débiles, pueblos más amedrentados y dóciles, más capital para la banca, porque a más capital, más poder, y más hegemonía política de los poderes financieros a través de gobiernos títeres. En nuestro país, todo esto se concreta en las siguientes medidas y proyectos:
1. Menos Estado: proceso imparable de privatizaciones masivas y estratégicas, de disminución del número de empleados públicos y de reducción dramática de los servicios públicos en beneficio de los privados: transportes, puertos y aeropuertos, sanidad, educación, dependencia, pensiones, prestaciones por el desempleo. Pero algo de Estado, el imprescindible para socializar, en su caso, las posibles pérdidas del sistema financiero.
2. Menos democracia: mantenimiento de leyes electorales no muy democráticas, disminución del control parlamentario, proliferación de los decretos ley, monopolización de los medios de comunicación, reducción del número de representantes populares (con especial incidencia en la representación de los partidos minoritarios, que tenderán a desaparecer), aumento de la representación indirecta (Diputaciones) en detrimento de la directa (Ayuntamientos y Comunidades), disminución de los representantes sindicales y de la negociación colectiva hasta conseguir una menor capacidad de organización y respuesta de las clases trabajadoras, corporativización de las instituciones (CGPJ), mantenimiento de un poder judicial que continúa sin «emanar del pueblo». A esto hay que sumar unas fuerzas antidisturbios cada vez más agresivas, a lo que probablemente le seguirán un reforzamiento de las mismas y unas leyes restrictivas de los derechos de manifestación, reunión y expresión.
3. Empobrecimiento progresivo de las dos terceras partes de la población (de clase media-media para abajo) a cambio de un aumento imparable del capital financiero y de sus beneficios, lo que inevitablemente conducirá a incrementar las diferencias entre ricos y pobres, muchos de los cuales se verán abocados a la exclusión social.
4. Implantación de una economía especulativa para el beneficio exclusivo del capital financiero internacional, representado por «los mercados».
Los mercados, la prima de riesgo, la bolsa no son más que la justificación a la que recurren los gobiernos títeres para privatizar el Estado y trasvasar todo el capital a la banca. Para mantener la apariencia de que todo se debe a la necesidad de afrontar el pago de la deuda multimillonaria de los países, las instituciones europeas alimentan el espejismo de que nos ayudarán a cambio de recortes salvajes, y los gobiernos títeres, como el del PP español, defienden la falsa idea de que aceptan el juego consistente en que hay que recortar y realizar las citadas transformaciones (¡ojo, algunas no suponen ningún ahorro económico; por ejemplo, la elección de jueces, la eliminación de concejales en poblaciones pequeñas o el cambio en el estatuto que regula la RTV pública!) para afrontar los pagos de la deuda. Pero los llamados «mercados» no van a parar hasta que no culmine todo el proceso de privatización.
En España, el gobierno del PP, justificándose en la herencia recibida y en la aplastante mayoría absoluta que la ciudadanía, fraudulentamente engañada por una política de oposición y un programa electoral diametralmente opuestos a lo realizado una vez en el poder, no es sino el gobierno-títere que ha de llevar a cabo el «plan reformista de involución» diseñado para nuestro país por el capitalismo financiero, y contra el que debemos luchar con la legitimidad de botar a los mentirosos vendepatrias que hoy por desgracia nos gobiernan.
Vincent de Larra
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