I
María Elena era su nombre,
María Elena, mar y playa,
María Elena, mar sirena.
María Elena de mi alma,
que el día en que nos casamos,
su noche, su madrugada,
fuimos felices los dos,
tú en mi lecho y yo en tu cama.
Y cada vez que al teclado,
imprudente, se sentaba,
en su magín emergían,
¡ay conciencia!, estas palabras
que en las crestas de su pulso,
como dardos, la aguijaban.
II
Pero ya no podía más,
todo me importaba un bledo:
las siete de la mañana,
el bollo y el café expreso,
las recetas de la tele,
los telediarios, el tiempo,
los seriales, las tertulias,
el fútbol, los cotilleos,
el vendedor de promesas,
las sorpresas del cartero,
los noviazgos de sus hijas,
sus cuitas, sus devaneos,
los noviazgos de mi hijo
—burlador, jeta, torero—,
y el curro de Marco Antonio:
lejos de casa, disperso,
sin fin hasta luz de luna,
acidez, ronquido, muermo
y un despertador, tic-tac,
maldito ladrón del sueño.
III
Por eso se decidió:
biblioteca, muchas horas,
navegación, blogs, webs santas,
magia de teclas y bola,
números, control-alt, supra,
el misterio y una ola
de intriga y sensualidad,
a las cinco, terca hora,
fiebre a las cinco, a las cinco,
palabras que, cuando asombran
el blanco de la pantalla,
me turban, me desmoronan,
el corazón se despeña
y la sangre se desboca.
IV
«Y dicen que está muy cerca
de Barajas, y escondido,
que reina la discreción,
que es el mejor escondrijo
para amantes internautas,
elegantes, sin marido,
elegantes, sin esposa,
elegantes, y sin niños,
que el primer viernes del mes
quieran estrenar un nido,
nido de amor y de flores,
con jacuzzi, cava y vino.
Allí quedamos, si quieres,
a las siete. Con cariño».
Y entonces degustaremos,
Lorenzo, bien escondidos,
la ambrosía de los labios
y el néctar de los ombligos.
V
A las cinco de la tarde,
Marco Antonio cierra el Excel:
se acabó ya la función,
a estas horas no se vende,
pero hay que ocupar el tiempo,
por si acaso llega el jefe.
Y si llega, sólo un clic
para cerrar presto el messenger.
Pero se rompe la siesta;
me llama, mas nunca viene.
Y como todos los días,
conversará con Penélope.
Le gusta cuanto le escribe,
con sus cosas se divierte.
En cambio, con María Elena,
en los tres últimos meses,
no me he jalado una rosca,
ni me he dado un mal filete.
«Me parece bien, de acuerdo,
quedamos para este viernes.
Conozco el sitio. Un amigo
me ha hablado de él. A las siete».
VI
A las siete de la tarde,
un viernes de enero blanco,
al garaje del hotel,
cauteloso, ha penetrado.
En media hora, Penélope
vendrá a las doscientas cuatro,
que no hay quien quite a la cita
media hora de retraso;
mas en albornoz, con cava,
feliz la estaré esperando,
y le diré con un beso:
«quítate de encima el hato,
toma una copa de cava
y juguemos un buen rato».
Llegadas las siete y media,
en efecto, hay contacto:
tres golpecitos modosos
en la puerta. ¡Sobresalto!
Mas Felipe, controlándose,
a la puerta se ha arrimado,
el albornoz entreabierto
y el deseo redoblado.
VII
Ya siento las vibraciones
que vienen de la madera,
y el sudor de las axilas
y el picor en las orejas
me anuncian que, en esta noche,
tocaremos las estrellas,
nos beberemos la luna,
viajaremos en cometas,
llegaremos al cenit,
a lo más alto, a la cresta
de la pasión y el amor,
la locura, la belleza,
la fiebre, la risa, el llanto,
la alegría o la tristeza,
el nacimiento de Venus,
la madura adolescencia,
las caricias de las ninfas,
el sabor de las cerezas,
la fragancia de las flores,
entre violines y perlas,
porque contigo, Penélope,
daremos con la manera
de ser felices los viernes,
aunque el resto no se pueda.
VIII
¡Ya presiento tu presencia,
Lorenzo, mi amor, mi vida,
tras la puerta que separa
tu desazón de la mía,
y que me sobra, me estorba,
me distancia, me castiga,
que los segundos son siglos
cuando la fiebre se empina,
y yo ya no me conformo,
no soporto las mentiras
de teclados, de ratones
o de pantallas furtivas,
ni lo de dar al espejo
los gestos que a ti daría,
de lanzar besos al aire,
de hacer al aire caricias!
¡Quiero tu cuerpo, Lorenzo,
que en el mío se derrita!
IX
«¡Penélope!» «¡Madre mía!»
«¡Lorenzo!» «¡Ahí va, mi madre!»
«¡Si yo pensaba que tú...!»
«¡Y yo, que tú por la tarde...!»
«¡Así que, cuando salía,
el ordenador delante,
las horas las dedicabas
a concertar con tu amante
una cita clandestina
en clandestinos parajes,
para endosar unos cuernos
a tu marido! ¡Diantre!»
«¡Y tú, cuando yo te hacía
trabajando, sin escape,
en tu oficina siniestra,
cual esclavo miserable,
por cuatro malditas perras,
a destajo, por las tardes,
ligabas con una zorra,
y para luego endilgarle
a tu mujer unos cuernos,
te citabas con tu amante
en este hotel de pecados
y delitos deleznables!»
X
Dieciséis horas más tarde,
María Elena y Marco Antonio
en la casa familiar
se han quedado los dos solos:
ni su hijo, ni sus hijas
violarán su dormitorio,
pues se han ido a la montaña
con su novia y con sus novios.
Siendo, pues, las doce en punto
en noche de Capricornio,
los dos amantes adúlteros
se tornan fieles esposos:
María Elena no es Penélope;
ni Lorenzo, Marco Antonio;
Penélope es María Elena
y Lorenzo, Marco Antonio.
Por tanto, puede afirmarse
que, en este relato histórico,
una enseñanza subyace
sin tapujos, sin adornos:
«lo que te enfermó te sana»,
que dijo el ilustre anónimo;
porque el correo y el chat,
con su poder misterioso,
de esposos hacen amantes,
mas, antes que tarde, pronto
echan a los pecadores
al brazo el uno del otro.
Y así todo terminó,
no en ruptura, no en enojo,
sino en reconciliación,
al notar con alborozo,
que volvieron a elegirse
uno a la otra y la otra al otro.
¡Y colorín colorado
este cuento ha terminado!
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