«Niquelao»,
dijo de pie en el centro del estudio, observando los lomos relucientes de los
libros; «niquelao», repitió desde la puerta, ponderando el espacio que
había ganado al verter horizontalmente muchos volúmenes en algunos anaqueles,
un poco contra natura, ¡o no!, porque en realidad así salen de la imprenta,
tumbados en las cajas de embalaje, y acaso vaya más contra la propia naturaleza
de las cosas eso de colocarlos en vertical, posición en la que tal vez hayan de
aguantar mayor sufrimiento la cubierta y las hojas con el peso de la cultura
que sostienen, a cambio, eso sí, de facilitar al lector su localización en los
estantes, su extracción de los mismos si llega el caso; «niquelao»,
remató cuando salió al vestíbulo, «esta vez, tendrá que admitirlo».
Entonces se enfrentó al espejo del perchero y, abriéndose paso entre los
abrigos, gabardinas, bufandas y paraguas que lo poblaban, se miró con ufanía a
sus ojos reflejados sobre el azogue y sonrió con satisfacción: se daría una ducha
caliente y se prepararía una buena merienda con chocolate y magdalenas de su
abuela, en premio por superar de sobra la peor de las pruebas del algodón que
se había visto obligado a afrontar desde que habitaba aquella casa, la de
limpiar el estudio, incluidos los miles de volúmenes de su biblioteca. Es verdad
que el trabajo había dinamitado por el momento la sugestiva greguería de Ramón:
«Donde el tiempo está más unido al polvo es en las bibliotecas».
Cuando vio la última película de Woody
Allen, la de A Roma con amor, decidió recuperar la tradición de cantar
en la ducha, no ópera, claro, que, aparte del macarrónico «e donna è mobile, un
automóvile», nada más solía ocurrírsele, y además, ese día, tenía metido en la
chilostra el estribillo aquel del grupo Santabárbara, de los setenta, «Tuviste
suerte al cruzarte en mi camino, yo te salvé de tu destino, Charly», que
primero entendió como dedicado a una amante desheredada, luego a un amante
desnortado, después a un perrito callejero, pero jamás a una paloma, ¡lo que
son las cosas y su mal oído, nefasto para los idiomas y para las letras de las
canciones!
Probablemente fuera con la quincuagésimo novena versión del estribillo, o la sexagésimo séptima, ¡quién sabe!, cuando le sobreviniera la mala, la malísima idea: ¡no había limpiado el radiador, y su consorte se daría cuenta! Embutida su desnudez aún en el albornoz que había conseguido con los puntos del banco y secándose vigorosamente la cabeza, predijo, ¡pobre!, que eso lo ventilaría en un minuto, que sólo era cuestión de estrenar el plumero limpiarradiadores que comprara hacía tiempo en Leroy Merlin, un día de esos en que vas a dar una vuelta por las grandes superficies buscando una bombilla y acabas llenando el carrito de la compra con mil cacharros que únicamente cuando ha caducado el periodo de devolución te das cuenta de que no sirven para nada.
Se secó, pues, se vistió y así, con la
frescura de un tiesto recién regado, buscó el maravilloso plumero y se encaminó
a la ventana del estudio. Debajo, el radiador, «ruiseñor de invierno»: pase por
delante, pase por detrás, entre la pared y el radiador, pelusas fuera. ¿Ya
está? ¡No, no está! Conviene meter el plumero entre los elementos, porque ahí
es donde se acumulan y se espesan las bolas de pelusa, nubarrones entintados
por todas las miserias que remueven las masas de aire caliente que pone en
danza la calefacción. Así que, «tira adentro, cuélate, abajo, arriba, abajo,
arr..., ¡coño, que no va!». No va, no, ya no va. Insiste. «¡Venga, arriba!».
Insiste. «¡Fuera, maldito!». Insiste. «¡Cagüen! ¡Ni pa Dios!». Insiste.
«¡Se ha atascado!».
El plumero se había quedado atrapado
entre dos elementos del radiador. Pero allá abajo, «donde más jode». Y no iba
ni arriba ni abajo, ni adentro ni afuera. El agobio de saber que disponía de
muy poco tiempo, de que su consorte estaba a punto de regresar, y de constatar
una y otra vez que aquello no iba ni p´alante ni p´atrás, le
hacía sudar auténticos goterones: su frente se derretía como la de un
crucificado comido por la fiebre, sus axilas rezumaban sin ninguna contención,
su pecho parecía empapado por los vapores del trópica, sus inglés exudaban
angustiosos escozores de humedad, sus manos resbalaban sobre lo que aún podía
tocar del plumero. ¿Y tirando por debajo del radiador, así, de la punta del
plumero? ¡Venga, va, esta vez sale, ya! «¡Cagüen!». Otra vez se ha atascado.
Pero ahora el radiador se ha tragado el plumero enterito y su mango ha quedado
pillado en la parte baja de aquel, ahora sí que no hay forma humana de deshacer
el desaguisado. ¡Espera, espera!
Una lucecita brotó en su cerebro, como la
de los inventores del tbo. ¡La
caja de herramientas! Tal vez con un destornillador, introduciéndolo desde
fuera por la ranura de separación de los elementos, pueda enganchar el mango del
plumero y tirar de él hacia arriba, hacia arriba, ¡venga, fuerte!, está a punto
de subir, aumenta la sudoración, ¡más fuerte!, el sudor lo empapa, ¡más!, que
sube, ¡ni ducha ni hostias! «¡Esto no sale!».
El despropósito salta a la vista. Por
debajo del radiador cuelga el plumero del demonio como el rabo de un felino, y
el mango está encajado. Si tiras de él con el destornillador, se mueve, pero el
rabo no pasa. Y aquello se encaja de tal manera que es imposible desplazarlo.
Un agobio febril, una impotencia dramática y lacerante acaban por torpedear su
racionalidad y la colocan al borde de una explosión descontrolada capaz de
llevarse por delante aquella mierda de radiador, de arrancarlo de sus anclajes
en la pared, de derribar si es preciso el muro que sostiene la ventana, de
lanzar después a tan maldito «ruiseñor de invierno» a la puta calle. ¡«Ruiseñor
de invierno» ni «ruiseñor de invierno»! ¡Aquí quería ver al tal Ramón! Y
entonces se le ocurre que podría intentar cortar el rabo del plumero que cuelga
del radiador. «¡Exacto, cortarle el rabo!». Fuera de sí, busca una
sierra de metal, que no encuentra; pero echa mano de una lima que sí ha
encontrado. «¿Será para madera o para metal?». Y más fuera de sí aún, con el
frenesí compulsivo de un morboso azogamiento, comienza a limar el dicho rabo.
Hasta que, por fin, lo consigue. «¡Ya, ya, ya!». ¡El rabo!
Sin embargo, ¡ah, sin embargo!, el
endiablado manguito, aunque desrabado, continúa tozudamente trabado entre los
módulos del radiador. «Pero, ¡coño!, ¿en qué se engancha ahora?».
Ya no suda, ya no, porque se le han
desecado las sudoríparas. Ya encaja la derrota. Ya asume la cantinela: «¡Quién
te manda a ti, cariño, quién te manda, que siempre pasa lo mismo, se llama a un
hombre, si no sabemos, se llama a un hombre, si no somos capaces, pues un
hombre, que para eso están, y se le paga, y santas pascuas!». ¡Un hombre, un
hombre, un hombre!
Y en eso, el ruido ascendente del
ascensor, la sacudida del frenazo, el golpetazo de la puerta, la certidumbre de
que, en efecto, todo va a empeorar. ¿Se pega de cabeza contra el radiador o se
lanza directamente a la calle de cabeza? Mas entre las dos posibles maneras de
abrirse la cabeza, de nuevo la bombillita del ¡eureka!: mete dos dedos por
debajo del radiador, hurga en el extremo del rabo rebanado y, ¡oh, fuerzas del
cielo y de la tierra juntas!, ¡oh, potencias del fuego y de los mares!, ¡oh,
dioses de griegos y romanos, de cristianos y musulmanes, de judíos y budistas!,
¡oh, batalla de todas las batallas!, ¡que aquello se mueve, que el extremo
cortado supera el atasco y que, con la punta del destornillador, consigue por
fin que el mango escape del jodido radiador!
La puerta de la vivienda se abrió.
—¿Pero qué haces, cariño, con el radiador
y este calor, que te vas a achicharrar, y con la ventana de par en par, tirando
el dinero por la ventana?
Aún tardó unos segundos en contestar, los
que dedicó a beberse sus propias lágrimas y a pergeñar una respuesta coherente:
—¡Nada, tú, que me había
dado una hipotermia, y estaba a ver si..., pero luego..., pues nada..., que...!
No hay comentarios:
Publicar un comentario