Como cada domingo, también este
has acudido al mediodía a tu habitual tienda de periódicos a comprar El País.
Pero en esta ocasión, el dueño no está despachando; en su lugar, su madre y una
patulea de nietos, nietecillos más bien, atienden a los clientes, ella con la
torpeza propia de las señoras que ocasionalmente hacen de vendedoras, ellos con
el espíritu juguetón de los niños a quienes por primera vez se les deja
participar en el negocio de la familia. Y tú, sufriendo el que nadie respete la
cola, que más que cola se te figura revoltijo de bullentes hormiguitas en pos
de alguno de los niños para que le alcance El Mundo, o el ABC, o La
Razón, o La Gaceta, o El País, eso sí, sin mosqueos
inoportunos, joder con el niño de los cojones, sin discusiones
estériles, pero, señora, que acaba usted de llegar, porque tienen las
conciencias recién descargadas y no es plan de embroncarse tan pronto con un
prójimo o prójima cualquiera por un quítame allá esas pajas, las tienen recién
descargadas de zurrapas, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa,
descargadas y baldeadas como la cubierta de un barco de cuya sentina, sin
embargo, se hubieran enseñoreado las ratas, baldeadas y liberadas, en fin, en
la misa dominical celebrada bajo la batuta de un cura elocuente que les habrá
hablado con arrobo del misterio de la Santísima Trinidad o de la virginidad de
María, pero sin soliviantarles los espíritus con arremetidas contra el
latrocinio de los banqueros, o la injusticia intolerable de los desahucios y
sus víctimas incluso mortales, o el drama terrible de las pateras y sus
ahogados, o la desatención de los dependientes y de los numerosos enfermos sin
cobertura, o el despido inmisericorde de los interinos o de los trabajadores de
banca, o el empobrecimiento y el hambre de muchas familias, sino con el afán de
sosegar los ánimos pidiendo la protección divina de los gobernantes, que, a fin
de cuentas, el Gobierno y la Conferencia Episcopal negociaron con sigilo la
religión en la enseñanza, como quien negocia con un vendedor ambulante el
precio de un paraguas.
Mientras
esperas que te llegue la vez, en tanto que observas con cierta emoción
nostálgica las nuevas entregas de muñequitos de goma que aguardan en el
mostrador a ser compradas por alguien, parecen personajes de Astérix, ¿o son
de Tintín?, ¿o del Capitán Trueno?, y temes, dada la aglomeración de
clientes, no llegar a tiempo de conseguir ninguna, si es que efectivamente se
trata de la materialización plástica de algunos de tus mejores sueños infantiles,
alguien se las lleva y me quedo sin ellas, al tiempo que sufres la
insoportable falta de respeto que por los turnos manifiestan la señora y sus nietecitos,
tú diviertes tu impaciencia comiéndote parte del suelto de avellanas que llevas
en el bolsillo. Solidario con tu vendedor de periódicos, siempre procuras
llevar suelto para pagarle, porque sabes que si le das un billete le ocasionas
un problema a veces de difícil solución. Así que es usual en ti llevar algo de
suelto para comprar el periódico, avellanas, ¿o monedas?, ¿no son avellanas?,
¡claro, avellanas!, ¿qué si no?
Pegado ya al
mostrador, te comes otra avellana, todas peladas, también esta, todas peladas y
tostaditas, no quemadas. A punto de ser despachado por la señora, ves de cerca
las bolsas con los muñequitos de goma, y alargas la mano derecha, los dedos,
para revisarlas y decidir con cuál de ellas cargas. Pero tu acción entre
atrevida y tímida sólo obtiene como resultado un profundo desencanto, porque ni
son muñequitos de Astérix, ni de Tintín, ni del Capitán Trueno, ni siquiera son
de goma, no, nada de eso, que se trata de esos extraños y fantásticos
humanoides galácticos o intergalácticos de plástico, que tanto éxito suelen
cosechar en la industria cinematográfica y que a ti nunca te transmiten nada,
porque jamás han logrado estimular tu imaginación. Por cierto, que lo mismo te
sucede con las versiones en celuloide de los tebeos. Siempre has pensado, y aún
sostienes la misma opinión, que los personajes de ficción resultan más
sugerentes en sus viñetas originales que en las pantallas de los cines o de los
televisores, porque el lector de tebeos debe aportar su parte de imaginación a
las propuestas del dibujante, mientras que en el cine todo es más explícito, y
la imaginación del espectador es solapada por la de los realizadores. Así que,
frente a las pelis de Claude Zidi o Alain Chabat, tú te quedas con los dibujos
de Uderzo, e incluso en lugar de las imágenes de Steve Spielberg, tú prefieres
las de Hergé, y eso por no hablar de la esperpéntica tropelía perpetrada por
Antonio Hernández y compañía con la obra de Ambrós y Víctor Mora.
Así las cosas,
doblegado por el desencanto de que las figuritas de goma no colmen tus anhelos
del momento, no te queda sino comprar el periódico mondo y lirondo. Ya la
señora enarbola un ejemplar dispuesta a entregártelo con una mano, a cambio de
recibir con la otra el dinero correspondiente. Pero tú, ingenuo de ti, cometes
el error de pagarle antes de tocarlo siquiera. Aquí tiene, y depositas
en su mano unas cuantas avellanas para que se cobre. Lo siento, te dice
ella, la máquina no las coge. ¿Qué no las coge? No, lo siento. Pero
si siempre..., insistes sin resultado, pero ella, sin soltar el periódico,
porque mantiene la esperanza de que vas a pagarle, se dedica, no obstante, a
atender a otros clientes. ¡Pues a tomar por culo, ahí te quedas con tu
periódico!, te dices. Y te largas a la calle sin periódico y sin
muñequitos.
El sol de otoño te recibe con una caricia, y el reconfortante olor a
churros procedente del parque estimula tus cilios olfatorios hasta que el
estómago comienza a segregar sus jugos para recibir aquel manjar mañanero y la
boca se te hace agua. Atraído por la idea de desagraviarte con dos o tres
cohombros, como antaño los denominaban, te encaminas al quiosco mientras vas
dando cuenta de las avellanas que todavía te danzan en el bolsillo al ritmo de
tu paso.
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