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miércoles, 12 de diciembre de 2012

COMO CADA DOMINGO


Como cada domingo, también este has acudido al mediodía a tu habitual tienda de periódicos a comprar El País. Pero en esta ocasión, el dueño no está despachando; en su lugar, su madre y una patulea de nietos, nietecillos más bien, atienden a los clientes, ella con la torpeza propia de las señoras que ocasionalmente hacen de vendedoras, ellos con el espíritu juguetón de los niños a quienes por primera vez se les deja participar en el negocio de la familia. Y tú, sufriendo el que nadie respete la cola, que más que cola se te figura revoltijo de bullentes hormiguitas en pos de alguno de los niños para que le alcance El Mundo, o el ABC, o La Razón, o La Gaceta, o El País, eso sí, sin mosqueos inoportunos, joder con el niño de los cojones, sin discusiones estériles, pero, señora, que acaba usted de llegar, porque tienen las conciencias recién descargadas y no es plan de embroncarse tan pronto con un prójimo o prójima cualquiera por un quítame allá esas pajas, las tienen recién descargadas de zurrapas, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, descargadas y baldeadas como la cubierta de un barco de cuya sentina, sin embargo, se hubieran enseñoreado las ratas, baldeadas y liberadas, en fin, en la misa dominical celebrada bajo la batuta de un cura elocuente que les habrá hablado con arrobo del misterio de la Santísima Trinidad o de la virginidad de María, pero sin soliviantarles los espíritus con arremetidas contra el latrocinio de los banqueros, o la injusticia intolerable de los desahucios y sus víctimas incluso mortales, o el drama terrible de las pateras y sus ahogados, o la desatención de los dependientes y de los numerosos enfermos sin cobertura, o el despido inmisericorde de los interinos o de los trabajadores de banca, o el empobrecimiento y el hambre de muchas familias, sino con el afán de sosegar los ánimos pidiendo la protección divina de los gobernantes, que, a fin de cuentas, el Gobierno y la Conferencia Episcopal negociaron con sigilo la religión en la enseñanza, como quien negocia con un vendedor ambulante el precio de un paraguas.
Mientras esperas que te llegue la vez, en tanto que observas con cierta emoción nostálgica las nuevas entregas de muñequitos de goma que aguardan en el mostrador a ser compradas por alguien, parecen personajes de Astérix, ¿o son de Tintín?, ¿o del Capitán Trueno?, y temes, dada la aglomeración de clientes, no llegar a tiempo de conseguir ninguna, si es que efectivamente se trata de la materialización plástica de algunos de tus mejores sueños infantiles, alguien se las lleva y me quedo sin ellas, al tiempo que sufres la insoportable falta de respeto que por los turnos manifiestan la señora y sus nietecitos, tú diviertes tu impaciencia comiéndote parte del suelto de avellanas que llevas en el bolsillo. Solidario con tu vendedor de periódicos, siempre procuras llevar suelto para pagarle, porque sabes que si le das un billete le ocasionas un problema a veces de difícil solución. Así que es usual en ti llevar algo de suelto para comprar el periódico, avellanas, ¿o monedas?, ¿no son avellanas?, ¡claro, avellanas!, ¿qué si no?
Pegado ya al mostrador, te comes otra avellana, todas peladas, también esta, todas peladas y tostaditas, no quemadas. A punto de ser despachado por la señora, ves de cerca las bolsas con los muñequitos de goma, y alargas la mano derecha, los dedos, para revisarlas y decidir con cuál de ellas cargas. Pero tu acción entre atrevida y tímida sólo obtiene como resultado un profundo desencanto, porque ni son muñequitos de Astérix, ni de Tintín, ni del Capitán Trueno, ni siquiera son de goma, no, nada de eso, que se trata de esos extraños y fantásticos humanoides galácticos o intergalácticos de plástico, que tanto éxito suelen cosechar en la industria cinematográfica y que a ti nunca te transmiten nada, porque jamás han logrado estimular tu imaginación. Por cierto, que lo mismo te sucede con las versiones en celuloide de los tebeos. Siempre has pensado, y aún sostienes la misma opinión, que los personajes de ficción resultan más sugerentes en sus viñetas originales que en las pantallas de los cines o de los televisores, porque el lector de tebeos debe aportar su parte de imaginación a las propuestas del dibujante, mientras que en el cine todo es más explícito, y la imaginación del espectador es solapada por la de los realizadores. Así que, frente a las pelis de Claude Zidi o Alain Chabat, tú te quedas con los dibujos de Uderzo, e incluso en lugar de las imágenes de Steve Spielberg, tú prefieres las de Hergé, y eso por no hablar de la esperpéntica tropelía perpetrada por Antonio Hernández y compañía con la obra de Ambrós y Víctor Mora.
Así las cosas, doblegado por el desencanto de que las figuritas de goma no colmen tus anhelos del momento, no te queda sino comprar el periódico mondo y lirondo. Ya la señora enarbola un ejemplar dispuesta a entregártelo con una mano, a cambio de recibir con la otra el dinero correspondiente. Pero tú, ingenuo de ti, cometes el error de pagarle antes de tocarlo siquiera. Aquí tiene, y depositas en su mano unas cuantas avellanas para que se cobre. Lo siento, te dice ella, la máquina no las coge. ¿Qué no las coge? No, lo siento. Pero si siempre..., insistes sin resultado, pero ella, sin soltar el periódico, porque mantiene la esperanza de que vas a pagarle, se dedica, no obstante, a atender a otros clientes. ¡Pues a tomar por culo, ahí te quedas con tu periódico!, te dices. Y te largas a la calle sin periódico y sin muñequitos.
El sol de otoño te recibe con una caricia, y el reconfortante olor a churros procedente del parque estimula tus cilios olfatorios hasta que el estómago comienza a segregar sus jugos para recibir aquel manjar mañanero y la boca se te hace agua. Atraído por la idea de desagraviarte con dos o tres cohombros, como antaño los denominaban, te encaminas al quiosco mientras vas dando cuenta de las avellanas que todavía te danzan en el bolsillo al ritmo de tu paso. 

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