Aguanta,
Vanda, aguanta, que es un pinchacito de nada en la encía, aunque con esos ojos
que parecen como si se me fueran a meter dentro de la boca, Jesús, que me
atraganto de sólo pensarlo, con esos ojos una se asusta, y gracias a la mascarilla
que me libra de su respiración pestilente, pero no de esas mejillas grasientas,
que no es sudor, no, que su frente seca revela que es grasa, que es pringue lo de sus carrillos, porque estará
recién comido, se habrá hartado de chuletas de cordero rebozándose en la grasa,
grasientas chuletas de cordero viejo y maloliente, y tendrá restos de carne en
la boca, de hecho aún anda masticando restos, restos entre sus dientes
amarillos de nicotina, que, aunque no los ves a través de la mascarilla, sí estarán
amarillos, como sus dedos, amarillos de tabaco, sus dedos sin guantes, Jesús,
me va a tocar los labios, la lengua, las muelas con esos dedos desnudos y
manchados de nicotina, seguro que también de sebo, qué asco, pero debes
refrenar tus ansias, contrólate, Vanda, amarra esa sensación que te rebulle en
la boca del estómago, que amenaza por gatearte por el esófago y por lanzarse a
su jeta como un surtidor de bilis agria y viuda, viuda de todo, o huérfana,
porque otra cosa, no, con el tiempo que llevas sin probar bocado, sin saborear
una simple tortillita francesa, un poco de pan con aceite, un racimo de uvas,
no puedes contener otra cosa, sino sólo bilis desangelada, solitaria, tan
distinta desde luego a aquella cerveza, la jarra de cerveza, una de medio litro,
la cerveza que le echaste por encima de la cabeza en el Círculo para que se le
redujera aquel enorme bulto que amenazaba con estallarle la cremallera del
pantalón, y el tonto del higo me sonrió como un pobre bobo, primero me sonrió y
me señaló con su dedo amarillento como para advertirme de que se vengaría de
aquello, pero enseguida se le desató una risa nerviosa que lo desmadejó, «¡me
las pagarás!», repetía una y otra vez, pero sin ser capaz de sofocar la
carcajada que amenazaba con asfixiarlo allí mismo, y tú, venga cerveza, otra
jarrita por su cabeza, para que siguiera con su ataque, a ver si reventaba de
una vez y ya no volvías a verte obligada a soportar sobre ti su pesada barriga,
sus ancas de cerdo cebón, sus estertores repugnantes y fétidos, no, que si
continuaba con el ataque igual la diñaba, el corazón se le rompía, y la diñaba,
y adiós, muy buenas, muerto de un infarto, y «Finkel, el prestigioso dentista,
sufrió ayer un infarto de miocardio cuando se hallaba cenando con sus amigos en
el Círculo y, a pesar de los esfuerzos del doctor Mischa, buen amigo de la
víctima y afamado cardiólogo de la ciudad, el infortunado dentista ingresó
cadáver en el hospital», que diría la prensa local, pero no cascó, sino que
continuó coleando, dando guerra, echando sobre tus pechos su cuerpo de
lujurioso mastodonte cada noche de viernes, apestoso cosaco como una legión
entera de cosacos lascivos y borrachos, y así hasta que el tuyo, tu cuerpo, se
resintió, dijo basta, se te pudrieron las partes, tus oquedades, tus órganos, y
tuvieron que ingresarte en el hospital, donde te curaron, sí, en tres meses te
purgaron las venas y los tubos, claro, pero desde entonces estoy sin blanca,
porque todos mis ahorros se lo han quedado los sabuesos de bata blanca y
jeringuilla, y mis cosas, los empeñistas judíos, como este que ahora me anda
hurgando en la boca y que aparenta no reconocerme, el muy desgraciado, porque
con mi enfermedad decidiría sin duda ligarse a este cardo borriquero que tiene
de enfermera, que ya no te acuerdas, maldito, de cuántas noches te calenté la
cama y el pingajillo ese que te cuelga debajo de la tripa, y que no creo que
esta sea capaz de hacértelo mejor que yo, que va, y tú, pérfido, ya no te
acuerdas, por supuesto, como que entonces yo era una dama vestida a la última
moda, con sombrero llamativo y zapatos de color bronce, una dama, Nastasia
Kanavkina, que ponía en mi pasaporte, una «honorable ciudadana» en opinión de
Antón Chéjov, mi demiurgo y el de este amondongado mamón, el demiurgo que aquí
me beneficia con una dosis de anestesia, menos mal, honorable, digo, y no como
ahora que seguramente estoy desconocida, que quizá este mamón me tenga por una
vulgar modistilla, y por eso ni se ha molestado en ponerse los guantes para
introducirme entre los labios sus dedos amorcillados, ahí, ahí, que percibo su
asqueroso sabor a pringue, las ganas de vomitar y de escupirle a sus ojos como
ubres de vaca el asco que me provoca, y siento que me toca en la muela podrida
con algo, que me tira, no, no me duele, menos mal, gracias al demiurgo, pero me
tira, me tira con fuerza, y me cruje la mandíbula, no me duele, pero ese
crujido me sobrecoge, y él tira con fuerza, me voy detrás de sus manos, puede
conmigo, no me duele, pero me arrastra, me arrastra, me levanta del sillón, y
arranca algo de mí, de mi boca, de mi encía, de mi alma, de mi integridad, y
ahí, ya, delante de mi vista, sujeta entre las tenacillas, la muela comida por
la caries y su ufana sonrisa que descubre cuando retira la mascarilla con que
se cubría la mitad del rostro, que es una lástima que no siga con ella puesta,
para no ver sus dientes amarillos, para no tener que respirar su halitosis,
pero sonríe orondo, deja caer la muela en una bandeja metálica, le ordena a la
criada que hace de enfermera, este sieso que tiene que aguantar sus lujuriosas
adiposidades, que me dé un vaso con agua fría y me espeta «Es un rublo,
señora», un rublo, todo mi capital, pero su insoportable halitosis sacude
gravemente mis nervios olfatorios, mis papilas del gusto se estremecen aún con
el rastro pringoso que han dejado los dedos de tan detestable sacamuelas,
«Enjuáguese; es un rublo», repite, y la totalidad de mi alma y de mi existencia
se me agolpa en el estómago, y en él se mezclan mis peores caldos, se cuecen
mis humores más indignos, y, cuando ingiero el agua que me ofrece la pringada
de la cofia, es como si hubiera activado la espoleta de una bomba, la cual no
hace sino explotar y despedir hacia arriba con la fuerza del espanto un
auténtico chaparrón de bilis y ácidos frente al cual ni sus sucios dientes ni
sus ojos saltones pueden protegerse.
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