A
mis balseras y balseros
Desde lo más alto del elevador
hidráulico, el bombero Sandokán —greñas negras y barba espesa como un boscaje
tropical— remató la faena inundando de agua la terracita. Cortó el chorro de la
manguera, la retiró y, con gestos elocuentes, pidió que lo bajaran, que ya
estaba todo controlado. Mientras el elevador, en efecto, bajaba y el bombero
Sandokán se acercaba progresivamente al nivel de calle, un público de mirones,
muchos, los más, clientes ocasionales de las terrazas vecinas, prorrumpió en un
aplauso cerrado. Sandokán levantó sus brazos en señal de victoria y de
agradecimiento.
—¡Viva el cuerpo de bomberos! —voz de
mujer.
—¡Viva tu cuerpo serrano! —voz de hombre.
—¡Viva el cuerpo nacional de policías!
—voces varias.
Saltando Sandokán acrobáticamente a
tierra, provocando así el susodicho que arreciaran los aplausos y los
‘¡vivas!’, los numerosos agentes presentes, nacionales y locales, no así los
bomberos, se volvieron confundidos hacia quienes aplaudían o gritaban, o
aplaudían y gritaban, que es lo más lógico. ¿Qué por qué confundidos, o incluso
desorientados, que para el caso..., y no nerviosos, o mosqueados? Pues porque
en los últimos tiempos no proliferaban en el país exteriorizaciones de reconocimiento
hacia su presencia garante. ¿Garante? ¿De qué? Sí, garante de la defensa
precisa de la ley y el orden. ¿’Defensa precisa’? Bueno, más bien ‘aplicación
rigurosa’. ¿Como la aplicaría un juez justo y legal? ¡No, no, que demasiadas
veces la ‘aplican’ a palo y tentetieso, o sea, que llevan a cabo una ‘cruel
aplicación’ de la ley y ‘su orden’! ¿Con una punta incluso de sadismo? ¡Eso,
con sadismo! ¡Joder, si alguna vez...! Por ejemplo, una manifestación por la
nacionalización de la banca. Imagínense cien mil, doscientas mil personas,
tropecientas mil almas... Y los polis, en las aceras, jalonando el recorrido
previsto, como, pongamos, los soldados cubren la carrera procesional del Corpus
en Toledo ciudad. Polis a un lado y otro de los manifestantes, velando por la
seguridad de los mismos, dispuestos a identificar a los provocadores si los
hubiera y a neutralizarlos. ¡Pues no señor, siempre antidisturbios,
pertrechados hasta el culo, con cascos, viseras y escudos, formados como
cohortes romanas ‘frente a’ los manifestantes, no sea que pretendan arrimarse
demasiado a la fachada de tal o cual banco, o a la de la Bolsa de Madrid! Así
que los agentes, que habían presenciado también la acción de los bomberos, y
que escuchaban los aplausos y las aclamaciones del gentío, no debían de dar
crédito a ver lo que veían y a escuchar cuanto escuchaban. ¡Y esa gente,
estarían de coña, porque sería tan extraño...!
—¡Viva tu cuerpo serrano!
—¡Viva el cuerpo de bomberos!
—¡Viva el cuerpo nacional de policías!
Quienes compartían cerveza y primavera en
las terrazas entoldadas de la avenida, los animadores de aplausos y gritos,
habían percibido, media hora antes, o tres cuartos, el olor a chamusquina. Pero
no alcanzaban a descubrir el foco que lo causaba. Hasta que un fulano abandonó
su sillón, salió de debajo de la lona y movió la punta de sus napias, que no
cesó de olisquear, a derecha y a izquierda, atrás y adelante, a la altura de su
jeta y más arriba, barriendo entonces las fachadas de los edificios.
—¡Allí está! ¡Coño, es una jardinera de
plástico! ¡Y el toldo, casi echado! Como se prenda, arde el edificio.
A medida que los clientes dejaban por un
momento sus sitios para constatar que, efectivamente, se trataba de una simple
jardinera, el 112 comenzó a recibir llamadas, que hay fuego en una vivienda,
aquí, en tal ciudad, en la avenida de cual, a la altura del número no sé
cuántos, ya, ya, si lo sabemos, han llamado varias personas, ¡y lo que te
rondaré..., que no se le presenta a uno todos los días la ocasión de llamar al
112 por una urgencia que no le concierna en lo personal, como un acto de
civismo!
Total, que al poco rato, tres coches de
la policía nacional, y números por doquier bajándose de ellos, yendo de un lado
a otro, y toda la policía local disponible en aquel momento, otros cuatro o
cinco vehículos, la avenida cortada, el tráfico desviado, los destellos azules
o rojos de los coches patrulla, intermitentes u oscilantes como los de un faro
guardacostas. Y enseguida, el camión de los bomberos, la sirena que lo anuncia con
su alarmante efecto Doppler, un chillido agudo e interminable, de penetrantes
agujas sonoras para los oídos más sensibles, para los cerebros menos
resistentes al pandemónium urbano, y los chirridos de los neumáticos con sus
escandalosas frenadas.
Y todo, por una jardinera de plástico.
—Eso pasa por fumar en la terraza.
Contundente la frase, cargada de razón
sin duda. Una voz entonces se adelgazó, como para afeminarse y remedar mejor el
reproche o la queja de una dama que estuviera hasta las narices de lo que
hubiera sido en otro tiempo su hombre preferido.
—¡Anda, que cuántas veces te lo habré
dicho, que te vayas a fumar a la terraza, que luego huele todo a tu tabacazo,
las cortinas, los sillones, y me paso horas con el amoniaco...!
—Mira, encanto, si tú prefieres hacerte
la ‘hombre’ fumando, pues, ¡hala!, a la terraza. Yo no aguanto tu humo, me
ahogo, y no quiero morir de tu cáncer de pulmón.
En esta ocasión se trató de una voz
gravemente afectada por el intento de burlarse del macho.
—¡Piltrafa, hijo, que estás hecho! ¿Y tu
halitosis, qué?
—¿Y tus sobaqueras, que no hay un dios
que tome un ascensor contigo?
En fin, ¿cómo saber si sería él o ella
quien, viéndose obligado a fumar en la terraza, creyéndose despechado o
despechada, no tuviera otra ocurrencia que dejar la colilla encendida en la
jardinera, con la lumbre pegando al plástico?
—Yo creo que ha sido un puro, largo y
gordo como el de Clinton, y que el culpable es el tío, porque nosotras no
fumamos puro. La toba encendida habrá prendido el plástico y...
—Mira, tía, que ahora vosotras fumáis
como carreteros, y seguro que ha sido ella la que ha dejado la toba...,
vale..., sin puro, pero qué más da, una toba es una toba, y el plástico es
plástico..., y vosotras, por llevar la contraria, sois capaces de prender, qué
digo una jardinera, y hasta la casa entera.
Y en esto estaban los clientes de uno de
los veladores de las terrazas, media docena de machos y hembras, ajenos por
completo a las hipótesis que al mismo tiempo andaba pergeñando en su chilostra
el bombero Sandokán.
Sandokán era muy trabajador, pero mucho.
Había saltado del camión para ser el primero en colocar las vallas de
seguridad, se había encaramado antes que nadie al elevador para manejar la
manguera y apagar el fuego, y, una vez en tierra de nuevo, no paraba: recoger
la manguera, limpiar la acera, retirar las vallas. Pero no sólo eso. Cuando
libraba, ejercía de fontanero, sin iva,
eso sí, y sin factura, ¡claro!; o sea, fontanero ‘sumergido’ y de andar por
casa. Y así fue como, una semana antes del incendio, visitó la casa a
requerimiento del marido. Y entiéndase que la palabra ‘incendio’ no se utiliza
aquí con el significado que le atribuye el María Moliner, por ejemplo,
de «fuego que destruye algo como un bosque, un edificio o mercancías almacenadas»,
o con el primero que le asigna la rae,
que reza «fuego grande que destruye lo que no debería quemarse»; piénsese, en
cambio, en el que le da la voz del pueblo en frases como «a la señora María se
le ha incendiado la cocina», para referirse a que se le ha prendido el aceite
en la sartén y le ha tiznado el techo. Más aún: considérese la segunda acepción
otorgada por la rae, y que dice «pasión
vehemente, impetuosa, como el amor, la ira, etc.».
Pues bien, aquí, precisamente en esta
segunda acepción de la rae, se
detenía el pensamiento del bombero Sandokán mientras trajinaba con su
proverbial diligencia para organizar el regreso de los suyos al cuartel. El
bombero, entonces fontanero, recordaba con pelos y señales cómo llegó a la casa
y marido y mujer le pidieron que repasara, por favor, los baños, las griferías,
las cañerías, que limpiara los sifones. Una tarde entera le ocupó la faena.
Pero al fin acabó. Y con una sonrisa de oreja a oreja se presentó en el salón
donde el matrimonio aguardaba frente al televisor:
—Señora, esto estaba en el bote sifónico
del baño pequeño.
Y mostró, ante los ojos desorbitados de
la mujer y las chiribitas que al hombre le hacían los suyos, una esclava de
oro.
El fontanero Sandokán depositó la
pulserita encima de la tele.
—Son sesenta y cinco euros, sin iva.
El marido le pagó, mientras ella recogía
la esclava, y Sandokán abandonó la vivienda.
¿Qué pasaría después? El bombero Sandokán
lo tenía claro:
«Este cabrón me la ha pegado con su jefa.
¿De quién, si no, va a ser la esclava? Mía, no, desde luego, que este jamás ha
tenido el más mínimo detalle. Será de la zorra esa, que se acostaría en mi cama
y se bañaría en mi baño, y allí perdería la esclava».
O, por el contrario, «esta puta me ha
puesto unos cuernos como la copa de un pino, seguro que con ese guaperas que
tiene de secretario, que se lo traería aquí, cuando Pepa y yo estuvimos en las
jornadas de Logroño, aquí, a mi cama, coño, coño, y se metería con él en el
baño, claro, y ahí, con el trajín, ¡la muy puta!, se le caería la esclava al
guaperas, porque, desde luego, suya no es, que yo sepa, que nunca se la he
visto, o sea, que es del pavo ese, seguro».
Y quizá «el muy sinvergüenza debió de
aprovecharse de la semana que acudí con Paco a la feria de Cádiz. Que vente,
Pepita, que no está mi señora, y nos pegamos un fiestorro en mi casa, la cama,
¿y una duchita, querido?, bueno, vale, una duchita, ¡cabrón!, ¡zorra!».
Y tal vez «pues esta hoy no fuma delante
de mí, le digo que no, que yo lo he dejado y que no estoy dispuesto a tragarme
su humo, que se lo trague el guaperas, y que si quiere fumar, que se salga a la
puta terraza».
O acaso «¡no, señor, que ya no le
consiento que me pringue toda la casa con ese odioso olor a tabaco agrio, que
ya estoy hasta el nardo de tragarme su humo sin rechistar, que se lo trague la
zorrona de su jefa, y ahora, si quiere, a la puta terraza, hala, que no hace
frío!».
«¡A la puta terraza, a la puta terraza!».
Ahí estaba para el bombero Sandokán la madre del cordero, la verdadera causa
del fuego, porque cuando un marido manda a su esposa, o al revés, a la puta
terraza a fumar, puede esperarse lo peor: «¡Te vas a joder, ahora te vas a
joder, y no la apago porque no me sale de ahí mismo, la apagas tú si quieres,
te vienes y la apagas, que lo que es por mí, como si se quema la jardinera, yo
me acabo el cigarro y me las piro!». Probablemente, la intención del pirómano,
o de la pirómana, no fuera más allá de quemar la jardinera, porque, además,
pensara que su cónyuge estaría en casa para darse cuenta del pequeño estropicio
y remediarlo. Pero, en ocasiones, lo imprevisible no puede sino continuar
siéndolo: uno, o una, sale despechado, como ya se ha apuntado antes, de casa,
sin avisar a su cónyuge, pensando que este o esta se queda y que verá el humo y
la candelita, y no, que este o esta también se ha largado sin decir nada;
empero: la lumbre, el viento, la llamita, más viento, el plástico, la llama, el
humo, el olor a goma quemada, el viento, la alarma, una llama cada vez más
grande, un fuego más intenso, viento, fuego, pequeño incendio, el toldo, los
toldos vecinos, los gritos de pánico, los chillidos de angustia, las maderas,
las vigas, un incendio de grandes proporciones, de elevadas proporciones, las
llamas comiéndose el edificio entero, lo irremediable, el desastre, hay quien
se asfixia, la tragedia, lo nunca visto, hay quien se lanza al vacío, los bomberos...
El bombero Sandokán había terminado sus
tareas. A punto de arrancar su camión para regresar al cuartel, mientras su
sirena enturbiaba de nuevo el atardecer apacible de la apacible primavera,
observó cómo hablaban con la policía local los moradores de la vivienda, o sea,
los dueños de la jardinera, los de la esclava en el baño, ¡vamos! Detrás de
ellos, un veinteañero encogido de hombros y la cabeza gacha no cesaba de dar
vueltas y vueltas, con la mano derecha, a la esclava de su muñeca izquierda. De
vez en cuando, el hombre se volvía hacia él y le arreaba un pescozón en el
cogote, «¡gilipollas, incendiario, que nos vas a llevar a la ruina!»; la mujer
lo imitaba a continuación, «¡tonto del culo, macarra, que vas a acabar conmigo!»:
o sea —¡otra vez, pero...!—, que el joven recibía dos cogotazos por el precio
de uno y un manojito de improperios y reproches, pero él, encogidos los hombros
siempre y siempre la cabeza gacha, que el peso de la culpa requería sin duda
actitud y postura tales, no dejaba de jugar con la esclavita dorada de su muñeca.
Bravo maestro.
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