A
punto de partirse las narices contra el escaparate, Fonso miró desconcertado
sus manos parachoques apoyadas en el cristal, y enseguida pudo haber sonreído a
su compañera Constan, que corrió solícita a tenderle las suyas. ¡Cariño, que te
vas a matar! Pero no, no lo hizo, sino que volvió su vista atrás en busca de la
causa que lo había proyectado hacia la luna, que es lo que suele hacerse en situaciones
similares. ¿Que por qué cuando uno tropieza en la calle o resbala busca desatalentado
qué demonios le ha hecho perder el equilibrio? ¿Acaso porque uno cree con ingenuidad
prehistórica que así evitará cargar toda la responsabilidad sobre su propio
despiste? ¿O para acordarse de los muertos del concejal de urbanismo, o del
alcalde? ¿O quizá para emitir graves exabruptos contra el cascote, la cáscara o
la litrona de turno? Nadie lo sabe; tampoco Fonso.
El caso es que Fonso miró atrás y
localizó una cáscara de plátano espachurrada sobre los adoquines. ¡Puta cáscara!
¡Le iba a dar yo platanitos al cabrón que la haya tirado, sí, platanitos, pero
por el culo, uno a uno, una banasta entera de plátanos por el culo! Todo esto
lo pensó, pero no abrió la boca, no, que permaneció mudo, o mejor dicho, con el
rostro transmudado por el susto. Quien sí dijo algo fue Constanza, o sea,
Constan para él y para los amigos y parientes: que si era un milagro no haberse
estampado contra la luna, pero que ella no creía en los milagros, aunque, eso
sí, en las señales sí que creía.
—Y esto es una señal, Fonso, una señal,
conque aquí hay gato encerrado.
Alfonso, o sea, Fonso para Constan y para
los amigos y parientes, se levantó, repasó interiormente sus huesos, sus
articulaciones, especialmente sus rodillas algo doloridas por el aterrizaje, mientras
ella le sacudía las perneras y se detenía en las rodilleras rotas, que no pasa
nada, que si hay que comprarte otros pantalones, pues se te compran, ¡y a otra
cosa! Él flexionó las piernas varias veces, se acarició las rodillas, observó
los raspones que las mancillaban; pero no vio herida, ni sangre. Ella lo consolaba
cariñosa.
—Tranquilo, Fonso, mi vida, que el Guarri
siempre está abierto; así que esta tarde vamos a por unos nuevos, ¡y a otra
cosa!
Luego, Constan se erguía, elevaba al
cielo su mirada, arrobada, transida, fuera de sí, dilataba rítmicamente las
fosas nasales como para olfatear una y otra vez cada brizna de aire,
escudriñaba con las manos como anteojeras el interior del escaparate oscurecido
por una mañana aún incipiente, leía bisbiseando el nombre de la tienda,
BigBooks, inscrito al fondo, se volvía a Fonso y añadía:
—Pero mañana lunes tenemos que volver
aquí, que una señal es una señal. ¡Y esta lo es, vaya si lo es!
Él confiaba tanto en su Constan, en su
intuición desmedida y habitualmente certera, que aceptó sin rechistar. Así que
esa misma tarde hubo pantalón nuevo, y no uno, sino seis, adquiridos a muy buen
precio en el Guarringlés, como llamaba su abuela al Centro de Oportunidades del
Corte Inglés, sito en las afueras de la ciudad, y que era donde venían
comprándose la ropa desde que se fueron a vivir juntos. «Mira, mira, ¿cuánto
pone en la etiqueta, eh?», dijo Fonso, y ella: «Cien, pone que cien». Y él: «¿Y
ahora?».
—Ahora, cinco. Pero, bueno, hombre, ya
sabes que son de los años diez.
—¿Y qué? Es lo que se lleva. A mí me
encanta la moda de los años diez.
—Hijo, Fonso, es que a ti te va todo lo
antiguo.
—¿A mí? ¿Lo antiguo?
—¡Hombre, me vas a decir! Tienes la casa
llena de elepés, que son no de los años diez, sino del siglo pasado.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta la música que
pongo?
—¡Que sí, niño, que sí, que me gustan
mucho tu música y tus elepés, pero que hoy no son necesarios, que en una
tarjetita de una pulgada tienes toda la música completa de los Beatles y de los
Rolling de tus abuelos!
—No, si necesario necesario no hay nada,
pero ¡donde se pongan los elepés de Sgt. Peppers y de Exile on Main
St...!
—¡Vale, vale! Estábamos con lo de los
pantalones. ¿Que te gustan? ¡Pues, hale, te llevas media docena, y a otra cosa!
Y el lunes a media mañana, Alfonso y
Constanza se encaminaron a BigBooks, estrenando él pantalones y observando ella
cómo le sentaban por detrás, si le hacían un buen culito a pesar de sus
cincuenta o no. Orgullosa del culo de su hombre, sonrió y enseguida lo cogió de
la mano y tomó la iniciativa tirando de él para entrar en el local.
Un joven dependiente aquí y una joven
dependienta acullá andaban absortos en las pantallas de sus ordenadores de
última generación. Unos pocos clientes recorrían los estantes de e-readers
animados por las etiquetas: Obra completa de Cervantes, Obra completa
de Shakespeare, Diez traducciones de la Biblia y cinco Catecismos, Obra
completa de Stephen Hawking...
—El lector de mi padre tiene mil libros;
eso dice él. O sea, que incluye todas las obras de Cervantes, las de
Shakespeare y la de no sé cuántos más. Pero no vale para nada. Con eso de la
obsolescencia, cascó hace años.
—¿Y no se puede recuperar nada?
—Nada. En cambio, mira este, sólo con una
novela: El último legajo.
—¿De quién es?
—Ni idea, no lo pone. Pero es Premio
Planeta. De la 88ª edición, pone aquí.
—¡Ah, bueno, si es un Planeta...!
Constan apretó la mano de Fonso con la
suya antes de soltársela, cerró los ojos como para concentrarse, los abrió,
miró al techo de la tienda con gesto místico, olfateó el aire y soltó:
—Vamos a ver.
Cogió a continuación el e-reader
con el Planeta y añadió:
—La señal, me huele a señal.
—¿La señal? —dijo el otro.
Los dos se asomaron al hueco dejado por
el e-reader para concentrar en él sus miradas y sus narices. Contra toda
previsión, el hueco aparecía iluminado: un agujerito en el fondo de la
estantería dejaba colarse la luz desde el otro pasillo. Pero lo más
sorprendente para Fonso y Constan fue comprobar que el rayito de luz permitía
descubrir que el hueco del e-reader no estaba vacío, sino que al fondo
algo permanecía cobijado en la penumbra. Mientras Constan, estimulada por su
poderosa intuición, introducía su delgada mano para intentar hacerse con
aquella cosa, Fonso se alarmaba al observar por el rabillo del ojo que ya los
dependientes comenzaban a prestarles atención, que el joven abandonaba su mesa
y se dirigía hacia ellos, que la joven hacía otro tanto, que qué buscan,
señores, que si podemos ayudarles, que no se puede...
—¡Hale hop! —dijo Constan—. ¡Un libro!
—¡Un libro? —exclamaron o preguntaron los
otros tres, o sea, Fonso, la joven dependienta y el joven dependiente.
—Sí, señor, un libro, ¡un librito,
vamos!, un auténtico librito de papel.
Constan mostró el ejemplar, pequeño, con
cubiertas granates que parecían de piel, lo abrió, lo hojeó, lo olió y
enseguida lo fue acercando a las narices de los demás.
—¿Cómo se titula? ¿Quién es su
autor?—dijo Fonso.
—Aquí no pone nada. Mira, mira, es como
si hubieran arrancado las hojas. Y además —dijo Constan—, aquí algunas frases
están tachadas.
—Es verdad. Y seguro que ahí venían el
título y hasta el autor. Aunque a mí lo del autor me da igual, porque, quitando
a Cervantes y a Shakespeare, no tengo ni idea.
—Pero, bueno, caballero, tampoco yo me sé
los autores —dijo la joven dependienta.
—Lo que importan —terció el joven
dependiente— son los títulos. Yo me sé muchos; pero Olga se los sabe todos.
—¡Bueno, todos todos...! ¿Pero y este,
qué hacemos con este, Dani, si no lleva título?
—Da igual, mujer, si es del siglo pasado.
—Pues es bonito el ejemplar—dijo Fonso—.
¿Cuánto vale?
—¿Eso? Nada, hombre, se lo regalamos.
—Ah, pues muchas gracias.
—¡Toma, hijo! —dijo Constan—. ¡A ver si
ahora te va a dar por coleccionar antiguallas de estas! Por cierto, ya que
estamos aquí, ¿no tendrán ustedes El misterio de las cicatrices?
—Sí señora, y la saga completa. ¿A
ver...? Aquí está. En este e-reader, ¿a ver?, sí, en efecto, las diez
partes, más de veinte mil páginas, ahí es nada, para un año. ¿Ha visto las
películas?
—Sólo las tres primeras.
—Pues no se pierda las dos últimas, que
son espectaculares.
—¿Has oído? ¡A ver si nos acercamos un
sábado a Madrid!
Ha
pasado un lustro. Fonso y Constan ya no trabajan donde solían. Dejaron de hacerlo
a los tres años de leer El libro de la luz, como se empeñaron en titular
el ejemplar hallado en BigBooks. En esos tres años, Constan interrumpió la
lectura de El misterio de las cicatrices para seguir la recomendación
que le hizo su compañero de leer la novelita hallada en BigBooks, y nunca la reanudó.
Desde entonces, ambos acordaron emplear sus ahorros y su tiempo en buscar
compulsivamente libros de papel por todos los rincones del país, libros de
narradores, de poetas, de ensayistas, de dramaturgos. Se hicieron así con
varios cientos de ejemplares que fueron leyendo a medida que los adquirían. Los
leían, los comentaban entre ellos, e intentaban retener los nombres de los
autores, conocerlos: ¡claro que Miguel de Cervantes!, ¡claro que William Shakespeare!,
¡claro que Gabriel García Márquez!; pero también Thomas Mann, Ana María Matute,
William Faulkner, Homero, Iona Heath, José Saramago, André Comte-Sponville,
Federico García Lorca, Máximo Gorki, Virginia Woolf, Carmen Martín Gaite, Walt
Whitman, Marguerite Duras, Gustavo Adolfo Bécquer, Daniel Defoe, Mercè Rodoreda,
Pablo Neruda, Rosa Chacel, Albert Camus, Antoine de Saint-Exupéry, Ramón María
del Valle-Inclán, James Joyce, Julio Cortázar... y muchos nombres más, ¡un
verdadero mar de nombres!
Después de tantas lecturas, Constan y Fonso,
o Fonso y Constan, se sintieron existencialmente inspirados y, seguros de sí
mismo y de la misión que para sus vidas habían descubierto gracias a una
cáscara de plátano, alquilaron un local y fundaron Los Libros de Papel, un
lugar destinado al intercambio precisamente de libros de papel, usted trae un
libro y se lleva otro por un coste mínimo, necesario y suficiente para el mantenimiento
del local y de los sueldos.
—Traemos este de la hermana de mi abuela
—dijeron aquella mañana Olga y Dani, los jóvenes empleados de BigBooks.
—Mira, Constan —gritó Fonso enarbolando
un ejemplar de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, para que su
compañera lo viera desde el fondo de la librería—. ¿Y qué libro queréis?
Dani y Olga se miraron a los ojos, se
cogieron de las manos, izquierda con derecha y derecha con izquierda, se
volvieron de nuevo hacia Fonso y ella dijo:
—Aquel que encontraron ustedes hace años.
—¡Ah, ya! ¡Constan, acércame El libro
de la luz! Nos gusta llamarlo así, aunque, si lo leéis, descubriréis su
título verdadero y su genial autor.
—Pues sí, nos lo llevamos —dijo Dani—,
que estamos deseando leerlo.
Cuando Constan entregó el libro a Fonso, este
lo tomó litúrgicamente entre sus manos, abrió ceremonioso su cubierta roja, se
detuvo en el anverso de la primera hoja, «permitidme», dijo, y leyó con voz
clara:
«Estás a punto de empezar a leer la nueva
novela de (tachón). Relájate. Concéntrate. Aleja de ti cualquier otra idea.
Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor
cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo enseguida, a
los demás: “¡No, no quiero ver la televisión!”. Alza la voz, si no te oyen:
“¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!”. Quizá no te han oído, con todo
ese estruendo; dilo más fuerte, grita: “¡Estoy empezando a leer la nueva novela
de (tachadura)!”. O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz».
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