La Odisea en el Ulises
(14)
Episodio 17: Ítaca
(GT: 91-157, 684-702, 1511-1560,
2719-2764)
¡Ulises y
Telémaco, padre e hijo, al fin en su palacio de Ítaca!
¿Objetivo?: matar a los pretendientes de Penélope,
disfrazado el ingenioso, el divino Ulises, de maloliente y sucio pordiosero,
ocultando así su identidad para no ser reconocido, como un verdadero intruso,
pues, y suscitando con su presencia el cruel desprecio de Eurímaco, el peor de
todos ellos, que incluso llegó a arrojarle un taburete al hombro derecho.
Desde mucho tiempo atrás, los despreciables
pretendientes se habían aposentado en el palacio de Ulises, comiéndose en él la
carne de su ganado y bebiéndose el vino de su bodega.
¡La hora de la venganza estaba cerca, y el paciente
Ulises la esperaría sentado en el umbral de su casa, donde habría de soportar a
cambio vejaciones y oprobios!
¡Liberaría a Ítaca, rodeada por el mar!
Al anochecer, Ulises mandó a su hijo que retirara
todas las armas hacia dentro de palacio, que ordenara echar los cerrojos, que
se acostara.
Mientras, él permanecería en la sala de los
pretendientes.
La discreta Penélope, ¡ay, dioses!, no lo reconoció,
pero lo defendió no obstante de una esclava deslenguada y habló con él, y le
dio cuenta del ardid del tejer y destejer con que había logrado frenar a los
aqueos durante los tres últimos años.
¡Todo por el amor que aún sentía por Ulises!
Ulises, a cambio, le dio supuestas noticias de Ulises,
¡gran paradoja del destino de los mortales!
La divina
entre las mujeres ordenó a la anciana ama Euriclea que le lavara los pies, la
cual al hacerlo lo reconoció y recordó cómo le pusieron el nombre de Odiseo, o
Ulises en los libros latinos.
Y Ulises lo hemos llamado desde entonces, Ulises
generación tras generación, y como Ulises se le conocerá hasta el final de los
tiempos.
La divina entre las mujeres ordenó asimismo a las
esclavas que le proporcionaran un lecho confortable para pasar la noche.
La divina entre las mujeres anunció además, con la
aurora, que convocaría un certamen en que cada pretendiente debería tensar el
arco de Ulises y disparar una flecha a través de las doce hachas, de manera que
quien lo hiciera mejor se desposaría con ella.
Y, ya de mañana, el certamen se celebró, y el
pordiosero Ulises, frente a la incapacidad de los pretendientes, fue el único
capaz de realizar fácilmente la prueba.
Pero el ingenioso Ulises aprovechó la sorpresa de
aquellos para matarlos uno a uno con sus dardos, ayudado en la empresa por su
hijo, su porquero y su boyero, y esto a pesar de las súplicas de Eurímaco o de
su intento de resistir las acometidas del héroe.
Puesta en orden su casa, Ulises se dio a conocer a
Penélope.
¿Una prueba de que era quien decía ser?
Sí, sólo él conocía el secreto de la construcción de
su dormitorio, cuyo lecho tenía por pie el tronco de un olivo que el propio
Ulises labró con sus manos.
Al fin ambos esposos se reconocieron, se acostaron y
gozaron justamente del amor placentero con que los dioses los recompensaron.
Y tú,
Leopold Bloom, Ulises, álter ego de tu creador, y tú, Stephen Dedalus,
Telémaco, álter ego de tu creador, llegáis a tu casa, Bloom, a eso de la una de
la madrugada del viernes diecisiete de junio, y en ella penetras furtivamente,
como un ratero, porque no tienes llave, como tampoco tú, Stephen, la tienes de
la tuya, furtivamente, y te tornas, tras los cristales, en hombre sin más, como
si desconocido fuera para ti, Stephen, alumbrado por la llama de una vela, y tú
lo sigues adentro, y él te ayuda, Bloom, a echar la cadena de la puerta para
que nadie pueda franquearla, y, tras deambular por la casa, haciendo ambos
consideraciones sobre vuestras afinidades, por ejemplo, sobre vuestros
respectivos linajes y bautizos, sobre el tuyo, Bloom, como Euriclea hiciera con
el de Ulises, emergéis al jardín y allí tensáis el arco de vuestras meadas, de
sus trayectorias, porque tú, Bloom, campeón de meadas en tu último año de
instituto, pues conseguías que la tuya se elevara más que ninguna otra, tú lo
propones, lo de las meadas, antes de despedirte a ti, Stephen.
Lo despides,
Bloom, y te quedas solo en la penumbra de la casa, te diriges luego al
dormitorio, te desnudas, te pones el camisón de dormir y, con mucho cuidado,
con el sigilo requerido por la hora y el lugar, te introduces prudentemente en
la cama, cálido tálamo nupcial otrora, junto al cuerpo de Molly, y hallas en él
la huella de otro cuerpo, que no es el tuyo, sino otro, como el de un maldito
Eurímaco, junto a restos de comida, tal vez del cuerpo de Boylan, que se habrá
creído el primero en la serie de amantes de tu No-Penélope, pero que no es el
primero, sino el último, el que ha tenido que conformarse con las migajas
abandonadas por tantos y tantos otros que pasaron por allí, jódete, Boylan, que
se joda Boylan, porque sólo habrá podido saborear las sobras de todos los
anteriores, y tú ya puedes sonreír tranquilo con tan estúpido pensamiento de
venganza, que, aunque de pensamiento y no de obra, es venganza a fin de
cuentas.
Episodio 18: Penélope
(GT: 1-47, 64-105, 604-618, 727-750, 792-805,
1278-1280, 1353-1359, 1437-1441, 1521-1530, 1772-1830, 1857-1870, 1926-1936,
1951-1993, 2114-2185)
¡Ay, dioses del Olimpo, y qué
maravillosa esposa la de Ulises!: inteligente y bella, discreta y con una
paciencia sólo comparable con su lealtad, puestas sus virtudes a prueba por los
veinte años transcurridos desde que su único amor saliera a luchar contra los
troyanos.
En
efecto, cuando Ulises, disfrazado de mendigo viejo y andrajoso, llegó por fin a
su palacio para matar a los pretendientes de Penélope, supo de la paciencia
infinita de su esposa mientras esperaba su regreso; supo de su inquebrantable
fidelidad frente al acoso de los pretendientes, todos ellos hombres inicuos y
arrogantes, alborotadores y violentos, desvergonzados e insensatos, libérrimos
y lascivos, que se estaban comiendo y bebiendo su hacienda y amenazaban a
Telémaco con la misma muerte; supo asimismo de su inteligencia y discreción al
idear que demoraría la decisión de elegir pretendiente hasta el día en que
terminara la tela para el sudario de su suegro, el héroe Laertes, tela que
tejía de día, sí, de manera que todos la vieran trabajar, pero que destejía de
noche, con objeto de no acabar nunca la labor.
Cuando
Ulises vio a su esposa, ella no lo reconoció, mas lo trató con hospitalidad, y
le prometió que enseguida sus doncellas le procurarían lecho y un buen baño.
El
héroe afirmó que sólo aceptaría la atención de alguna vieja y honesta criada,
como así fue.
Finalmente,
Ulises, con la ayuda de su hijo, lograría matar a todos los pretendientes y
reconciliarse con su amada Penélope, después de que ella, tan prudente y
honesta, le exigiera probarle que en verdad se trataba de su añorado esposo.
¡Todo
esto ya lo sabíamos!
Sí, ella, tu Penélope, Leopold Bloom, o
tu No-Penélope, o tu Anti-Penélope, que, con todo, en ocasiones te echa de
menos, recuerda ahora, a las dos y cuarto de la madrugada del viernes
diecisiete de junio de mil novecientos cuatro, el día en que, dieciséis años
atrás, le declaraste tu amor con un beso largo, largo, y diciéndole que todas
las mujeres eran flores, y cómo te respondió que sí, porque pensaba que lo
mismo dabas tú que otro, pues todos sois iguales, todos os comportáis de manera
similar si os sentís mal, y os mostráis débiles y quejicas, como tú, Bloom,
cuando te hacías el enfermo con la vieja del hotel para ganártela, y tantas
otras veces, te hacías el enfermo y había que mimarte, y cree que sería mejor
llevaros al hospital en esos casos.
O
considera que con la edad no tenéis remedio, que os embobáis con las tías,
tontos viejos peor que tontos, como cuando le escondiste las cartas de tus
amantes o le ocultaste tus flirteos con aquella criada y con otras mujeres,
porque no os conformáis con una, aunque sin esa una no seáis nada, mas, quién
sabe, y esto no lo piensa Molly, seguramente te comportaste como Ulises
ocultando a Penélope sus verdaderas relaciones con la ninfa Calipso, pero no
emulaste al héroe homérico, y en parte esto sí lo piensa Molly, cuando te cagaste
de miedo porque creísteis, tú y Stephen, que había ladrones en la cocina, nada
heroico tu comportamiento, desde luego, como tampoco lo fue el de tu padre
cuando se suicidó por no saber afrontar su viudedad, a diferencia del viejo
Laertes, que decidió seguir viviendo para llorar a su hijo.
O
está convencida de que todos vais a lo mismo, como los exhibicionistas que
siempre andan queriendo enseñarla y a quienes tanto ha tenido que soportar
ella, detrás del mercado, detrás del árbol, junto al regimiento, delante de los
urinarios de la estación.
Y por
eso sostiene que el mundo sería mejor si lo gobernaran las mujeres, porque los
hombres, Bloom, os matáis unos a otros, os emborracháis, os perdéis en el juego
y, aunque tenéis amigos, es verdad, estáis dispuestos a liaros con la primera
que os hace tilín, a pesar de que la esposa legítima corra el riesgo de ser
apuñalada por la espalda, que eso es lo que las pierde, a las mujeres, a ella
también, Bloom, a ella, tu Anti-Penélope, que no es tan bella y escultural como
la divina aquea, porque debe echar mano del corsé o de huevos batidos con
marsala o de ciertas abstinencias para mantener su figura, que no se halla
impaciente por tu vuelta, no, auténtica Anti-Penélope, sino porque aún faltan
tres días para que de nuevo la visite su último amante, a ella, tu
Anti-Penélope, convencida de que cualquier mujer puede tejer y destejer el velo
de su virginidad manchando con tinta roja o con jugo de moras las sábanas para
que cada uno de sus amantes crea que él la ha desvirgado, y repetir esto aunque
cuarenta veces haya sido viuda o divorciada, y todo porque vosotros, Bloom, los
hombres, no sabéis qué es ser mujer ni madre, y no os percatáis de nada, como
el joven Stephen, que, muerta la suya, anda desnortado y al alcance del
malévolo influjo de los demás hombres, que sois todos iguales, aunque ella cree
que es un buen chico, un buen hijo, un Telémaco tal vez, y esto no lo piensa
Molly, pero sí piensa en cambio en el hijo que se le murió, en el que no fuiste
capaz de darle luego, Bloom, antes de ocurrírsele que el joven Stephen acaso
sea la persona culta e inteligente que las cartas le anunciaron esta mañana y
con la que ella bien podría hablar de sus cosas.
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