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miércoles, 1 de julio de 2020


La Odisea en el Ulises (14)

Episodio 17: Ítaca
(GT: 91-157, 684-702, 1511-1560, 2719-2764)



¡Ulises y Telémaco, padre e hijo, al fin en su palacio de Ítaca!
¿Objetivo?: matar a los pretendientes de Penélope, disfrazado el ingenioso, el divino Ulises, de maloliente y sucio pordiosero, ocultando así su identidad para no ser reconocido, como un verdadero intruso, pues, y suscitando con su presencia el cruel desprecio de Eurímaco, el peor de todos ellos, que incluso llegó a arrojarle un taburete al hombro derecho.
Desde mucho tiempo atrás, los despreciables pretendientes se habían aposentado en el palacio de Ulises, comiéndose en él la carne de su ganado y bebiéndose el vino de su bodega.
¡La hora de la venganza estaba cerca, y el paciente Ulises la esperaría sentado en el umbral de su casa, donde habría de soportar a cambio vejaciones y oprobios!
¡Liberaría a Ítaca, rodeada por el mar!
Al anochecer, Ulises mandó a su hijo que retirara todas las armas hacia dentro de palacio, que ordenara echar los cerrojos, que se acostara.
Mientras, él permanecería en la sala de los pretendientes.
La discreta Penélope, ¡ay, dioses!, no lo reconoció, pero lo defendió no obstante de una esclava deslenguada y habló con él, y le dio cuenta del ardid del tejer y destejer con que había logrado frenar a los aqueos durante los tres últimos años.
¡Todo por el amor que aún sentía por Ulises!
Ulises, a cambio, le dio supuestas noticias de Ulises, ¡gran paradoja del destino de los mortales!
 La divina entre las mujeres ordenó a la anciana ama Euriclea que le lavara los pies, la cual al hacerlo lo reconoció y recordó cómo le pusieron el nombre de Odiseo, o Ulises en los libros latinos.
Y Ulises lo hemos llamado desde entonces, Ulises generación tras generación, y como Ulises se le conocerá hasta el final de los tiempos.
La divina entre las mujeres ordenó asimismo a las esclavas que le proporcionaran un lecho confortable para pasar la noche.
La divina entre las mujeres anunció además, con la aurora, que convocaría un certamen en que cada pretendiente debería tensar el arco de Ulises y disparar una flecha a través de las doce hachas, de manera que quien lo hiciera mejor se desposaría con ella.
Y, ya de mañana, el certamen se celebró, y el pordiosero Ulises, frente a la incapacidad de los pretendientes, fue el único capaz de realizar fácilmente la prueba.
Pero el ingenioso Ulises aprovechó la sorpresa de aquellos para matarlos uno a uno con sus dardos, ayudado en la empresa por su hijo, su porquero y su boyero, y esto a pesar de las súplicas de Eurímaco o de su intento de resistir las acometidas del héroe.
Puesta en orden su casa, Ulises se dio a conocer a Penélope.
¿Una prueba de que era quien decía ser?
Sí, sólo él conocía el secreto de la construcción de su dormitorio, cuyo lecho tenía por pie el tronco de un olivo que el propio Ulises labró con sus manos.
Al fin ambos esposos se reconocieron, se acostaron y gozaron justamente del amor placentero con que los dioses los recompensaron.



Y tú, Leopold Bloom, Ulises, álter ego de tu creador, y tú, Stephen Dedalus, Telémaco, álter ego de tu creador, llegáis a tu casa, Bloom, a eso de la una de la madrugada del viernes diecisiete de junio, y en ella penetras furtivamente, como un ratero, porque no tienes llave, como tampoco tú, Stephen, la tienes de la tuya, furtivamente, y te tornas, tras los cristales, en hombre sin más, como si desconocido fuera para ti, Stephen, alumbrado por la llama de una vela, y tú lo sigues adentro, y él te ayuda, Bloom, a echar la cadena de la puerta para que nadie pueda franquearla, y, tras deambular por la casa, haciendo ambos consideraciones sobre vuestras afinidades, por ejemplo, sobre vuestros respectivos linajes y bautizos, sobre el tuyo, Bloom, como Euriclea hiciera con el de Ulises, emergéis al jardín y allí tensáis el arco de vuestras meadas, de sus trayectorias, porque tú, Bloom, campeón de meadas en tu último año de instituto, pues conseguías que la tuya se elevara más que ninguna otra, tú lo propones, lo de las meadas, antes de despedirte a ti, Stephen.
 Lo despides, Bloom, y te quedas solo en la penumbra de la casa, te diriges luego al dormitorio, te desnudas, te pones el camisón de dormir y, con mucho cuidado, con el sigilo requerido por la hora y el lugar, te introduces prudentemente en la cama, cálido tálamo nupcial otrora, junto al cuerpo de Molly, y hallas en él la huella de otro cuerpo, que no es el tuyo, sino otro, como el de un maldito Eurímaco, junto a restos de comida, tal vez del cuerpo de Boylan, que se habrá creído el primero en la serie de amantes de tu No-Penélope, pero que no es el primero, sino el último, el que ha tenido que conformarse con las migajas abandonadas por tantos y tantos otros que pasaron por allí, jódete, Boylan, que se joda Boylan, porque sólo habrá podido saborear las sobras de todos los anteriores, y tú ya puedes sonreír tranquilo con tan estúpido pensamiento de venganza, que, aunque de pensamiento y no de obra, es venganza a fin de cuentas.





Episodio 18: Penélope
(GT: 1-47, 64-105, 604-618, 727-750, 792-805, 1278-1280, 1353-1359, 1437-1441, 1521-1530, 1772-1830, 1857-1870, 1926-1936, 1951-1993, 2114-2185)



¡Ay, dioses del Olimpo, y qué maravillosa esposa la de Ulises!: inteligente y bella, discreta y con una paciencia sólo comparable con su lealtad, puestas sus virtudes a prueba por los veinte años transcurridos desde que su único amor saliera a luchar contra los troyanos.
En efecto, cuando Ulises, disfrazado de mendigo viejo y andrajoso, llegó por fin a su palacio para matar a los pretendientes de Penélope, supo de la paciencia infinita de su esposa mientras esperaba su regreso; supo de su inquebrantable fidelidad frente al acoso de los pretendientes, todos ellos hombres inicuos y arrogantes, alborotadores y violentos, desvergonzados e insensatos, libérrimos y lascivos, que se estaban comiendo y bebiendo su hacienda y amenazaban a Telémaco con la misma muerte; supo asimismo de su inteligencia y discreción al idear que demoraría la decisión de elegir pretendiente hasta el día en que terminara la tela para el sudario de su suegro, el héroe Laertes, tela que tejía de día, sí, de manera que todos la vieran trabajar, pero que destejía de noche, con objeto de no acabar nunca la labor.
Cuando Ulises vio a su esposa, ella no lo reconoció, mas lo trató con hospitalidad, y le prometió que enseguida sus doncellas le procurarían lecho y un buen baño.
El héroe afirmó que sólo aceptaría la atención de alguna vieja y honesta criada, como así fue.
Finalmente, Ulises, con la ayuda de su hijo, lograría matar a todos los pretendientes y reconciliarse con su amada Penélope, después de que ella, tan prudente y honesta, le exigiera probarle que en verdad se trataba de su añorado esposo.
¡Todo esto ya lo sabíamos!



Sí, ella, tu Penélope, Leopold Bloom, o tu No-Penélope, o tu Anti-Penélope, que, con todo, en ocasiones te echa de menos, recuerda ahora, a las dos y cuarto de la madrugada del viernes diecisiete de junio de mil novecientos cuatro, el día en que, dieciséis años atrás, le declaraste tu amor con un beso largo, largo, y diciéndole que todas las mujeres eran flores, y cómo te respondió que sí, porque pensaba que lo mismo dabas tú que otro, pues todos sois iguales, todos os comportáis de manera similar si os sentís mal, y os mostráis débiles y quejicas, como tú, Bloom, cuando te hacías el enfermo con la vieja del hotel para ganártela, y tantas otras veces, te hacías el enfermo y había que mimarte, y cree que sería mejor llevaros al hospital en esos casos.
O considera que con la edad no tenéis remedio, que os embobáis con las tías, tontos viejos peor que tontos, como cuando le escondiste las cartas de tus amantes o le ocultaste tus flirteos con aquella criada y con otras mujeres, porque no os conformáis con una, aunque sin esa una no seáis nada, mas, quién sabe, y esto no lo piensa Molly, seguramente te comportaste como Ulises ocultando a Penélope sus verdaderas relaciones con la ninfa Calipso, pero no emulaste al héroe homérico, y en parte esto sí lo piensa Molly, cuando te cagaste de miedo porque creísteis, tú y Stephen, que había ladrones en la cocina, nada heroico tu comportamiento, desde luego, como tampoco lo fue el de tu padre cuando se suicidó por no saber afrontar su viudedad, a diferencia del viejo Laertes, que decidió seguir viviendo para llorar a su hijo.
O está convencida de que todos vais a lo mismo, como los exhibicionistas que siempre andan queriendo enseñarla y a quienes tanto ha tenido que soportar ella, detrás del mercado, detrás del árbol, junto al regimiento, delante de los urinarios de la estación.
Y por eso sostiene que el mundo sería mejor si lo gobernaran las mujeres, porque los hombres, Bloom, os matáis unos a otros, os emborracháis, os perdéis en el juego y, aunque tenéis amigos, es verdad, estáis dispuestos a liaros con la primera que os hace tilín, a pesar de que la esposa legítima corra el riesgo de ser apuñalada por la espalda, que eso es lo que las pierde, a las mujeres, a ella también, Bloom, a ella, tu Anti-Penélope, que no es tan bella y escultural como la divina aquea, porque debe echar mano del corsé o de huevos batidos con marsala o de ciertas abstinencias para mantener su figura, que no se halla impaciente por tu vuelta, no, auténtica Anti-Penélope, sino porque aún faltan tres días para que de nuevo la visite su último amante, a ella, tu Anti-Penélope, convencida de que cualquier mujer puede tejer y destejer el velo de su virginidad manchando con tinta roja o con jugo de moras las sábanas para que cada uno de sus amantes crea que él la ha desvirgado, y repetir esto aunque cuarenta veces haya sido viuda o divorciada, y todo porque vosotros, Bloom, los hombres, no sabéis qué es ser mujer ni madre, y no os percatáis de nada, como el joven Stephen, que, muerta la suya, anda desnortado y al alcance del malévolo influjo de los demás hombres, que sois todos iguales, aunque ella cree que es un buen chico, un buen hijo, un Telémaco tal vez, y esto no lo piensa Molly, pero sí piensa en cambio en el hijo que se le murió, en el que no fuiste capaz de darle luego, Bloom, antes de ocurrírsele que el joven Stephen acaso sea la persona culta e inteligente que las cartas le anunciaron esta mañana y con la que ella bien podría hablar de sus cosas.

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