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martes, 21 de febrero de 2012

EL CUBO DE AGUA

–Salva.
–¡Hum!
–¿Qué hora es?
–¿Hum?
–Que qué hora es.
Los ojos de Salva saltaron entonces como los dígitos de una caja registradora, timbrazo incluido. Muy a su pesar, irguió la cabeza para mirar el despertador.
–¡Joder, Lola, que son más de las dos de la madrugada!
Y la susodicha hizo alarde de su proverbial indolencia, se dio media vuelta y en cuestión de segundos inundó la estancia con una lluvia de ronquidos que acabaron por romper el sueño del infortunado Salva.
Pasadas dos horas de vueltas y revueltas bajo las sábanas, Salva abandonó el lecho, se preparó una infusión de tila en la cocina y se arrellanó en el sillón del salón dispuesto a alternar cada treinta minutos las noticias del canal 24 horas con el informativo de la cnn+.
Con las primeras luces, el hombre se fue quedando adormilado, y a punto de iniciar la reparación de su malograda noche se hallaba, cuando apareció en el salón Lola.
–¡Qué mal he dormido, hijo! ¡No he pegado ojo desde las dos! ¿Has hecho café?
No, no había hecho café. ¡Anda que tenía él cuerpo ni cabeza para abrir el paquetito de café, que no hay un dios que lo consiga siguiendo las instrucciones, moler los granos, como a Lola le gusta, lavar la cafetera, cargarla, elegir fuego e intensidad en la vitrocerámica, y esperar pacientemente a que el rugido del chisme y el chorro de vapor le indicaran que la cosa estaba lista! Pero, bueno, como en tantas otras ocasiones, Salva hizo acopio de fuerzas y de valor, se incorporó como pudo y se dirigió trastabillando hacia la cocina.
–¿Qué dice la tele? ¡Salvaaa, avísame cuando esté el café! –gritó Lola desde el salón.
Las manos de Salva intentaban infructuosamente abrir el paquetito de café, «apertura sin tijeras», «tirar por aquí», ¡apertura sin tijeras ni sin tijeras!, ¡qué coño de sin tijeras!, ¿y dónde demonios las habrá puesto?, ¿en el escurridor?, no, ¿en el lavavajillas?, tampoco, ¡claro, en el otro cajón, en el que nunca se guardan!, ¡toma tijeras!, ¡a ver si ahora te abres o no te abres!
El trepidar del molinillo le sacudió el cerebro hasta revelarse en él la imagen de un comprimido de paracetamol. Luego cargó la cafetera, la puso al fuego y le clavó los ojos con obsesión enfermiza por ver si de esa manera el tiempo hasta el hervor se acortaba. Finalmente, el café estuvo listo.
–¡Lola!
Con movimientos aún inseguros, Salva fue colocando en la mesa el mantel, dos platos, ¡Lola!, dos tazas, dos cucharillas, dos cuchillos, ¡Lola!, metió dos rebanadas de pan de molde en la tostadora, llevó a la mesa el azucarero, una bolsa de magdalenas, ¡Lola!, el bote de mermelada, la tarrina de mantequilla, esperó a que saltaran las tostadas, las recogió en un plato, ¡Lola!, echó mano de la caja de paracetamol, calentó la leche en el microondas, ¡Lola!, se sentó a la mesa, se sirvió el café, la leche, el azúcar, se untó una tostada con mantequilla y mermelada, ¡Lola!, dio un primer bocado, masticó, tragó, abrió la caja de paracetamol, extrajo un comprimido, se lo tomó con un sorbo de café con leche, dio un segundo bocado...
–¡Hijo, podías haberme avisado!
Salva detuvo por un instante el movimiento de sus mandíbulas, pero enseguida lo reanudó y, en silencio, continuó desayunando.
–¿Y si fuéramos al Parquesur? Pero a primera hora, que hay menos gente.
¡El Parquesur, maldita sea, otra vez, mi primer día de vacaciones, y al Parquesur de los cojones! Pues ya tenemos el día echado, trae otro paracetamol, que si no, se me va a poner la cabeza como un sonajero, una buena ducha, ¡agua bendita!, la ducha reconforta, el Parquesur, quedamos en H & M, dos horas en el Corte Inglés recorriendo los títulos de las películas uno a uno, H & M, ¡hijo, no me has dado tiempo para mirar nada!, vale, me voy a la Fnac, otras dos horas viendo cámaras digitales, videocámaras, más películas, tebeos, de nuevo en H & M y un cansancio infinito, un agotamiento visceral, ¡ni paracetamol ni hostias!, la cabeza con una tamborrada de Calanda dentro, ¿comemos?, ¡comemos!, una cola enorme en el fast food de turno y ese insufrible olor a repollo agrio y a mostaza.
¡Come, Salva, tío, pídete una cerveza grande, que tu cabeza ya no tiene remedio, una hamburguesa o dos y unas patatas fritas, y disfruta de la vida, un buen café, y saboréalo como si procediera del mejor cafetal colombiano! ¡Recorre deportivamente Zara, Bershka, Cortefiel, Springfield, y acaba rendido para que esta noche tus huesos y tus neuronas desfallezcan sobre el lecho conyugal, aguanten tus esfínteres durante ocho o diez horas y duermas como un niño al fin, tu cuerpo se reponga del todo y tu cabeza amanezca limpia y despejada como un cielo de primavera! ¡Carpe diem, amigo mío, ajeno ahora a lo que pudiera depararte el mañana inmediato, o sea, tu segundo día de vacaciones, fugaces las mismas como el humo de una bocanada del tabaco que ya no jalas desde que a Lola le detectaron alergia a los ácaros del polvo y ella se empeñó en que los bichos esos que dice el médico surcaban el espacio a sus anchas por la casa enganchados al humo que exhalabas cada vez que te trincabas un Montecristo, y me trago la peste de tus puros, Salva, y los bichos, y me pongo a morir, hijo, que o tus puros o yo!
Mañana, Salva, para que te enteres, y ojalá los dioses te evitaran el sufrimiento y lo trocaran todo en un mal sueño, mañana amanecerás, eso sí, descansado, porque, por suerte, también Lola caerá deshecha esta noche y dormirá como una marmota, sin desvelos por que le digas la hora, y eso te permitirá enhebrar un sueño largo y reparador. Pero yo, que soy el narrador, ¿lo soy?, ¿no lo soy?, ¡lo soy!, te digo, Salva, que la jornada figurará, destacada, en los anales de vuestra convivencia. O si no, al caso.

Viernes, 9 de junio. Os levantáis relajados y tan a gusto, que incluso os echáis un polvo, a pesar de sus alergias. Luego desayunáis bien, sin prisa ni quien os la meta, pues ayer os cansasteis demasiado como para arriesgaros hoy con nuevas aventuras. Tras el desayuno, decides darte una buena ducha que acabe de recomponer tu cuerpo y tu mente. Y es entonces, mientras el agua caliente acaricia tu cuero cabelludo, tus hombros, tus brazos, tus nalgas y tus pies, cuando un grito desgarrador como la sirena de los bomberos, ¡Salva, Salvaaa, Salvaaaaaa, Salvadoooooor!, llega hasta ti y te saca de la bañera. Calzando como puedes tus chancletas, cubriendo en la carrera tus miserias con tu toalla de baño, vuelas hacia la cocina, irrumpes en ella, desencajada la cara por el miedo a encontrarte ante un estropicio sanguinolento de huesos y cristales.
–¿Qué pasa?
–¡El cubo, que se me ha vertido el cubo de la fregona y le va a caer el agua al vecino! ¡La toalla, echa la toalla y tráete otras!
Por milésimas de segundos manifiestas indecisión, dudas si utilizar o no la que te cubre.
–¡La toallaaa, Salvadooor!
Te quitas la toalla, te quedas en pelotas, la arrojas sobre el charco, empapas el agua derramada, enterito el cubo, hijo, que va a calar al vecino y vamos a tener un disgusto, ¡vete por otra, vete por otra! Y corres al baño, coges la grande de ella, las dos de las manos, las dos de vuestras partes, y las echas todas al suelo, ¡qué desastre, hijo, qué desastre!
–Tranquila, mujer, que no ha pasado nada.
–¿Nada? ¡Es que ese cubo está mal, eso es lo que pasa, que te lo tengo dicho!
–¿A mí?
–¡Te digo que está mal, que se me ha volcado sin saber por qué, pues porque está mal, y no asienta, no asienta, ya lo sabes!
Desoyes el reproche, y tú, a lo tuyo con las toallas.
–Bueno, esto ya está –dices al fin.
Pero de eso nada, que no está, que la mitad del agua se ha metido debajo del frigorífico y va a calar al vecino, y la vamos a liar, Salva, ¡vamos, vamos, toda el agua debajo del frigorífico, qué disgusto!
–Pero, mujer, si la he recogido.
–¡Que no, que no, que te digo que el agua se ha metido debajo del frigorífico! ¡Bueno, ya le estará cayendo al vecino! ¡Ay, qué desgracia!
Y tú, Salva, te armas de valor, apartas las toallas encharcadas, le pides calma a Lola, te enfrentas al enorme frigorífico, estudias por dónde agarrarlo, ¡date prisa, que lo calamos, coooño, date prisa!, y te agachas para cogerlo por abajo, tiras con fuerza, sin miedo a quebrarte, porque prefieres quebrarte en el intento, o morir si es preciso, y aquello es una losa que no hay un dios que mueva.
–¡Ay madre, ay madre!
–Tranquila, mujer, a ver si por aquí.
Insistes sujetándolo ahora por arriba, y nada, ¡lo hemos calado!, por los lados, y nada, por la puerta, ¡y en el piso no hay nadie a estas horas!, y nada, otra vez por abajo, y tampoco, ¡lo hemos calado, y no hay nadie!
Llevas más de media hora luchando a brazo partido con aquel monstruo, más de media hora sacudido por los gritos estentóreos de tu esposa, y te resistes como un héroe clásico, sin desfallecer y en pelotas todavía, porque ni tiempo has tenido de cubrirte siquiera las vergüenzas. Pero todo tiene un límite y, al borde de tus fuerzas, desistes.
–¡Pues eso hay que moverlo como sea, hijo, porque yo no estoy dispuesta a que me saquen los colores y a tener que pagar albañiles y pintores al vecino! ¡Así que te vas ahora mismo al de las cocinas y le dices que venga a echarte una mano! ¡Y vístete, Salvador, que pareces un degenerado, hijo!
Hasta entonces, ni te has dado cuenta de que, en efecto, continúas desnudo como un sátiro depravado. Te retiras al dormitorio y te vistes mientras juzgas verosímil la posibilidad que alarma a tu esposa. Tal vez el agua haya calado por debajo del frigorífico al vecino, y acaso ella lleve razón en eso de que pidas ayuda a quien os instaló la cocina. No hay más que hablar. Terminas de vestirte, de calzarte y te echas a la calle a buscar al de las cocinas
La mañana es azul. El sol y el aire te acarician hasta que la pesadilla parece quedarse atrás. Caminas sin demora, pero disfrutando la calle, el paso lento y feliz de los ancianos que buscan el sol, el bullicio de los carritos de la compra, de los vendedores de lotería o de cupones, de los amantes del footing, de los carteros, de los taxis, de los adolescentes en monopatín. A cien metros de tu destino, aún contemplas la posibilidad de que todo no sea más que un mal sueño. Incluso cuando traspasas la puerta de la tienda de cocinas, cuando encajas la sonrisa del tipo que buscas, persistes en tu espejismo. Sin embargo, el sonido de tu propia voz al exponer el caso que te lleva por allí te descompone las entrañas.
–Bueno, hombre, no se preocupe, me acerco en un momento y lo movemos. ¡Niño, vuelvo enseguida!
De regreso a casa, detallas al de las cocinas los entresijos del episodio, y él baraja contigo diversas posibilidades, si el frigorífico estará encastrado o no, de qué manera, con enclaves tras las molduras o sin enclaves, con sujeciones de freno en los rodamientos o sin sujeciones, que es que yo no fui a montarla y, claro, no sé muy bien cómo, pero, tranquilo, que todo tiene solución.
–No lo sé, chico, pero tenemos que moverlo como sea, porque si no, no lo quiero ni pensar.
Lola os recibe lloriqueando, quejosa, hecha un manojo de nervios.
–¡Ay, ay, ay, a ver si usted, a ver si usted, porque lo que es este...!
Pero, tras un estudio meticuloso en el que el de las cocinas constata la negativa del frigorífico a dejarse mover por las buenas, la no existencia de anclajes especiales debajo de las molduras o detrás del mueble de encima y la ausencia del más mínimo indicio de singularidad en su instalación, al tipo no se le ocurre otra manera de moverlo que no sea tirar del muerto los dos a la vez con todas vuestras fuerzas.
Y en efecto, puesto en marcha el plan, conseguís separar el frigorífico de la pared, y a la vista quedan lamentablemente cables rotos y desenclavados, y algún que otro baldosín que se viene abajo.
–¡Joder, si es que no le habían dado longitud al cable! ¡Este Felipe...!
–¿Y qué hacemos ahora?
–Es que los cables se han roto en el motor. O sea, que hay que llamar al técnico para que compruebe los desperfectos y repare la conexión. ¡Yo es que de eso...!
–Al servicio oficial.
–Sí, claro.
–Bueno, pues nada, dígame qué le debo.
–Sí, deme veinte euros por el desplazamiento y la mano de obra.
Veinte pavos, Salva, hasta luego, lo despides en el ascensor, y gracias por haber venido, ¡ya ves!, y llégate ahora al servicio técnico, cuéntales la película de los hechos, consigue que venga el técnico y que te repare en casa la avería para que no se convierta en una tragedia, con todo descongelado y Lola dando voces, o llorando como ahora. ¿Ahora? ¿Y Lola, que no se la oye?
Regresas a la cocina a interesarte por Lola y observas que está barriendo el hueco del frigorífico.
–¿No había agua?
–Nada, hijo, ni gota, que no sé para qué ha venido ese.
–¡Porque necesitaba veinte euritos para tabaco y pipas, y como nosotros somos así de generosos y se nos sale el dinero por los ojos..., pues ahora le vamos a soltar otros cien al del servicio técnico!
–Hijo, no te pongas así, que ese ha dicho que el cable es corto, y, tarde o temprano, había que alargarlo.
–Me voy al servicio técnico.
–¡Y dile que venga hoy mismo, que se me descongela todo!
En el ascensor, aún resuena el grito de Lola, ¡que se me descongela todo!, pero cuando el chisme se detiene, sales escapado hacia la calle, en busca nuevamente de los reflejos azules y del aire cálido y dulce. Y otra vez aspiras la vida que bulle fresca y lozana bajo los soportales de la plaza, a la entrada de los almacenes, en el paseo. A la sombra de una acacia, un bohemio observa la misma vida que tú desde el banco en que se apoya su guitarra. Y te convences de que aquel hombre es más feliz en su banco y con su guitarra, que tú afrontando lo del cubo. Por un momento, la tentación de acomodarte junto al hombre y de charlar con él te atrae, aun a riesgo de torcer tu camino. Sin embargo, tu sentido de la responsabilidad te obliga a descartar la idea, y poco después cuentas al del servicio técnico tu odisea, y este, sí, me hago cargo, esta tarde, seguro, que tengo que hacer un par de servicios antes, pero esta tarde voy, no se preocupe.
La firmeza del sol ha aumentado levemente y la sombra resulta apetecible. A diez metros del bohemio, darías algo por arrimarte a él y posponer un rato las quejas insufribles de Lola, ¡que se me descongela todo, Salvadooor!, ¿cómo no te lo has traído? No te detienes con el bohemio, pero entras en un estanco, te compras un Montecristo, le pides fuego al estanquero y, ya en la calle, ralentizas el paso para solazarte con tu puro bajo las acacias. Luego, te diriges, sí, a tu casa, pero te paras delante de los escaparates, pierdes tiempo, lo matas para retra­sar la llegada, hasta que la embocadura de tu calle te apesadumbra y doblas la cerviz. Cabizbajo, franqueas el portal, franqueas la puerta del ascensor, asciendes a tu piso, introduces la llave en la cerradura, abres la puerta y... ¡Bendita sorpresa!: ¡el del servicio técnico ya ha remediado el estropicio, y Lola, solícita, le ofrece una cervecita!
–¡Hombre!
–Lo vi tan apurado, que me dije: me voy ahora mismo a casa de este hombre. ¡Y ya está apañado! Si me echa una mano, colocamos el frigorífico.
La alegría te yergue y, entusiasmado, arrimas tus fuerzas a las del hombre. En segundos, la cocina queda como antes del desastre. Agradecido, despides al técnico en la puerta del ascensor con los setenta y cinco euros que te ha pedido por su servicio: desplazamiento, cables, enchufe, bornes, mano de obra. Setenta y cinco, y otros veinte, noventa y cinco pavos por barrer el hueco del frigorífico. ¡Tiene cojones!

Viernes, 9 de junio.
–Salva.
–¡Hum!
–¿Qué hora es?
–¿Hum?
–Que qué hora es.
Agitado, sudoroso, Salva miró como pudo el reloj. Aunque momentáneamente desvelado, la constatación de haber estado soñando gracias a los dioses lo colmó de felicidad, y tardó unos segundos en responder:
–Anda, cariño, duérmete, que solo son las tres.
Me lanzó una sonora pedorreta, a mí, al narrador, y volvió a dormirse.

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