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jueves, 8 de marzo de 2012

PASIONES ENCONTRADAS

A mis amigos Alfredo, Chines, Cristina, Elena, Julián
Luis, Lucas, Mª Luisa, Mariví, Mila y Sole


Paco Buenaventura retiene por un momento entre sus dientes el bocado de pan y tortilla con bonito, para que la única noticia cultural del telediario llegue nítida a sus oídos sin verse interrumpida por el ruido de su propia masticación: Planeta pone a la venta los primeros cincuenta mil ejemplares de la novela Pasiones encontradas, de Rafael López Busquet; su autor, dice el portavoz del grupo editorial, es un joven vagabundo barcelonés que ha venido comiendo de la caridad y durmiendo en los cajeros automáticos de la Caixa, arrebujado entre trapos y cartones, eso sí, asegura el propio escritor, yo siempre en los de la Caixa, que me inspiran más confianza, porque precisamente en uno de ellos me parió mi madre, y ahí, continúa el portavoz de Planeta, en un cajero, ha escrito esta novela prodigiosa, tan prodigiosa, que la empresa no ha dudado en sacarla a la luz para que ningún lector de habla hispana se vea privado de su lectura. Mientras portavoz y autor hablan frente a la cámara, esta nos ofrece el busto de aquel, la portada del libro, un primer plano del rostro barbudo del autor y un primerísimo plano de su boca, donde descuellan algunas mellas de la insalubridad y se presume la halitosis de la pobreza, no obstante aparentar el vagabundo, metamorfoseado por fin en el escritor López Busquet, buena presencia, traje de chaqueta y corbata, y un cierto brillo en barba y cabellera, indicio de reciente atildamiento.
Paco continúa masticando. Vaya, vaya, se dice, así es como se las gastan estos, igual que la Coca-Cola cuando anuncia a bombo y platillo que va a cambiar su fórmula mágica y se le disparan las ventas, y aquí nos hablan de un escritor desconocido, vagabundo, joven y maloliente, que resulta que ha escrito una obra maestra, que si no es porque un fulano de la editorial va a sacar dinero esa noche, seguro que para pagar servicios inconfensables, al cajero automático en que dormía o escribía el vagabundo, le pide el manuscrito, lo lee y, ¡hale hop!, descubre su inestimable valor, hoy no tendríamos novela, ni mañana premio Planeta, ni, quién sabe, pasado premio Nobel, vaya, vaya, y tú, Paco Malaventura, ¿qué vas a hacer si no?, pues acudir a la librería del barrio y comprar Pasiones encontradas para comprobar si miente la editorial o si en verdad la novela se trata de un auténtico hito de la narrativa, capaz de eclipsar la trilogía Millennium o la saga completa del capitán Alatriste.
El caso es que Paco Buenaventura, espoleado por la noticia, engulle a toda velocidad lo que le queda de bocadillo, apaga la televisión y se dirige al rincón del estudio donde andaba varado su viejo ordenador de sobremesa, que casi no le deja sitio para otra cosa y cuyo ventilador zumba como una centrifugadora: pretende ahora seguir rehaciendo con él la historia de Domingo Martín. ¡Cuánto echa de menos el portátil que le birlaron en junio, y no este trasto que tarda un huevo en iniciarse, que invierte un siglo en arrancar cada programa, que no tiene instalados el María Moliner ni la Encarta, ni dispone de conexión a Internet! ¡Una verdadera patata, vaya! Nada que ver con aquel flamante Mac, tan ligero, 4 Gb de memoria, procesador Intel Core i7 con 2,66 GHz de velocidad, disco duro de 500 Gb, pantalla panorámica brillante de 15´´ con retroiluminación por led, en el que con tanta ilusión invirtió la paga extraordinaria de diciembre, que incluso lo condujo a jugar a los Reyes Magos, a colocar los zapatos en la noche del 5 de enero junto a la ventana del saloncito y a llamar a la vecina para que fuera testigo de ello, mira, Manoli, le dijo, he puesto los zapatos, ¿tú no?, y me voy a acostar tempranito, porque yo sí creo en los Reyes, ¿tú no?, pero Manoli, tan pizpireta, con esas sinuosas turgencias, solterita y sin compromiso, que nada, que vio los zapatos, te sonrió, y no quiso contigo ni oro, ni incienso, ni mirra, porque si ella te dice, si te dice «yo también», o sea, que ella también se iba a retirar pronto, tú entonces, seguro, así lo habías decidido, tú entonces le hubieras propuesto pasar juntos la noche, acostaros en tu misma cama, comeros un buen roscón de Reyes, pero no, Manoli se limitó a sonreír y a decirte «pues yo, Paco, no creo en Melchor, ni en Gaspar, ni en Baltasar, así que me voy a ver Lo que el viento se llevó y luego el Doctor Zhivago, y nada de zapatos ni de paparruchas, ¿que crees, que te vas a levantar mañana y te vas a encontrar un Scalextric o un balón de reglamento?», y luego se largó.
Era bueno el portátil, muy bueno. Y solo pesaba 2,5 kg. Manejable, Paco podía escribir con él en el sofá del saloncito, frente a la televisión, con su conexión móvil a la Red y todo. Y ya se había acostumbrado al teclado reducido y a no utilizar ratón, de manera que incluso escribía con mayor facilidad porque la velocidad de sus dedos sobre las teclas se había acompasado a la del propio pensamiento, y las ideas le fluían brazos abajo con enorme ligereza, limpias, desenvueltas, preñadas con frecuencia de imágenes contundentes e ingeniosas, de una plasticidad capaz de sugerir cualquier textura, como que en tres meses redactó más de doscientos folios con la historia de Domingo Martín, joven abogado, hijo de un magistrado del Constitucional, que se hizo líder absoluto de las Nuevas Juventudes y que renunció a su acta de diputado para, en un arrebato vocacional, ingresar en el Seminario y ordenarse sacerdote; Domingo Martín ejerció como tal en diversos pueblos durante los dos lustros de gobierno conservador; finalmente, ya talludito, colgó la sotana para fundar un partido anticlerical, cuyo objetivo era llegar al Parlamento para promover in situ la derogación del Concordato, lo que en pocos años lograría con los votos favorables de doscientos setenta y siete parlamentarios, pero que echarían atrás diez miembros del Constitucional, entre ellos su padre, a través de una resolución de la que, para más inri, este fue el ponente, por ir en contra, acordó el Alto Tribunal, del artículo 16 de la Constitución.
Sin embargo, este viejo Pentium iii, con 498 MHz de velocidad y 128 Mb de memoria, disco duro de 6,5 Gb y sin conexión, por supuesto, a Internet, lo desmotiva, embota su cerebro y el magín se le acartona, y no encuentra manera de recomponer la novela perdida, y cuya única copia, porque el pendrive con la primera también se lo llevaron los cacos, estaba precisamente aquí, en el disco duro de esta antigualla. ¡En qué hora lo formatearía! Claro que no tuvo otra salida, porque no iba ni pa’trás ni pa’lante, estaba petao, como tu caletre ahora, que no consigue recordar ni una sola línea de aquella historia, bueno, sí, las tres o cuatro primeras, su arranque, que, acaso en emulación lejana del inicio de Cien años de soledad, decían: «¡Muy poco imaginó el joven Mingo, el día de su graduación en la Facultad de Derecho, que acabaría limpiándose el trasero con el facsímil del ¡Vamos a ver al General!, de José María Pemán, “Cinco palabras que resumen / todo un ingenuo y noble afán”, que le regaló el facha de su padre; pero menos aún pudo pensar el niño Dominguín, cuando la Confirmación, que haría lo propio con el facsímil del Ripalda, obsequio personalísimo de su devota abuela materna, “Yo soy el obispo de Roma; para que te acuerdes de mí, ¡toma!”!». Y desde el «¡toma!», nada de nada, pero nada, y no como Gustavo Adolfo, que logró reconstruir, dicen, de pe a pa, y armado tan solo de su prodigiosa retentiva, el Libro de los Gorriones, que no se lo cree ni él. Afortunadamente, se consuela, la historia de Domingo Martín se la envió a la agencia literaria Trazogrueso, «Nos ha gustado su Oxímoron y haremos todo lo posible por conseguirle, antes de un año, una buena editorial, sea paciente», que sin duda andará gestionando su publicación. ¡Si es que es un buen libro, hombre, tú lo sabes, y hará furor, con ese título tan original, Oxímoron, que pretende sugerir la coincidencia de propósitos y dedicaciones radicalmente contrapuestas en el seno del mismo individuo –de ultraderecha, cura integrista, de izquierda radical–, y te hará famoso y rico, y entonces, hala, a escribir sin llorar, a contradecir a Larra, a vivir de la pluma y a generar ingentes derechos de autor de los que podrán beneficiarse varias generaciones de tus descendientes, si es que los tienes, que al paso que vas...!
Enrabietado una vez más por su frustrante incapacidad para recuperar Oxímoron, Paco Buenaventura, aferrándose a la idea de que el único ejemplar de su obra que existe obra en buenas manos, decide relajarse leyendo tebeos con música de fondo, algo a lo que recurre, con eficacia comprobada, cuando se halla falto de remos. Hoy le apetecen unas aventuritas de Corto Maltés y un poco de jazz, que le vendrán a las mil maravillas para aliviarlo de la lacerante sensación de escritor capado que le provoca constatar lo exiguo de su memoria. Pero, ¡oh insaciable desazón!, los tebeos del gran Hugo Pratt no aparecen por ningún lado; ¡oh endiablados chorizos que, ahora se percata, arramblaron con todos ellos y le dejaron, en cambio, los mil doscientos diecinueve ejemplares de Roberto Alcázar y Pedrín, versión facsímil, naturalmente! ¡Cálmate, amigo, no te enfurezcas, sumérgete en los cien últimos cuadernillos del «intrépido aventurero español», los de mejor trazado, y al tiempo regala tu oído con la trompeta de Terence Blanchard y las voces de Diana Krall, Jane Monheit...! Paco Buenaventura busca los tebeos de Vañó y luego se acerca a la estantería en que, por orden alfabético de artistas, se encuentra su colección de jazz, recorre con la vista y con el índice de la derecha los lomos de las fundas, Bernet, Berry, ¡ajá!, Blanchard, pero... ¡Ostras, Pedrín!, ¿qué es esto?, ¡una sobrecubierta de cartulina vacía!, ¿por qué?, ¿para qué? ¡Qué mamones! Repasa rápidamente el resto de cedés y concluye que solo se llevaron el de la sobrecubierta y que puede que dejaran esta para que su dueño, o sea, él, supiese cuál era, por si alguna vez deseara reponerlo. ¡Pues se van a joder, te dices abanicándote con la sobrecubierta, porque no me importa lo más mínimo quedarme sin él! Ya ves, lo compraste hace años a través de Discoplay, animado por la propaganda tan sugerente que de él se hacía: el gran pianista canadiense Paul Bley, nacido en 1932, junto al saxofonista Evan Parker y al bajista Barre Phillips, más o menos de su misma edad, se habían enclaustrado en el monasterio suizo de Sankt Gerold para grabarlo. Juras que lo intentaste una, dos, diez veces, dos docenas de veces, y ¡ni pa Dios!, que no hubo forma humana de que encajaras aquellas imposibles «Variaciones», tan alejadas incluso de los relinchos trompeteros del free jazz, y tan difíciles de distinguir a ratos de chirridos de puertas desengrasadas o de golpes de latas de aceite vacías en un taller.
Así que, haciendo ahora balance del robo, perpetrado meses atrás y a pesar de la alarma de Segur, resulta que se llevaron el portátil –y el pendrive con las copias de seguridad, claro–, los tebeos de Corto Maltés, un cedé con el insufrible Sankt Gerold de Paul Bley y dos cuponazos de los viernes, que por suerte, como comprobó el sábado siguiente al allanamiento, no tocaron, que si no, te hubieras tirado de cabeza al Tajo, bueno, ni tocaron entonces ni te han tocado nunca, que no sé para qué coño los compras, no uno, sino dos cuponazos, y te dedicas luego a imaginar qué demonios vas a hacer con tantos millones, si arreglarles la vida a los parientes, fundirte los cuartos en comilonas con los amigos o dar vueltas al mundo con Manoli en trenes y aviones de primera hasta ver inscrito tu nombre y el de ella en el libro Guinness de los récords. Eso te robaron. ¡Ah, sí, y dos estupendas reproducciones, primorosamente enmarcadas, de sendos bodegones de Giorgio Morandi, que proporcionaban a tu saloncito un toque de sencillez, de elegancia, de armonía cromática y de limpieza en verdad reconfortante! Hoy, al cabo de estos meses, no sientes el robo del cedé, pero sí lamentaste en su día el de los bodegones, y el del portátil, claro. Curiosos, no obstante, aquellos rateros; selectivos. ¿Cultos y modernos, Morandi, Corto Maltés, Paul Bley? No se llevaron la tele –¡que no, tío, deja la caja tonta!–, ni el microondas –¡yo no acarreo esa coña!–, ni tu mejor ropa –¡vámonos ya, tío, deja los hatos, que nos va a pescar la pasma!–, ni tu exquisita colección de cedés –¿y unos disquitos?, ¡que no, coño, bueno, levanta uno!, ¡vale, me afano este, que, mira, mira, tres yayitos, los músicos, con un curita, la montaña, el minino, que tiene que molar, tío!, ¡vale!, ¿le dejo el cartón para que se abanique?, ¡vale!–, ni tus mejores colecciones de tebeos –¿y los tebeos?, ¡venga, tío, dónde vas con los tebeos!, ¡solo los de este chorbo de la gorrita, y, luego, los colocamos en el Rastro, que allí valen una pasta!–, pero sí cargaron con los cuadros –¡vale, venga, arrea, y yo guindo los cuadros!, ¿y tú para qué quieres esas gachas con tantos cachirulos?, ¡pues se los regalo a la Susi y los cuelga en la cocina, tío, que no las pillas!, ¡si es que aquí no hay na que valga la pena, tío, la hemos cagao!– y con tu flamante ordenador –¡anda, lígate el ordenata y nos la piramos, que al final nos trincan!, ¿y pa qué queremos este muerto?, ¡ese no, tío, el Mac, que no las hueles!, ¿el Mac?, ¡sí, tío, el portátil ese, y el pinganillo, el de ahí, que eres más tonto que una mata de habas!, ¡oye, tronco, un respeto!, ¡si es que nos ofrecen una guita, tío, espabila, que el menda este tiene que ser un 007 de esos, por lo menos!–.
Frustradas, pues, sus esperanzas de relajarse con los tebeos y el jazz, Paco Buenaventura se prepara un vaso de leche caliente con dos cucharaditas de Nesquit Noche, ¡mano de santo!, y, diciéndose que mañana será otro día, se mete en la cama con las más de setecientas páginas de la Ortografía de la lengua española que le regaló de Reyes su vecina Manoli, «Toma, Paquito, para que pulas tus faltas, pero que he sido yo, tu amiga, y no los Reyes Magos», el más eficaz de los somníferos allá donde los haya, ¡mano de toda la Santísima Trinidad al completo!
Y en efecto, duermes como un bendito, ¡bendito de Dios!, y te levantas tarde, con el sol en lo alto. Desayunas y te acicalas con la alegre parsimonia de un sábado en el que no tienes nada mejor que hacer. Luego te echas a la calle y, casi inconscientemente, te diriges a la librería de tu barrio. Penetras en ella con la sana intención de curiosear por las mesas de novedades y de comentar con los conocidos vuestras últimas lecturas. Pero algo te desvía de tu objetivo inicial: una auténtica montaña de ejemplares de Pasiones encontradas, la novela del vagabundo catalán lanzada por Planeta. Así que no te queda otra que, animado por la apreciación que alguna vez hiciera García Márquez sobre la importancia decisiva de las catorce primeras líneas de una novela, porque en ellas ya se vislumbra, según el Nobel, la posible calidad literaria de la misma, coger un ejemplar, abrirlo y atreverte con su comienzo, que dice: «¡Qué poco imaginaba el joven Martín, el día en que acabó la carrera, que alguna vez se limpiaría el culo con el facsímil del ¡Vamos a ver al General!, de José María Pemán, “Cinco palabras que resumen / todo un ingenuo y noble afán”, que su padre le regaló; pero ¿y el niño Martinito cómo hostias iba a pensar, cuando lo confirmaron en la fe católica, que el Catecismo del Padre Ripalda con que lo obsequió su abuelo le iba a servir de papel higiénico?». ¡Desdichado descubrimiento: te robaron el portátil, te robaron el pendrive, la novela, te dejaron sin original, tú no habías tomado la precaución de registrarla antes de confiarla a la agencia, «Aquí les mando, desde mi Mac portátil, mi último trabajo...!». ¡Sangre fría, eso fluyó por tus venas desde el cerebro a la punta de la pija, mientras cerraste el libro, lo devolviste a su sitio, gritaste «Esto es un oxímoron en trazo grueso», te desabrochaste la bragueta y te measte en la torre de ejemplares de aquel pérfido, felón y descarado, pero, para tu desgracia, indemostrable, plagio!

1 comentario:

  1. Ja, ja, ja, que crueldad, pobre Paco Malaventura, pues si nosotros pensábamos que el plagio era una de las bellas artes, un recurso para escritores. Me temo que esos amigos tuyos quieren ser escribidores, así que aquí les dejo uno de los puntos del decálogo para escritores de Monterroso, directamente plagiado con el método del "corta y pega", el Noveno: "Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor".

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