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martes, 3 de julio de 2012

EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS

Dino Buzzati
Alianza, 2009

«Nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para dirigirse a la fortaleza Bastiani, su primer destino». Así arranca El desierto de los tártaros, que vio la luz por primera vez en 1940, y que a lo largo de sus doscientas cincuenta páginas traza el círculo vital en que discurre la existencia, monótona, pero cargada de presentimientos y de esperanzas, de su protagonista. Destinado en esa fortaleza que limita con el desierto de los tártaros, y que se ha de vigilar continuamente por si acaso, un acaso incierto e indefinido, pero siempre amenazador, Giovanni Drogo asiste a una suerte de determinismo vital que lo aherroja a un destino que, sin embargo, acepta. Se trata de un determinismo circular en que el dolor por «la irreparable fuga del tiempo» se atempera con una realidad monótona pero estimulante, con un sentimiento de «amor doméstico a los muros cotidianos», una realidad en la que, a la manera del Mann de La montaña mágica, «oirá el latido del tiempo escandir ávidamente la vida».
Leyendo sobre las vicisitudes cotidianas de Drogo en la fortaleza Bastiani, donde los años se tornan larguísimos, pero se escapan «como un sueño», uno tiene la sensación de que la propia existencia, el gozo por continuar vivo y al mismo tiempo la aceptación serena de la muerte como el benéfico descanso que nos proporcionará finalmente la naturaleza, no dependen sino tan solo de uno mismo.
Y esta es la lección que Buzzati nos proporciona con su libro, que es mucho más que una novela, en la que, por otra parte, su autor utiliza recursos como cambios en el punto de vista narrativo, retrospectivas, proustianas a veces, o anticipaciones, pero de una manera tan natural y sencilla como la vida de su protagonista, hasta que esté un día «allá donde el camino acaba, parado a la orilla del mar de plomo, bajo un cielo gris y uniforme».

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