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martes, 3 de julio de 2012

ELEGÍA

Philip Roth
Mondadori, 2010

«No se puede rehacer la realidad. Tómala como viene. No cedas terreno y tómala como viene». Esta es la máxima estoica que preside la vida del protagonista, un publicista de setenta y un años, «que medía metro noventa y tenía una espesa y ondulante cabellera gris», casado tres veces, padre de hijos que lo aman en unos casos y en otros no, e hijo a su vez de un joyero judío.
La novela comienza in extrema res, y nos permite asistir ya en su primera página al entierro de su protagonista. En adelante, seremos testigos, y partícipes, del devenir de su vida, desde su frustración juvenil por no haberse dedicado, al finalizar sus estudios en la escuela de arte, a «pintar y ganarse la vida con empleos temporales, lo cual constituía su ambición secreta», hasta su rabia frente a la profusión de desgraciadas intervenciones quirúrgicas que le han sido perpetradas a lo largo de la vida y frente a la vejez, que «no es una batalla», sino «una masacre», pasando por los remordimientos lo reconcomen cuando piensa en sus reiteradas historias de amor, de pasión frívola y de traición.
¿Y dónde queda, pues, el estoicismo? En mi opinión, el estoicismo es el gran valor humano del que el lector se va pertrechando a medida que lee la novela y que al final de la misma seguramente alcance cotas para él insospechadas antes de adentrarse en su lectura. Un valor que ya no precisará de «las mixtificaciones acerca de la muerte y de Dios ni las obsoletas fantasías del paraíso», que enseñará que «al envejecer, lo importante es lo que tienes dentro» y que apuntará a la «deliberada independencia» de uno para fortalecerse y a la idea de que «en uno u otro momento, todo el mundo piensa que dentro de cien años nadie de los ahora vivos estará en el mundo», para consolarse.

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