Te
has muerto, es la verdad, pero, aunque te has ido de puntillas, lo has hecho apagando
con tu dulce música el ruido insoportable de la jauría, escandalizados como
andan unos porque el jefe los ha traicionado, les ha sido desleal, los ha
criticado sin misericordia, y otros entusiasmados y jaleando la llegada del
jefe, del auténtico, del que siempre ha estado en la sombra, del que no dudó en
trocear la patria que ahora pretende salvar para que especularan los de su
clase con los fragmentos resultantes, ni dudó tampoco en malvender las mejores
y más prometedoras piezas de su patrimonio industrial a sus amiguetes y ahora
pretende vender sus despojos; del que nos implicó, junto tejano ebrio y asesino,
en una guerra infame y vergonzosa de la que cada día seguimos palpando a través
de las pantallas sus tremendas secuelas de terror y de muerte.
Los
medios andan revueltos estos días porque un nuevo mesías de risita odiosa y
discurso plano ha decidido redimirnos, aún llevándose por delante al gobierno
de los suyos, y amenaza con meternos de una vez por todas en un túnel del
tiempo negro y largo como una dictadura.
Pero
entonces, la noticia de tu irremediable muerte ha saltado a los teletipos, y
las pantallas de todos los televisores no han tenido más remedio que reproducir
una vez más tus hermosas canciones, como aquella Le métèque de insuperable belleza con la que hoy seguiremos
emocionándonos, abriendo nuestra sensibilidad a la esperanza de que otro mundo
es posible, un mundo sin espantapájaros, sin mentirosos, sin ladrones, sin
traidores, sin caudillos; un mundo en que la belleza sepulte definitivamente la
podredumbre de los corruptos y la indignidad de los malvados que traicionan a
su pueblo; un mundo en que caminemos hacia la utopía de tus hermosas canciones.
¡Gloria
a Georges Moustaki, que jamás morirá en nosotros!
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