Aunque es enorme y continua la ola de corrupción que nos invade desde
hace unos años, y hallándonos al borde de la náusea por la intensa pestilencia
de tanta basura, hemos estado a punto de quedar anestesiados por los gases que
de ella emanaban. No parecía quedarnos otra reacción que la de los vómitos y
exabruptos soltados en reuniones de amigos o de familiares, en tertulias
ocasionales con conocidos, en charlas en la pescadería de turno o en la
librería más frecuentada...
Todo lo anterior se ha visto agravado por la cínica cobertura que los
dirigentes de los partidos afectados han proporcionado a sus compañeros
corruptos, mientras legislaban en contra de la ciudadanía: reforma
constitucional (art. 135), recortes sociales (educación, sanidad, dependencia),
reformas laborales, recortes de libertades y derechos (ley mordaza o de
seguridad ciudadana, ley del aborto), escandalosas privatizaciones de servicios
básicos y estratégicos.
Sin embargo, cuando parecía que la ciudadanía soportaba, cabreada e indignada,
eso sí, toda esa inmundicia, y que asistía a tan reprobable espectáculo como
los comensales de El ángel exterminador, de Buñuel, quienes no se
deciden a escapar del salón, cuyas puertas se les ofrecen abiertas, esa misma
ciudadanía ha ido despertando de su letargo hasta recuperar poco a poco su
vitalidad y su conciencia; con impulsos desordenados, es verdad, pero con una
admirable, e imparable, acumulación de energía. Sus primeros movimientos brotaban
inconexos, aunque crecientemente masivos (15M, PAH, mareas verdes, blancas, negras,
naranjas o rojas, y otros diferentes como los levantamientos ciudadanos de
Gamonal y Valencia…); pero luego esa energía se ha ido concentrando y hoy las
diversas movilizaciones de indignados y afectados fluyen inevitablemente hacia
la recuperación de la dignidad ciudadana.
Esto sucede en un contexto histórico en que la derecha se encarga de
negar la existencia de la lucha de clases, o de admitirla, como hacen algunos
de sus más conspicuos representantes para sostener que la van ganando ellos, los
ricos; y en que la socialdemocracia pretende erigirse en la única izquierda
posible.
La gente afectada por las políticas neoliberales llevadas a cabo por los
gobiernos socialdemócratas o conservadores de turno, en beneficio exclusivo de
la oligarquía financiera y empresarial, son votantes de distintos partidos o
incluso abstencionistas, y los auténticos protagonistas de toda esa acción
democrática revitalizadora. La razón es bien sencilla: gritar «¡basta ya!» a
las políticas injustas y al crecimiento galopante de la desigualdad. Según, por ejemplo, Oxfam
Intermón, «en el último año las 20 personas más ricas de nuestro país
incrementaron su fortuna en 15.450 millones de dólares, más de 1.760.000
dólares por hora, y poseen hoy tanto como el 30% más pobre de la población
(casi 14 millones de personas). En la escala más alta, el 1% de los más ricos
de España tienen tanto como el 70% de los ciudadanos y tan sólo 3 individuos
acumulan una riqueza que duplica con creces la del 20% más pobre de la
población. En su conjunto, las 20 mayores fortunas de España alcanzaron en
marzo de este año una riqueza de 115.400 millones de dólares».
Así las cosas, surge PODEMOS, y sus portavoces prefieren no definirse
como de derechas o de izquierdas, aunque en sus discursos no reniegan de la
tradición marxista y sus referencias políticas (medidas nacionalizadoras y
sociales en países como Ecuador, Bolivia, Venezuela...) e intelectuales (Noam
Chomsky, Eduardo Galeano, Naomi Klein, Vicenç Navarro...) avalan esta idea.
Ellos hablan de dos grandes bloques sociales: uno, el de la oligarquía y de las
grandes fortunas, y otro, el del resto de la población (clases medias y bajas).
En el bloque de la oligarquía y las grandes fortunas, al que los
políticos conservadores o socialdemócratas de «la casta» y de «las puertas
giratorias» aspiran a pertenecer, y al que sirven, se adoptan las políticas de
gestión neoliberal de la crisis, la de los recortes y el «austericidio», la del
rescate de los bancos, la de las privatizaciones de los servicios públicos
clave y de los sectores estratégicos, para ponerlos en manos de «los suyos». Es
el bloque que acumula la mayor parte de la riqueza, según vemos en el informe
de Oxfam Intermón, y que goza de importantes privilegios de clase: sus
representantes políticos no dudan en cambiar la Constitución en unas horas si
es preciso para proteger sus intereses económicos, o la Ley de la Justicia
Universal para llevar sus negocios a China; y si algunos de los suyos
delinquen, eluden en su mayoría la cárcel por prescripción de los delitos o a
cambio de fianzas millonarias que sólo ellos pueden afrontar, mientras que
sindicalistas miembros de piquetes informativos se enfrentan a varios años de
prisión. Y todo porque, como dijo el Presidente del Tribunal Supremo y del
Consejo General del Poder Judicial, la ley está «pensada para el ‘robagallinas’
y no para el gran defraudador».
Al segundo bloque pertenecemos el resto de la población, con
independencia de la adscripción ideológica de cada cual, si es que la tuviere:
autónomos o pequeños empresarios de derechas y de izquierdas, obreros de
derechas y de izquierdas, profesores o sanitarios de derechas y de izquierdas,
trabajadores del sector servicios de derechas y de izquierdas, agricultores de
derechas y de izquierdas, parados de derechas o de izquierdas, jóvenes con
estudios o sin estudios de derechas o de izquierdas.
Con todo esto, se entiende perfectamente que, en el presente momento
histórico, una organización política, partido, coalición, frente ciudadano o lo
que sea, que pretenda acabar con la corrupción, y gobernar para el cumplimiento
efectivo de los derechos económicos, sociales y políticos recogidos en nuestra
Constitución y en la Declaración Universal de Derechos Humanos, reforzando y
desarrollando para ello los mecanismos democráticos, no cuente entre sus prioridades
con la de definirse ideológicamente como de derechas o de izquierdas.
Esto hace PODEMOS y por ello les llueven las críticas desde la
socialdemocracia, mientras los medios de la derecha les tachan de radicales
marxista-leninistas.
Sin embargo, la historia nos enseña que existen momentos en que hay que
dejar de mirar a derecha e izquierda, es decir, lateralmente, para hacerlo de
abajo arriba, es decir, verticalmente. Porque, además, a esto nos anima la
conciencia de clase que tanto han hecho por enturbiar los del primer bloque.
Uno de esos momentos históricos fue precisamente el del final del
franquismo y el principio de la transición. Por el objetivo común de acabar con
la dictadura e implantar un régimen democrático se unieron comunistas,
socialdemócratas, demócratas cristianos, liberales, monárquicos y republicanos,
unos más a la derecha del espectro ideológico y otros más a la izquierda. Y se
consiguió el objetivo, más o menos. Hoy sucede algo similar, y es verdad que
son muy pocos los objetivos, aunque notables los intereses, que pueden unirnos
a la inmensa mayoría de la ciudadanía; pero nos unen.
Esto es así, porque hoy miembros de eso que PODEMOS ha dado en llamar
«casta» pertenecen también, lamentablemente, a los sectores dirigentes de la
socialdemocracia y ocupan, como los mandamases de la derecha, puestos
importantes en los consejos de administración de las empresas oligárquicas
nacionales y multinacionales. Y, lo que aún resulta más lamentable, algunos,
aunque es verdad que escasos, de los implicados en los casos de corrupción más
sonados pertenecen a los sindicatos de clase y a formaciones políticas de
origen comunista.
Por eso, creemos que ha llegado la hora de buscar encontrarnos con los
que hoy son nuestros iguales, con el objetivo de acabar con el estado de cosas
actual. Y ello no implica que debamos renunciar a nuestra propia ideología;
tampoco creemos que lo hacen los portavoces de PODEMOS, que siguen identificándose
con la tradición marxista y con la izquierda anticapitalista. Pero hoy no es el
momento de dividir a la mayoría de la ciudadanía entre izquierda y derecha.
Hoy, en un tiempo nuevo y de renovación, estamos obligados a «cambiar la mirada»
porque la división de la sociedad resulta más clara y contundente, y se halla
marcada por la existencia de una oligarquía poderosa que desde arriba acumula
riquezas y privilegios en perjuicio de los de abajo, es decir, del resto de la
población. Y ahí está nuestro lugar ahora, como sucedió en la transición, aunque
las cosas no salieran del todo bien: ahora abajo y luego a la izquierda, para
conseguir una política que primero corrija las desigualdades de riqueza y de
derechos y que luego las reduzca a la mínima expresión, hasta dar con una
sociedad más justa e igualitaria.
Frente a esto, los dirigentes neoliberales y socialdemócratas, es decir,
«la casta», desde las tribunas de sus medios afines, nos quieren mantener en un
bipartidismo controlado por ellos y con el tufillo de aquel turno de partidos
del XIX que manejaba «la casta» de los caciques, el «turnismo»; un bipartidismo
que, como el americano o el alemán, ha servido, hasta el día de hoy, a la burguesía
capitalista. Es verdad que la socialdemocracia y la lucha de los trabajadores impulsaron
en Europa el «estado de bienestar»; pero esto sucedió al tiempo que conllevó un
desarrollo desbocado de la economía de mercado y del consumismo y una
acumulación gigantesca de capital por parte de la oligarquía. La crisis de
estos años está poniendo las cosas en su sitio. Porque, cuando la oligarquía ve
peligrar sus descomunales beneficios económicos, y frente a la aparición de
nuevas fuerzas políticas que amenazan con arrebatar el poder a «la casta» para
acabar con sus privilegios y repartir la riqueza que les sobra, los dirigentes
neoliberales y socialdemócratas, es decir, su brazo político, no dudan en coaligarse,
aún a costa de traicionar a sus bases (Alemania, Grecia y ya veremos qué
sucederá en España), a fin de frenar el «tsunami» ciudadano que podría arrasarlos.
Ahora, asustados, la socialdemocracia hace lo imposible por mantenernos
en el ámbito tradicional de izquierdas y derechas. Pero si, como dijo en cierta
ocasión uno de sus más ilustres portavoces europeos, el francés Lionel Jospin,
socialismo es lo que hacen los socialistas, habría que admitir que sus
actuaciones más positivas y progresistas (universalización de las prestaciones
sanitarias, escuela pública gratuita, leyes de profundización de derechos
civiles) terminan por verse sepultadas bajo la losa de aquellas otras más
negativas y regresivas (reconversión industrial, GAL, eso del «gato blanco o
negro, pero que cace ratones», reformas laborales, FILESA y la corrupción, «puertas
giratorias», recortes…). Se ha difuminado la división entre la derecha y la
izquierda socialdemócrata hasta identificarse en sus políticas económicas, al
aceptar dócilmente las directrices dictadas desde la Troika y los Mercados, y
ha sido sustituida por una nueva división de clases, entre los de arriba y los
de abajo, y ahí, entre los de arriba, hay muchos y prestigiosos sedicentes socialistas
que han identificado sus intereses con los de la oligarquía y que no han
recibido el reproche de sus compañeros de partido que todavía los manejan unas
veces como referentes y otras como teloneros en mítines electorales.
Por todo ello, hoy resulta históricamente oportuno un pacto de las
clases antioligárquicas que reduzca las desigualdades económicas entre pobres y
ricos, que acabe con la corrupción, que obligue a los del primer bloque a
contribuir «patrióticamente» con sus beneficios a la recuperación económica del
país, que termine de una vez con los privilegios de clase y que ponga la
política económica al servicio de la ciudadanía.
Joaquín Copeiro
Mariano Morales
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