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lunes, 13 de julio de 2020


Introducción sinfónica (2)

Marcella, mi Marcella, hija de Marcella, la fotógrafa de origen florentino que llegó a mi ciudad con doce añitos y que vivió conmigo entre sus veinticinco y sus cuarenta, antes de dejarme con dos palmos de narices y con la niña para largarse a su tierra con un romano licenciado en Arte, que aterrizó por aquí para hacer su tesis doctoral sobre el mudéjar: «¡Padre, consíguete ediciones digitales y simplifica tus búsquedas, que no pareces de esta época!». ¿Pues qué?, que sigo el consejo y pongo manos a la obra.
Yo escribo en un viejo ordenador, donde no guardo nada que no esté garantizado contra los malditos virus, a los que temo como a un borrado involuntario de páginas irreconstruibles. Sé de lo que hablo. Cuando me inicié en el uso de los procesadores de texto, yo vivía en un barrio viejo de mi ciudad, donde se producían de vez en cuando caídas de la tensión eléctrica y algún apagón que otro. Entonces uno no había aprendido aún a protegerse frente a tales desmanes del azar o de las eléctricas. Y llegué a perder capítulos casi enteros de la obra entre manos, o poemas. Pero lo peor es que recientemente me ha vuelto a ocurrir, lo del borrado involuntario. Estaba yo a pocas páginas del final de este trabajo. Había madrugado y llevaba un par de horas escribiendo. Se me ocurrió limpiar el polvo para hacer un alto y relajar mi chilostra, y para ir adelantando en el adecentamiento periódico de mi vivienda. Pero no apagué el ordenador, ni guardé lo escrito durante el último cuarto de hora, ni siquiera antes de aventurarme a pasarle el plumero por encima. ¡Ah, dioses desaprensivos y descuidados, y esto no es más que una forma de hablar! Porque, ¿cómo va a creer uno en algo? ¿Qué ángel de la guarda ni qué ángel de la guarda? «¡Que no hay na, papa, que no hay na!», le dice, más o menos, la protagonista de Si la cosa funciona, de Woody Allen, a su padre al verlo de rodillas y rogando al cielo por la reconversión de la madre. ¡Pues claro que no hay na! ¡Si hubiera alguien o algo no consentiría tamaños percances! ¿Un simple apagón y a hacer puñetas las páginas recién escritas? ¡No, hombre, no!
¡Terrible lo del borrado, ya digo! Pues es ese mismo miedo lo que me empuja a mantener mi cacharro aislado de internet.
En otra habitación existe otro viejo ordenador, aunque un poco más joven que el anterior, con más capacidad, con mayor velocidad, conectado a la red, y desde él hemos navegado siempre en casa. ¿Que cuál es el problema? Pues que me vendría bien tener los dos ordenadores al alcance de la mano. Analizo la situación, observo la funcionalidad de los condicionantes logísticos, las dificultades, los obstáculos, y llego a la conclusión de que juntar ambos aparatos en la misma mesa supondría algo así como lo que le ocurrió a un amigo mío forofo del fútbol, quien, por comprarse un televisor de última generación y con pulgadas suficientes como para disfrutar más y mejor de los Madrid-Barça y de los Barça-Madrid en el salón de su casa, con cerveza, patatas fritas y aceitunas rellenas, se vio forzado a cambiar el salón entero. ¡Una ruina, fue una ruina! Si el presupuesto inicial estribó pongamos que en unos mil doscientos euros para el televisor, el final se le subió a la parra, y cuando mi amigo se descolgó de ella, sus ahorros habían menguado en nueve o diez veces lo presupuestado: muebles nuevos, pintores, estores y televisor, eso sí, como Dios manda y ocupando el lugar preferente del salón. ¿Y cuál va a ser mi caso?, me pregunto, ¿dedicar toda mi mesa de trabajo a los dos ordenadores, doblar el número de enchufes y de cables, alejar los libros recién comentados y que andan siempre dispuestos sobre ella al alcance de mi mano, arrimar otro sillón para colocar en él los libros? ¡Un desastre!
Marcella, mi Marcella: «¡Padre, coge mi viejo portátil, que en casa hay wifi, y para lo que tú quieres tienes de sobra, y te lo colocas con su batería cargadita junto a ti y ya está!».
Pues sí, todo viejo: mi ordenador, el familiar y el portátil de Marcella, y el que suscribe, o sea, yo. Últimamente, mis vetustas células están empezando a tirar la toalla: en siete meses, tres operaciones, leves, sí, pero operaciones de quirófano y anestesia general; de ahí, los análisis y esas gaitas.
Pero bueno, le he hecho caso a mi hija y he desempolvado su portátil. Aquí al ladito del mío lo tengo. La pantalla de mi ordenador, frente a mí; a mi izquierda, el portátil. Ahora escribo y navego sin peligro para lo que escribo. Así me gusta. Y esta es la mía.
¡Atención!: abro Google y... miedo me da decirlo, pero si elegimos una frase textual de un libro, la entrecomillamos, y le añadimos algún dato más de referencia, apellido del autor o del traductor, o título de la obra, casi con toda seguridad que encontramos lo que buscamos. Pues así, para qué ocultarlo, me hago sin grandes problemas con versiones digitalizadas del Ulises de Valverde, del de García Tortosa, de la Odisea de Segalá y Estalella y de la de José Luis Calvo; no consigo, en cambio, la Guía de Hayman, pero tampoco la preciso en formato digital. ¡Y, mira por dónde, también accedo a la lectura online, en edición digitalizada en 2001 por Libronauta Argentina, S. A. (http://myslide.es/documents/joyce-james-ulises-1a-edicion-en-espanol.html), de la traducción del Ulises llevada a cabo por Salas Subirat, antes citada, y que yo había renunciado a buscar en papel! De todas formas, no voy a utilizar esta última traducción, excepto para dos apuntes que anoto más adelante.
Siguiendo con lo digital, a veces la versión localizada viene precedida de advertencias amenazantes acerca de su uso comercial; otras, de garantías tranquilizadoras sobre su carácter de dominio público; en ocasiones, de nota de agradecimiento al autor del texto por permitir su utilización en la red, y en otras, de nada. Y yo me debato ante un dilema: pirateo y publico aquí las direcciones de las que descargo los libros digitalizados o pirateo y no las publico. Decididamente, no las publico, excepto la del Ulysses original, de dominio público, a la que me referiré después.
¡Pirateo, pirateo...! ¿Pero es que soy un pirata?, ¿acaso me he convertido en un desaprensivo pirata informático? «¿Te has hecho pirata, Joaquín?», me pregunto a mí mismo. De verdad que no, ¡de verdad que no!, aunque haya escrito dos novelas de piratas en mi vida (aquí, los títulos, por si acaso, que son muy divertidas, según los míos, y que, vamos, yo me lo pasé pipa escribiéndolas: ¡Ajajá, Lyonés, por una niña me muero en Castaj!, el titulito, ¿eh?, y Libertarios del Mediterráneo) y me haya identificado con sus protas; pero que yo no soy ningún pirata, ¡hombre!, que yo me he comprado los cuatro libros, el de Lumen, el de Orbis-Origen, los dos de Cátedra, mas no así el de Rueda, lo confieso, porque intuyo difícil su consecución, aunque no descarto la idea de intentar hacerme con un ejemplar, y los he pagado a tocateja, unos en pesetas y otros en euros, que, la verdad, todo hay que decirlo, me resultaron muy baratos, dos o tres cañas cada volumen. Lo que pasa es que sus versiones digitalizadas me vienen de perillas para ahorrar tiempo en la localización de nombres o de fragmentos. ¡Por Zeus que es así!
¡Bien! Pertrechado, pues, de «fuentes» y de herramientas informáticas, abordo el trabajo cuyo objetivo final es desentrañar las conexiones entre el Ulises de Joyce y la Odisea de Homero.
Transcurre el verano enterito, de solsticio a equinoccio, lo palpo entre calores agobiantes, noticias de bosques que arden, de incendios políticos y de algunas, demasiadas, barbaridades humanas o, mejor dicho, inhumanas. Pero yo me siento instalado en el camino a Ítaca y eso me emociona y me entusiasma de tal manera, que no paro de dar vueltas y vueltas a dos de las creaciones literarias más geniales de la historia de la humanidad. Y con sus protagonistas, ando sorbiendo sentido a sentido los entresijos de una gran aventura, probablemente de las más estimulantes que puedan experimentarse: dilucidar las correspondencias entre ambas.

 Continuará

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