Introducción sinfónica (2)
Marcella, mi Marcella, hija de Marcella, la
fotógrafa de origen florentino que llegó a mi ciudad con doce añitos y que
vivió conmigo entre sus veinticinco y sus cuarenta, antes de dejarme con dos
palmos de narices y con la niña para largarse a su tierra con un romano licenciado
en Arte, que aterrizó por aquí para hacer su tesis doctoral sobre el mudéjar:
«¡Padre, consíguete ediciones digitales y simplifica tus búsquedas, que no
pareces de esta época!». ¿Pues qué?, que sigo el consejo y pongo manos a la
obra.
Yo escribo en un viejo ordenador, donde no guardo
nada que no esté garantizado contra los malditos virus, a los que temo como a
un borrado involuntario de páginas irreconstruibles. Sé de lo que hablo. Cuando
me inicié en el uso de los procesadores de texto, yo vivía en un barrio viejo
de mi ciudad, donde se producían de vez en cuando caídas de la tensión
eléctrica y algún apagón que otro. Entonces uno no había aprendido aún a
protegerse frente a tales desmanes del azar o de las eléctricas. Y
llegué a perder capítulos casi enteros de la obra entre manos, o poemas. Pero
lo peor es que recientemente me ha vuelto a ocurrir, lo del borrado
involuntario. Estaba yo a pocas páginas del final de este trabajo. Había
madrugado y llevaba un par de horas escribiendo. Se me ocurrió limpiar el polvo
para hacer un alto y relajar mi chilostra, y para ir adelantando en el
adecentamiento periódico de mi vivienda. Pero no apagué el ordenador, ni guardé
lo escrito durante el último cuarto de hora, ni siquiera antes de aventurarme a
pasarle el plumero por encima. ¡Ah, dioses desaprensivos y descuidados, y esto
no es más que una forma de hablar! Porque, ¿cómo va a creer uno en algo? ¿Qué
ángel de la guarda ni qué ángel de la guarda? «¡Que no hay na, papa,
que no hay na!», le dice, más o menos, la protagonista de Si la cosa
funciona, de Woody Allen, a su padre al verlo de rodillas y rogando al
cielo por la reconversión de la madre. ¡Pues claro que no hay na! ¡Si
hubiera alguien o algo no consentiría tamaños percances! ¿Un simple apagón y a
hacer puñetas las páginas recién escritas? ¡No, hombre, no!
¡Terrible lo del borrado, ya digo! Pues es ese mismo
miedo lo que me empuja a mantener mi cacharro aislado de internet.
En otra habitación existe otro viejo ordenador,
aunque un poco más joven que el anterior, con más capacidad, con mayor
velocidad, conectado a la red, y desde él hemos navegado siempre en casa. ¿Que
cuál es el problema? Pues que me vendría bien tener los dos ordenadores al
alcance de la mano. Analizo la situación, observo la funcionalidad de los
condicionantes logísticos, las dificultades, los obstáculos, y llego a la
conclusión de que juntar ambos aparatos en la misma mesa supondría algo así
como lo que le ocurrió a un amigo mío forofo del fútbol, quien, por comprarse
un televisor de última generación y con pulgadas suficientes como para
disfrutar más y mejor de los Madrid-Barça y de los Barça-Madrid en el salón de
su casa, con cerveza, patatas fritas y aceitunas rellenas, se vio forzado a
cambiar el salón entero. ¡Una ruina, fue una ruina! Si el presupuesto inicial
estribó pongamos que en unos mil doscientos euros para el televisor, el final
se le subió a la parra, y cuando mi amigo se descolgó de ella, sus ahorros
habían menguado en nueve o diez veces lo presupuestado: muebles nuevos,
pintores, estores y televisor, eso sí, como Dios manda y ocupando el lugar
preferente del salón. ¿Y cuál va a ser mi caso?, me pregunto, ¿dedicar toda mi
mesa de trabajo a los dos ordenadores, doblar el número de enchufes y de
cables, alejar los libros recién comentados y que andan siempre dispuestos
sobre ella al alcance de mi mano, arrimar otro sillón para colocar en él los
libros? ¡Un desastre!
Marcella, mi Marcella: «¡Padre, coge mi viejo
portátil, que en casa hay wifi, y para lo que tú quieres tienes de
sobra, y te lo colocas con su batería cargadita junto a ti y ya está!».
Pues sí, todo viejo: mi ordenador, el familiar y el
portátil de Marcella, y el que suscribe, o sea, yo. Últimamente, mis vetustas
células están empezando a tirar la toalla: en siete meses, tres operaciones,
leves, sí, pero operaciones de quirófano y anestesia general; de ahí, los
análisis y esas gaitas.
Pero bueno, le he hecho caso a mi hija y he
desempolvado su portátil. Aquí al ladito del mío lo tengo. La pantalla de mi
ordenador, frente a mí; a mi izquierda, el portátil. Ahora escribo y navego sin
peligro para lo que escribo. Así me gusta. Y esta es la mía.
¡Atención!: abro Google y... miedo me da decirlo,
pero si elegimos una frase textual de un libro, la entrecomillamos, y le
añadimos algún dato más de referencia, apellido del autor o del traductor, o
título de la obra, casi con toda seguridad que encontramos lo que buscamos.
Pues así, para qué ocultarlo, me hago sin grandes problemas con versiones
digitalizadas del Ulises de Valverde, del de García Tortosa, de la Odisea
de Segalá y Estalella y de la de José Luis Calvo; no consigo, en cambio, la Guía
de Hayman, pero tampoco la preciso en formato digital. ¡Y, mira por dónde,
también accedo a la lectura online, en edición digitalizada en 2001 por Libronauta
Argentina, S. A. (http://myslide.es/documents/joyce-james-ulises-1a-edicion-en-espanol.html), de la traducción del Ulises llevada
a cabo por Salas Subirat, antes citada, y que yo había renunciado a buscar en
papel! De todas formas, no voy a utilizar esta última traducción, excepto para
dos apuntes que anoto más adelante.
Siguiendo con lo digital, a veces la versión
localizada viene precedida de advertencias amenazantes acerca de su uso
comercial; otras, de garantías tranquilizadoras sobre su carácter de dominio
público; en ocasiones, de nota de agradecimiento al autor del texto por
permitir su utilización en la red, y en otras, de nada. Y yo me debato ante un
dilema: pirateo y publico aquí las direcciones de las que descargo los libros
digitalizados o pirateo y no las publico. Decididamente, no las publico,
excepto la del Ulysses original, de dominio público, a la que me referiré
después.
¡Pirateo, pirateo...! ¿Pero es que soy un pirata?,
¿acaso me he convertido en un desaprensivo pirata informático? «¿Te has hecho
pirata, Joaquín?», me pregunto a mí mismo. De verdad que no, ¡de verdad que
no!, aunque haya escrito dos novelas de piratas en mi vida (aquí, los títulos,
por si acaso, que son muy divertidas, según los míos, y que, vamos, yo me lo
pasé pipa escribiéndolas: ¡Ajajá, Lyonés, por una niña me muero en Castaj!,
el titulito, ¿eh?, y Libertarios del Mediterráneo) y me haya identificado
con sus protas; pero que yo no soy ningún pirata, ¡hombre!, que yo me he
comprado los cuatro libros, el de Lumen, el de Orbis-Origen, los dos de
Cátedra, mas no así el de Rueda, lo confieso, porque intuyo difícil su
consecución, aunque no descarto la idea de intentar hacerme con un ejemplar, y
los he pagado a tocateja, unos en pesetas y otros en euros, que, la verdad,
todo hay que decirlo, me resultaron muy baratos, dos o tres cañas cada volumen.
Lo que pasa es que sus versiones digitalizadas me vienen de perillas para
ahorrar tiempo en la localización de nombres o de fragmentos. ¡Por Zeus que es
así!
¡Bien! Pertrechado, pues, de «fuentes» y de
herramientas informáticas, abordo el trabajo cuyo objetivo final es desentrañar
las conexiones entre el Ulises de Joyce y la Odisea de Homero.
Transcurre el verano enterito, de solsticio a
equinoccio, lo palpo entre calores agobiantes, noticias de bosques que arden,
de incendios políticos y de algunas, demasiadas, barbaridades humanas o, mejor
dicho, inhumanas. Pero yo me siento instalado en el camino a Ítaca y eso me
emociona y me entusiasma de tal manera, que no paro de dar vueltas y vueltas a
dos de las creaciones literarias más geniales de la historia de la humanidad. Y
con sus protagonistas, ando sorbiendo sentido a sentido los entresijos de una
gran aventura, probablemente de las más estimulantes que puedan experimentarse:
dilucidar las correspondencias entre ambas.
Continuará…
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