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domingo, 12 de julio de 2020


Introducción sinfónica (3)

El tiempo pasa, el trabajo avanza y se concluye, y varias son las decisiones que adopto finalmente y que me dispongo a transcribir aquí:
En primer lugar, explicar algunas de mis opciones formales. Por ejemplo, quedarme con la versión latina del nombre del protagonista homérico, aunque en esta introducción prefiera el helénico de «Odiseo»: «Ulises», pues, por aquí; «Ulises» por allá; y ahora, en cambio, «Odiseo». Otro ejemplo: echar mano casi siempre de los nombres utilizados por José Luis Calvo para los personajes y lugares de la Odisea; digo «casi siempre», porque he preferido, pongamos, «Hércules» a «Heracles». Y otro más: aplicar, en cambio, a los personajes de Homero los epítetos épicos según la versión de Segalá y Estalella, por sus resonancias clasicistas y evocadoras.
En segundo lugar, analizar algunos de los mecanismos de los que, en mi opinión, se vale Joyce para sus referencias homéricas. Y hablar de su realismo.
En efecto, el ingenioso dublinés emplea recursos muy diversos para sacar partido al texto de Homero. Así, entre los tres protagonistas de su novela, Stephen Dedalus, Leopold Bloom y su esposa Molly, o Marion Tweedy, se establece una cierta relación de semejanza con Telémaco, Odiseo y Penélope: sus edades son semejantes; Molly y Bloom son tan esposos como Penélope y Odiseo; Bloom siente una necesidad de protección paterno-filial hacia Stephen basada en la relación padre-hijo entre Odiseo y Telémaco; ambos, al igual que los personajes de Homero, no pueden volver a sus domicilios, que perciben como usurpados por otros, ya se trate del amante de la esposa, en el caso de Bloom, o de los aprovechados compañeros de vivienda, en el caso de Stephen; Odiseo oculta a Penélope la verdad de sus relaciones íntimas con Calipso y Bloom no le dice a Molly nada de las suyas con Martha Cifford; Molly, como Penélope, no abandona su domicilio, sino que en él espera el desenlace de los acontecimientos, el casamiento inevitable con un pretendiente o la llegada del amante. En todo caso, la semejanza resulta más clara en el caso de Stephen y Telémaco: jóvenes, buscadores de algo, inteligentes, de corazón noble, en proceso de maduración personal y de mitificación, el personaje homérico por su prudencia y valentía, y el joyciano porque, desde su experiencia parisina, no hace sino crecer intelectualmente, tanto, que incluso llega a sostener con brillantez puntos de vista singulares sobre Shakespeare y su obra; ambos abandonan a sus madres respectivas, uno por buscar a su padre y el otro por no querer rezar con ella mientras se halla moribunda. Naturalmente, existen asimismo semejanzas más o menos afinadas entre otros personajes y elementos del Ulises y la Odisea: así, en el episodio de «Circe», entre Bella o Bello y la Circe de Homero; entre el alcohol y los productos farmacéuticos y las drogas y venenos de la diosa hechicera; entre las animalizaciones, cosificaciones y personificaciones que aparecen en el episodio y las transformaciones provocadas por aquella en los compañeros de Odiseo; o entre el albergue del cochero de «Eumeo» y el albergue del porquero del héroe Laertíada, y entre las mentiras del marinero del mismo episodio y las que Odiseo endilga a su porquero.
Pero junto a estas relaciones de semejanza, Joyce utiliza también el contraste, en mayor o menor medida, e incluso la antítesis, como recursos para jugar con las referencias homéricas. El sentimiento de desprecio de Stephen hacia la vieja lechera, por ejemplo, contrasta con el respeto de Telémaco hacia las figuras de Méntor y Mentes, caracterizaciones de la diosa Atenea, que parecen, sin embargo, las referencias homéricas de la lechera; y la poca gallardía e incluso cobardía de Bloom, como cuando temió que hubiera ladrones en su casa, cuya imagen llega a deteriorarse hasta aparecer caracterizado como parturienta y como cerdo, no sintoniza con el porte casi siempre apuesto y la actitud heroica de Odiseo. Como también es objeto de contraste el suicida padre de Bloom, que nada tiene de heroico, con el héroe Laertes, padre del astuto itacense. Y ¿qué decir de Molly, verdadera antítesis de Penélope? Penélope: bella, elegante, paciente, discreta, inteligente, acosada por pretendientes a los que desprecia porque es fiel a la memoria de su esposo; Molly: físicamente descuidada, basta, chabacana, infiel con su esposo a quien engaña con sus amantes, impaciente por juntarse con el último de ellos.
En ocasiones, el contraste resulta cargado intencionadamente de ironía. Esto sucede con el intolerante Mr. Deasy, director del colegio en que trabaja Stephen e inspirado en el noble anciano y sabio conocedor de la historia Néstor, calificado por Homero de «domador de caballos», como si así mismo el tal Mr. Deasy fuera otro domador, tal vez de potrillos, y que también parece saberse bien la historia antigua y la de Irlanda; algo similar puede apreciarse en las relaciones que se establecen entre la provocadora Gerty, que no duda en exhibir sus encantos ante Bloom mientras se encuentran ambos en la playa, y la encantadora y prudente princesa Nausícaa, o entre el onanismo de aquel y el pudor y recato de Odiseo.
Otras veces, el dublinés usa del simbolismo para establecer las correspondencias con la epopeya homérica. Ejemplos: la transustanciación del pan y del vino en la misa o los constantes cambios de las imágenes mentales de Stephen simbolizan las virtudes metamorfoseadoras del anciano Proteo; el poder de olvidar los pecados que tiene la comunión católica es símbolo de la flor del olvido que comen los lotófagos; la redacción de un periódico o el tráfago urbano lo son así mismo de los vientos de Eolo contenidos en un odre y luego desatados, y el director del periódico lo es del mismísimo señor de los vientos; los hombres-sándwich, el «fiambre de Dignam en pote» o lo sugerido por el apellido del Dr. Salmón representan el canibalismo de los lestrigones, relacionados a la vez con los comensales del Burton; el aristotelismo y el platonismo en medio de los cuales se debate Stephen cuando discute sobre Shakespeare y su obra en la Biblioteca no son sino representaciones de la roca Caribdis y el remolino Escila respectivamente; los ciudadanos por las calles de Dublín simbolizan a las Rocas Errantes homéricas, y el barquito de papel de Bloom sobre el río se refiere a la nave de Jasón que logró pasar entre los escollos; el hospital de Horne se hermana simbólicamente con la isla del Sol, y todo el debate sobre la fecundidad, así como las variadas manifestaciones de prosa inglesa, tan fecunda, de diferentes épocas y estilos, simbolizan, bien que por oposición, a la isla del Sol y a sus reses, que ni nacen ni mueren, aunque todo resulta más preciso y evidente cuando se habla de «Cree-en-Mí» como del lugar en que tampoco se nace ni se muere.
Hay casos en que la comparación paralela entre elementos llega a sugerir la elaboración de auténticas alegorías, como sucede con el cementerio, los ríos de Dublín, el padre Coffey, el pastor de ovejas o Cunningham, que componen una alegoría del Hades, los ríos que lo aíslan, el can que lo guarda, Orión o Sísifo; o con el bar del hotel Ormond, sus dos camareras, el piano y las canciones, Ben Dollard y la camarera que hace chasquear su liga, que conforman la representación de la isla de las sirenas, las mismas sirenas, su música cautivadora, Orfeo y Parténope; o con la taberna de Barney Kiernan, el paisano, el nacionalismo como visión exclusiva de todo, Irlanda, el puro de Bloom, por un lado, y, por otro, la cueva de Polifemo, el propio cíclope, su único ojo, Galatea y la estaca con que Odiseo lo hirió.
Finalmente, Joyce somete a muchos de los personajes y elementos de su novela a un proceso de desmitificación: Ítaca no es un reino paradisíaco, sino el hogar un tanto descuidado de Bloom y Molly; los pretendientes de Penélope no son aristócratas ricos y poderosos, sino vulgares amantes de Molly; la prueba del arco a que Penélope somete a sus pretendientes se torna en competición de meadas entre Bloom y Stephen; la justiciera venganza de Odiseo no es más que la idea con que Bloom se consuela pensando que cada amante de su mujer debe conformarse con ser el último de una larga lista de amantes. De manera que prácticamente todos los personajes son así desmitificados por Joyce, caricaturizados por un tratamiento muchas veces esperpéntico, si exceptuamos al joven Stephen Dedalus, porque lo que en realidad pretende el genial escritor es desmitificar la propia realidad, y también el género narrativo. Y tal vez el punto culminante de todo ello sea el personaje de Molly, a cuya exacta realidad accedemos en «Penélope». Porque ahí tenemos la mente de Molly en estado puro, buena muestra del realismo del que hace gala Joyce y que supera con creces a todo el realismo anterior a él. Joyce consigue aquello para lo que el idealista Gustavo Adolfo Bécquer se reconocía incapacitado y que, sin embargo, ponderaba como la mejor, la más auténtica literatura: dar forma a «los extravagantes hijos de mi fantasía» acumulados por ella «en los desvanes del cerebro»; o, en otras palabras, el dublinés halla una alternativa a tamaña incapacidad: mostrar a esos seres tal cual hormiguean en su cerebro; o, mejor aún, presentarlos como ellos mismos se asientan en sus propios cerebros.
Y todavía hay más, porque los personajes de Joyce ven, oyen, observan, escuchan, piensan, imaginan, duermen, sueñan, comen, beben, se emborrachan, defecan, orinan, ventosean, gozan sexualmente, aman, sufren y hacen todo cuanto es propio de un ciudadano europeo durante cualquier día de su vida. Consigue así el dublinés dar a luz, de una vez por todas, la primera novela plenamente realista de la literatura, y ello, sin copiar la realidad, como sí hicieron los realistas europeos del xix, sin necesitar describirla, sino limitándose, nada más y nada menos, que a exponerla delante de los lectores tal y como la realidad es para quienquiera que la observe y la experimente, endiabladamente confusa y complicada. Y es que, en efecto, Joyce en su Ulises practica exhaustivos y continuos escaneados a los cerebros de Leopold, al de Stephen o al de Molly, y de aquí la complejidad de la novela, porque complejos son los cerebros humanos. Y de ahí también que resulte harto difícil hablar de la novela o traducirla, sin caer, una y otra vez y de manera inevitable, en pecado de lesa fidelidad al texto. Porque, finalmente, la mejor manera de hablar de la obra de Joyce es mostrar el texto original, e informar, por ejemplo, de que contiene fragmentos como los que se reproducen más adelante, y de los que los traductores ofrecen diferentes versiones, y, eso sí, que cada cual opte por lo que le pete, en función, sobre todo, de los conocimientos que posea de la lengua de los irlandeses. Por cierto, que, como he sugerido antes, los fragmentos del original inglés que aquí utilizo están extraídos de la edición electrónica publicada gratuitamente desde 2008 por Proyecto Gutenberg a partir de la editada en París, en 1922, por Shakespeare and Company, de Sylvia Beach (www.gutenberg.org/ebooks/4300); en este trabajo, se señalan con las letras PG seguidas del número de página de la edición digital.
Esto precisamente me lleva a hablar en este punto de otro de los criterios que presiden la redacción del presente prólogo. En tercer lugar, por tanto, decido componerlo bajo el epígrafe de «Introducción sinfónica». ¿Y qué le voy a hacer? Desde que leí por primera vez la famosa introducción de Bécquer a su Libro de los gorriones, en un ejemplar, que aún conservo, publicado en 1965 por la madrileña Ediciones Alcalá para su Colección Aula Magna, con estudio y edición de Juan Mª Díez Taboada, el texto no ha dejado de pajarear «por los tenebrosos rincones de mi cerebro». Quiero utilizar el título becqueriano, necesito hacerlo, entre otras razones, por las que acabo de exponer; así que aquí está la «Introducción sinfónica» de La «Odisea» en el «Ulises».

 Continuará

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