La Odisea en el Ulises (6)
Episodio 1: Telémaco
(GT: 1-114, 465-565, 871-908)
¡Ah, pobre
Telémaco, hijo del paciente Ulises que salió de su patria para combatir a los
troyanos, dejando al anciano Méntor, pastor de hombres, al cuidado de su
hacienda!
¡Pobre Telémaco, que, aconsejado por la diosa
Atenea, la de ojos de lechuza, abandonó la casa paterna que los despreciables
pretendientes de la discreta Penélope, su madre, habían usurpado, para buscar
noticias de su padre, para dar con él, si es que aún vivía!
Y se fue a otras tierras, mirando de vez en cuando
hacia atrás con ira, maldiciendo a aquellos seres taimados que pretendían
hacerse con todas las riquezas de su padre y suplantarlo en su lecho
matrimonial, y doblegar la fidelísima voluntad de su madre, que había
resistido, no obstante, sus acometidas durante tres años, tejiendo de día y
destejiendo de noche la mortaja de su suegro.
Sí, el joven y deiforme Telémaco salió de su casa
para buscar a su padre, pero no avisó a su madre.
Sí, el joven Telémaco, que tanto quiso de niño a su
padre Ulises, ahora desearía, con toda su alma, que no hubiera muerto, y
encontrarlo y que regresara con él para matar a los malditos usurpadores de su
hogar, de su palacio, de su lecho, el peor de los cuales, el más arrogante de
todos ellos, era sin duda Antínoo, y por eso Telémaco partió del lado de su
madre y la dejó, en realidad, acosada por cuantos devoraban la hacienda de
Ulises.
¡Ay!, joven
Stephen Dedalus, de veintidós años y álter ego de tu creador cuando también él
era joven, y que, según Buck Mulligan, te negaste a cumplir la última voluntad
de tu madre en su lecho de muerte por tu «condenada vena jesuítica, sólo que
inyectada al revés», cuando te pidió que te arrodillaras a rezar junto a ella,
que no la dejaras morir así, ¿quién te asegura que, en este dieciséis de junio
de mil novecientos cuatro, que inicias a las ocho de la mañana y que se trata
de un día cualquiera en tu Dublín natal, no vas a echarte a la calle, como
Telémaco, aunque no en busca precisamente de tu padre, como él?
¿Quién te dice que, en la práctica, no vas a ser
expulsado del torreón en que vives, es decir, de tu propia casa, por aquellos con quienes lo compartes, Mulligan y Haines?
El uno es tan despreciable como Antínoo, se
mofa de todo y te hiere en lo más profundo al acusarte de no haber atendido la
última voluntad de tu madre moribunda, y con el otro no quieres seguir
compartiendo morada porque no soportas sus desvaríos nocturnos, y por eso
manifiestas a Mulligan tu intención de largarte si él se queda.
Es verdad que Mulligan paga
parte de la cuenta de la vieja lechera que aparece como una mensajera, como una
criatura inmortal, como una Atenea tal vez, solícita como un Méntor o como un
Mentes cuya forma adoptara la diosa de ojos de lechuza, y que, aunque os alegra
el desayuno con su leche e incluso os fía porque el florín de Mulligan no
alcanza para abonarle la semana que le debéis, a ti se te antoja una bruja vil
de tetas secas, de la que te sientes despreciado, y por la que, a instancias de
Mulligan, habrás de echarte a la calle para buscar el dinero con que terminar
de saldar la deuda, y también el dinero con que «beber y solazarse» el resto
del día.
Y, una vez en la calle, tal y
como temías, ambos, mientras se bañan en la ensenada, te piden las llaves del
torreón, unas llaves que son tuyas porque tú pagas el alquiler, y que, sin
embargo, Mulligan te reclama igual que te acaba de exigir que vayas a tu
escuela y vuelvas de ella con dinero, igual que te piden incluso dos peniques
para una cerveza, porque «Aquel que roba al pobre le presta al
Señor», que dijo Zaratustra, según Mulligan.
La conclusión a la que llegas
es dramática: no podrás volver por la noche a tu casa.
Pero es esa «cabeza parda y lustrosa, la de una foca, allá adentro en el agua,
redonda», probablemente la de Malachi Mulligan (Má-la-chi Mú-lli-gan:
dác-ti-lo, dác-ti-lo), la que te sugiere la palabra que sintetiza todos tus
infortunios presentes: «Usurpador».
Episodio 2: Néstor
(GT: 150-213, 473-511)
¿Y cómo no
iba a acudir el prudente Telémaco a Pilos, donde reinaba el anciano Néstor,
domador de caballos, que había gobernado a tres generaciones, el que sobresalió
en todas las luchas, en todas las batallas, uno de los grandes protagonistas de
la historia, que, por eso, conocía bien?
¿Cómo no acudir a él, que vivía con sus hijos, entre
ellos Pisístrato, príncipe de hombres, de su misma edad, y que mostraría su
prudencia y equidad al ofrecerle antes la copa al acompañante de Telémaco por
ser mayor?
¿Cómo no acudir al sabio anciano para que le dijera
qué noticias tenía de su padre, si estaba vivo y de vuelta a casa, o si estaba
muerto y cómo fue su muerte?
Sin embargo, Ulises se hallaba perdido en la
historia de los veinte años que llevaba lejos de su hijo, en la de los dos
lustros transcurridos desde que los aqueos vencieran a los troyanos tras una
guerra larga y cruenta por causa de Helena, en ese eterno vagar por aguas y
tierras extrañas, cuajadas de mil y un peligros, empeñado, como andaba, en
regresar a Ítaca, su patria y su reino, donde lo esperaba también la paciente y
discreta Penélope.
Por eso,
Stephen Dedalus, afirmas que «la historia es una pesadilla de la que intento
despertar», y lo haces frente al intolerante Mr. Deasy, que sabe tanta historia
como Néstor, historia de la Grecia antigua, de cuando «por una mujer que no era más que una mujer, Helena, la esposa fugada
de Menelao, durante diez años los
griegos hicieron la guerra a Troya», y de la Irlanda medieval, y de la Irlanda
más reciente, pero que está convencido de que «toda la historia humana se
dirige hacia una gran meta, la manifestación de Dios», mientras que para ti
Dios no parece sino el grito de un niño en la calle, o el de la esposa de Mr.
Deasy, en quien seguramente él piensa cuando culpa a la mujer de introducir el
pecado en el mundo.
Pero
tú no has acudido ante el misógino y antisemita Mr. Deasy cerca de las diez de
la mañana para que te hable de historia, aunque él lo hace, ni para preguntarle
por el paradero de tu padre, no; tú has ido a él porque dirige el colegio,
¡cual domador de caballos!, en el que impartes tus clases de historia y
literatura, y en el que, a veces, como ahora, debes atender a algún alumno más
retrasado, por ejemplo a Sargent, quien, con la discreción de un Pisístrato, te
pide ayuda para resolver los problemas de aritmética que aún no comprende,
aunque lo haya intentado antes con Mr. Deasy, por ser mayor que tú y poseer
presuntamente más conocimientos, y que te recuerda, este Sargent, a ti cuando
tenías su edad; dirige el colegio, pues, Mr. Deasy y de él esperas que te pague
tu salario.
Te lo
paga, claro está, y luego, emulando malamente al Néstor de Homero porque
también ha visto tres generaciones, te larga consejos sin medida sobre historia
y sobre el ahorro, y también te endilga un artículo acerca de la fiebre aftosa
para que, a través de tus amigos, intentes publicárselo en algún periódico.
Continuará…
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