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miércoles, 8 de julio de 2020



La Odisea en el Ulises (7)



Episodio 3: Proteo
(GT: 128-169, 247-281, 424-490, 598-603, 619-622)



También fue el prudente Telémaco a Lacedemonia para recabar del rubio Menelao noticias de su padre, y el rey, que vivía en su palacio junto a su esposa Helena, la de largo peplo, y junto a su hijo, el fuerte Megapentes, lo recibió con gran hospitalidad, y lo agasajó con comida y lecho.
Al cabo, y ante los requerimientos que Telémaco le hiciera, el glorioso Menelao, valiente en la pelea, le relató cómo, retenido él en Egipto por los dioses y veinte días en la isla de Faro, hubo de recurrir al egipcio Proteo, el veraz anciano de los mares, para averiguar cómo volver a su tierra.
El inmortal Proteo era hijo de Poseidón, a quien le cuidaba sus rebaños de focas.
Dios del mar, cada mediodía, Proteo abandonaba sus aguas oscuras para contar sus focas y dormitar al abrigo de una gruta.
Dios del mar, acudían entonces a él los marinos y los pescadores, porque deseaban conocer el futuro, y lo molestaban y no lo dejaban en paz porque querían saber, necesitaban saber.
Dios del mar, había desarrollado, para evitarlos, una cualidad digna sólo de su condición: aprendió a cambiar de aspecto, a metamorfosearse en todos los reptiles de la tierra, en agua o en fuego violento, o en cualquier tipo de fiera o dragón, y de esa manera los asustaba y dejaban de importunarlo.
Dios del mar, sabría seguramente la ruta que debería seguir Menelao para regresar a su patria, y conocería asimismo el paradero del infortunado Ulises y su imposibilidad de volver a Ítaca, la patria tierra, por no disponer de naves con remos ni de compañeros.
Entonces, por consejo de la hija de Proteo, Menelao y los suyos, ocultándose bajo unas pieles de focas, esperaron la llegada del dios y que se durmiera, sujetándolo luego de manera que, como de nada le valieran sus sucesivas transfiguraciones, se vio obligado a responder a cuantas preguntas le formularon.
Por consejo, pues, de la hija de Proteo, Menelao y los suyos lograron averiguar su camino de regreso y también que Ulises se hallaba en una isla del ponto retenido a la fuerza por la ninfa Calipso.
Finalmente, el rubio rey, su esposa Helena y su hijo Megapentes agasajaron a Telémaco y lo colmaron de regalos antes de que prosiguiera su viaje.
Mientras, la discreta Penélope, acosada por los malvados pretendientes, se quejaba amargamente a sus esclavas de que ninguna la hubiera avisado de la partida de su hijo.
Todo eso fue así, según lo cantó el aedo.



Pasadas las diez de la mañana, mientras te diriges a la playa para hacer tiempo hasta la cita con tus compañeros, dudas si visitar o no a tu tía, Stephen Dedalus, y escuchas las campanas de diferentes iglesias que anuncian seguramente la metamorfosis, como las de Proteo, del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, o que un clerigalla empuña la custodia con «ojos de basilisco», y luego recuerdas el tiempo que pasaste en París, convencido de que allí ibas a hacer maravillas, pero de donde sólo te trajiste unas revistas y el telegrama de tu padre con el que te avisaba de que tu madre se estaba muriendo.
¡Cómo se empeñarían Mulligan y su tía en acusarte de que tú fuiste la causa de su muerte!
No obstante, fue precisamente en París donde conociste al impresor Kevin Egan y a su hijo Patrice, pero no a su mujer, separados como estaban, y si París fuera Lacedemonia, ellos se corresponderían con Menelao, Megapentes y Helena; y con los dos te juntabas a comer y a beber en los bares de Montmartre.
Ya en la playa, observas al perro de un hombre y una mujer, «rojos egipcios» los llamas.
Lo ves correr y olisquear, y te lo imaginas metamorfoseado en macho cabrío que ladra a las olas como morsas o aullando ante los mariscadores, en oso sobre sus patas traseras, con una lengua de lobo, o en ternero al galope, o en leopardo o pantera mientras hoza en la arena como un carroñero, al tiempo que las imágenes captadas por tus ojos y depositadas en tu cerebro se transmutan caprichosas en otras cargadas de erotismo y alimentadas por la presencia de la mujer egipcia.
Luego, se te antoja sugerente la metamorfosis de las algas en seres animados, con brazos y refajo, y hasta llegas a pensar que «Dios se hace hombre se hace pez se hace barnacla se hace montaña plumón».
¡Proteicas metamorfosis de todo cuanto ves, oyes o imaginas!





Episodio 4: Calipso
(GT: 1-27, 88-103, 190-208, 235-240, 261-272, 297-314, 334-352, 411-416, 485-491, 612-614)



Desdichado el paciente Ulises, que sufrió la pérdida de sus compañeros y que, flotando en una quilla, fue empujado por los vientos y las olas a la isla de Calipso, la ninfa de lindas trenzas y hermosa voz, quien lo retuvo prisionero durante siete años porque se enamoró de él y quiso hacerle su esposo, y le ofreció la juventud eterna y la inmortalidad, a cambio de su amor.
Desdichado el prudente Ulises, que se vio obligado a yacer con la bella ninfa en su cueva, sin amarla, cada noche de los siete años en que ella lo forzó a acompañarla, para entregarle su amor de divina entre las diosas.
Desdichado el afligido Ulises, que durante aquellos siete años no dejó ni un solo día de llorar por regresar a su patria, junto a su esposa continuamente añorada.
Afortunado, sin embargo, el divino Ulises, fecundo en ardides, que abandonó la isla en una balsa porque los dioses obligaron a Calipso a facilitarle herramientas y madera para fabricarla, y alimentos y bebidas para la navegación.
Mas otra vez desdichado el infortunado Ulises, porque, ya en medio del ponto, Poseidón, que ciñe la tierra, no tuvo piedad de él y desató una fragorosa tormenta que lo hizo naufragar en su camino de regreso.
Pero afortunado, al final, Ulises, fecundo en ardides, que al cabo de los veinte años de separarse de Penélope, divina entre las mujeres, consiguió amarla de nuevo y, en su mismo lecho, contarle su tragedia con Calipso, aunque siempre ocultándole de qué manera la ninfa se le entregó cada noche que permaneció a su lado.
Desaparecido Homero, alguien cantaría en la Telegonía los amores de Ulises con Calídice, la reina de los tesprotos, dada la supuesta infidelidad, pero increíble, ¡increíble, del todo increíble!, infidelidad de Penélope.



También tú, Leopold Bloom, judío irlandés de treinta y ocho años, agente publicitario, álter ego asimismo de tu creador maduro, casado con Molly, tu Penélope, ¡qué más quisieras!, te echas a la calle, como el joven Dedalus, pasadas las ocho de la mañana de ese mismo jueves, dieciséis de junio de mil novecientos cuatro, para regalarte un desayuno con riñón de cerdo incluido, y te vas sin la llave, tú sin la llave, igual que el joven Dedalus, y compruebas si continúa escondida bajo la cinta de tu sombrero la tarjeta para retirar de la estafeta de correos la carta de tu amante epistolar, de la que nada le dices a Molly, como tampoco Ulises le desveló a Penélope los entresijos de sus relaciones con Calipso.
Así te acercas a la salchichería de Dlugacz, y allí coincides con una vecinita de «vigorosas caderas», a la que te propones seguir mientras regreses a casa por primera vez en el día.
Por la calle lees el anuncio de una compañía de colonos judíos en Palestina, lo que te lleva a evocar las tierras baldías de un mar muerto y su gente, «la más antigua de las razas», vagando errante «de cautiverio en cautiverio» en busca de Sión, acaso como Ulises intentando el regreso a su Ítaca, o como tú vuelves ahora a la tuya junto a Molly, a la que nada comentas tampoco, por supuesto, de los «jamones rebullentes» de la vecinita; pero a cambio, cuando, al subirle el desayuno al dormitorio, le entregas la carta de su promotor Boylan, que ella lee a escondidas, te conformas con su explicación, la de que «va a traer el programa», aunque tú sepas a ciencia cierta que es uno de sus amantes, y que a la postre es la verdadera razón que te va a impulsar a deambular todo el día de hoy por las calles de la ciudad para no encontrártelo en tu casa, como un usurpador.
Porque en el fondo quieres a tu esposa, la amas aunque no hayas tenido relaciones sexuales con ella desde la muerte de vuestro hijito, la admiras, y si te pregunta acerca del significado de la palabra metempsícosis, tú le explicas que significa reencarnación, y buscas un ejemplo, y te fijas en la lámina que hay encima de la cama y que reproduce El baño de la ninfa, y piensas que ambas, la ninfa de la lámina y Molly, se parecen, ¿o no es acaso Molly para ti como la reencarnación de una ninfa?
También es verdad que, cuando sales a tu jardín, miras a la casa de al lado, por si ves de nuevo a la vecinita que te ha encandilado como una Calídice sedujera a Ulises en la Telegonía.
¿Por qué Molly te es infiel y tú vas a ser menos, aunque sea con la mirada y con el pensamiento?
Tal vez, porque eso es tu matrimonio, Bloom, un cúmulo de infidelidades silenciadas, pero asumidas.

Continuará

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