La Odisea en el Ulises (7)
Episodio 3: Proteo
(GT: 128-169, 247-281, 424-490, 598-603,
619-622)
También fue el prudente Telémaco a
Lacedemonia para recabar del rubio Menelao noticias de su padre, y el rey, que
vivía en su palacio junto a su esposa Helena, la de largo peplo, y junto a su
hijo, el fuerte Megapentes, lo recibió con gran hospitalidad, y lo agasajó con
comida y lecho.
Al
cabo, y ante los requerimientos que Telémaco le hiciera, el glorioso Menelao,
valiente en la pelea, le relató cómo, retenido él en Egipto por los dioses y
veinte días en la isla de Faro, hubo de recurrir al egipcio Proteo, el veraz
anciano de los mares, para averiguar cómo volver a su tierra.
El
inmortal Proteo era hijo de Poseidón, a quien le cuidaba sus rebaños de focas.
Dios
del mar, cada mediodía, Proteo abandonaba sus aguas oscuras
para contar sus focas y dormitar al abrigo de una gruta.
Dios
del mar, acudían entonces a él los marinos y los pescadores, porque deseaban
conocer el futuro, y lo molestaban y no lo dejaban en paz porque querían saber,
necesitaban saber.
Dios
del mar, había desarrollado, para evitarlos, una cualidad digna sólo de su
condición: aprendió a cambiar de aspecto, a metamorfosearse en todos los
reptiles de la tierra, en agua o en fuego violento, o en cualquier tipo de fiera o
dragón, y de esa manera los asustaba y dejaban de
importunarlo.
Dios
del mar, sabría seguramente la ruta que debería seguir Menelao para regresar a
su patria, y conocería asimismo el paradero del infortunado Ulises y su
imposibilidad de volver a Ítaca, la patria tierra, por no disponer de naves con
remos ni de compañeros.
Entonces,
por consejo de la hija de Proteo, Menelao y los suyos, ocultándose bajo unas
pieles de focas, esperaron la llegada del dios y que se durmiera, sujetándolo
luego de manera que, como de nada le valieran sus sucesivas transfiguraciones,
se vio obligado a responder a cuantas preguntas le formularon.
Por
consejo, pues, de la hija de Proteo, Menelao y los suyos lograron averiguar su
camino de regreso y también que Ulises se hallaba en una isla del ponto
retenido a la fuerza por la ninfa Calipso.
Finalmente,
el rubio rey, su esposa Helena y su hijo Megapentes agasajaron a Telémaco y lo
colmaron de regalos antes de que prosiguiera su viaje.
Mientras,
la discreta Penélope, acosada por los malvados pretendientes, se quejaba
amargamente a sus esclavas de que ninguna la hubiera avisado de la partida de
su hijo.
Todo
eso fue así, según lo cantó el aedo.
Pasadas las diez de la mañana, mientras
te diriges a la playa para hacer tiempo hasta la cita con tus compañeros, dudas
si visitar o no a tu tía, Stephen Dedalus, y escuchas las campanas de
diferentes iglesias que anuncian seguramente la metamorfosis, como las de
Proteo, del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, o que un
clerigalla empuña la custodia con «ojos de basilisco», y luego recuerdas el
tiempo que pasaste en París, convencido de que allí ibas a hacer maravillas,
pero de donde sólo te trajiste unas revistas y el telegrama de tu padre con el
que te avisaba de que tu madre se estaba muriendo.
¡Cómo
se empeñarían Mulligan y su tía en acusarte de que tú fuiste la causa de su
muerte!
No
obstante, fue precisamente en París donde conociste al impresor Kevin Egan y a
su hijo Patrice, pero no a su mujer, separados como estaban, y si París fuera
Lacedemonia, ellos se corresponderían con Menelao, Megapentes y Helena; y con
los dos te juntabas a comer y a beber en los bares de Montmartre.
Ya en
la playa, observas al perro de un hombre y una mujer, «rojos egipcios» los
llamas.
Lo
ves correr y olisquear, y te lo imaginas metamorfoseado en macho cabrío que
ladra a las olas como morsas o aullando ante los mariscadores, en oso sobre sus
patas traseras, con una lengua de lobo, o en ternero al galope, o en leopardo o
pantera mientras hoza en la arena como un carroñero, al tiempo que las imágenes
captadas por tus ojos y depositadas en tu cerebro se transmutan caprichosas en
otras cargadas de erotismo y alimentadas por la presencia de la mujer egipcia.
Luego,
se te antoja sugerente la metamorfosis de las algas en seres animados, con
brazos y refajo, y hasta llegas a pensar que «Dios se hace hombre se hace pez se hace barnacla se
hace montaña plumón».
¡Proteicas metamorfosis de todo cuanto ves, oyes o
imaginas!
Episodio 4: Calipso
(GT: 1-27, 88-103, 190-208, 235-240,
261-272, 297-314, 334-352, 411-416, 485-491, 612-614)
Desdichado
el paciente Ulises, que sufrió la pérdida de sus compañeros y que, flotando en
una quilla, fue empujado por los vientos y las olas a la isla de Calipso, la
ninfa de lindas trenzas y hermosa voz, quien lo retuvo prisionero durante siete
años porque se enamoró de él y quiso hacerle su esposo, y le ofreció la
juventud eterna y la inmortalidad, a cambio de su amor.
Desdichado el prudente Ulises, que se vio obligado a
yacer con la bella ninfa en su cueva, sin amarla, cada noche de los siete años
en que ella lo forzó a acompañarla, para entregarle su amor de divina entre las
diosas.
Desdichado el afligido Ulises, que durante aquellos
siete años no dejó ni un solo día de llorar por regresar a su patria, junto a
su esposa continuamente añorada.
Afortunado, sin embargo, el divino Ulises, fecundo
en ardides, que abandonó la isla en una balsa porque los dioses obligaron a
Calipso a facilitarle herramientas y madera para fabricarla, y alimentos y
bebidas para la navegación.
Mas otra vez desdichado el infortunado Ulises,
porque, ya en medio del ponto, Poseidón, que ciñe la tierra, no tuvo piedad de
él y desató una fragorosa tormenta que lo hizo naufragar en su camino de
regreso.
Pero afortunado, al final, Ulises, fecundo en
ardides, que al cabo de los veinte años de separarse de Penélope, divina entre
las mujeres, consiguió amarla de nuevo y, en su mismo lecho, contarle su
tragedia con Calipso, aunque siempre ocultándole de qué manera la ninfa se le
entregó cada noche que permaneció a su lado.
Desaparecido Homero, alguien cantaría en la Telegonía
los amores de Ulises con Calídice, la reina de los tesprotos, dada la supuesta
infidelidad, pero increíble, ¡increíble, del todo increíble!, infidelidad de
Penélope.
También tú,
Leopold Bloom, judío irlandés de treinta y ocho años, agente publicitario,
álter ego asimismo de tu creador maduro, casado con Molly, tu Penélope, ¡qué
más quisieras!, te echas a la calle, como el joven Dedalus, pasadas las ocho de
la mañana de ese mismo jueves, dieciséis de junio de mil novecientos cuatro,
para regalarte un desayuno con riñón de cerdo incluido, y te vas sin la llave,
tú sin la llave, igual que el joven Dedalus, y compruebas si continúa escondida
bajo la cinta de tu sombrero la tarjeta para retirar de la estafeta de correos
la carta de tu amante epistolar, de la que nada le dices a Molly, como tampoco
Ulises le desveló a Penélope los entresijos de sus relaciones con Calipso.
Así te acercas a la salchichería de Dlugacz, y allí
coincides con una vecinita de «vigorosas caderas», a la que te propones seguir
mientras regreses a casa por primera vez en el día.
Por la calle lees el anuncio de una compañía de
colonos judíos en Palestina, lo que te lleva a evocar las tierras baldías de un
mar muerto y su gente, «la más antigua de las razas», vagando errante «de
cautiverio en cautiverio» en busca de Sión, acaso como Ulises intentando el
regreso a su Ítaca, o como tú vuelves ahora a la tuya junto a Molly, a la que
nada comentas tampoco, por supuesto, de los «jamones rebullentes» de la
vecinita; pero a cambio, cuando, al subirle el desayuno al dormitorio, le
entregas la carta de su promotor Boylan, que ella lee a escondidas, te
conformas con su explicación, la de que «va a traer el programa», aunque tú
sepas a ciencia cierta que es uno de sus amantes, y que a la postre es la
verdadera razón que te va a impulsar a deambular todo el día de hoy por las
calles de la ciudad para no encontrártelo en tu casa, como un usurpador.
Porque en el fondo quieres a tu esposa, la amas
aunque no hayas tenido relaciones sexuales con ella desde la muerte de vuestro
hijito, la admiras, y si te pregunta acerca del significado de la palabra
metempsícosis, tú le explicas que significa reencarnación, y buscas un ejemplo,
y te fijas en la lámina que hay encima de la cama y que reproduce El baño de
la ninfa, y piensas que ambas, la ninfa de la lámina y Molly, se parecen,
¿o no es acaso Molly para ti como la reencarnación de una ninfa?
También es verdad que, cuando sales a tu jardín,
miras a la casa de al lado, por si ves de nuevo a la vecinita que te ha
encandilado como una Calídice sedujera a Ulises en la Telegonía.
¿Por qué Molly te es infiel y tú vas a ser menos,
aunque sea con la mirada y con el pensamiento?
Tal vez, porque eso es tu matrimonio, Bloom, un
cúmulo de infidelidades silenciadas, pero asumidas.
Continuará…
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