La Odisea en el Ulises (8)
Episodio 5: Lotófagos
(GT: 277-291, 314-318, 340-350, 382-398,
444-487, 530-542, 555-580, 620-638, 741-750)
Arrastrados
por fuertes vientos, Ulises y los suyos llegaron a la tierra de los Lotófagos,
que se alimentaban con flores de loto, la flor del olvido, flor para borrar del
alma cuanto en ella ande hurgando o escociendo o abrasando, las penalidades
pasadas, las tribulaciones presentes y las asechanzas futuras.
El divino Ulises, fecundo en ardides, mandó
adelantarse a tres de sus compañeros para que averiguaran qué clase de hombres
de los que comían pan había en la región, y encontraron a los Lotófagos, que no
los mataron, no, como acaso era costumbre hacer con los extranjeros, por si
fueran enemigos, no los mataron, sino que les dieron a probar del dulce fruto
del loto, y ellos lo comieron hasta que se olvidaron de regresar.
El ingenioso Ulises, no obstante, se apercibió del
peligro, rescató a sus compañeros y los ató a las naves, y ordenó a los suyos
embarcar para evitar los estragos de la flor del loto en su memoria y continuar
así afanados en la búsqueda del regreso a Ítaca, la patria tierra.
Mas ¿no recuerda este poder embriagador de la flor
del loto al de las drogas con que Circe convirtiera en cerdos a muchos de los
compañeros de Ulises, Polites entre ellos, aunque no a Euríloco, que se salvó
por miedo a Circe, pero que se perdió con los demás por comer de los rebaños
del Sol, y condujo a Ulises a la perdición de un naufragio solitario por el
ponto hasta arribar, desnudo, a la tierra de los feacios y ser auxiliado,
afortunadamente, por Nausícaa, la hija del rey, que le procuró baño,
acicalamiento y vestimenta?
Pero tú,
Leopold Bloom, cerca de las diez de la mañana, decides hacer tiempo hasta la
hora del entierro de Dignam, y te pasas por la estafeta de correos para recoger
la carta que te ha llegado a nombre de Henry Flower, que te remite con una flor
Martha, tu amante epistolar, y que te lleva a pensar en el lenguaje de
las flores; observas cómo comen de sus morrales los caballos del albergue del
cochero, felizmente olvidados, como lotófagos, de que los hayan capado;
penetras en una iglesia católica atraído por «el frío olor de la piedra
sagrada» y te hallas en medio de una misa, en el momento en que hay mujeres
comulgando, engullendo trocitos de pan ácimo que creen del cuerpo de Cristo y
que las atonta, engullendo las palabras rituales, litúrgicas, en latín,
engullendo la magia, el hipnotismo de la «fe ciega» que las hace felices,
tragando sin masticar el barquillo, el «pan de los ángeles», que las achispa un
poco, que adormece sus penas por un año y que las lleva a creer que se les han
borrado del alma porque acaban de asentarse en una «especie de reino de Dios»
donde «se sienten como miembros de una misma familia»:
total, sometidas por la droga que el sacerdote les chuta y frente a la que sólo
él se mantiene indemne; vamos, como un Euríloco ante las malas artes de Circe.
Y tú,
Bloom, piensas que eso también sucede en el teatro, puede que en el patio de
butacas y en los palcos y en el gallinero, donde probablemente los espectadores
comulguen con cuanto se representa en el escenario, y lloran y ríen al unísono,
y aplauden al mismo tiempo si se tercia, y piensas que eso ocurre de igual modo
en un barco, quizá en un barco como el de Ulises, en un barco, que por eso se
dice que vamos «todos en el mismo barco» cuando se pretende significar que a
todos nos mueve una misma idea o un objetivo compartido.
Mirando
al coro, echas de menos la música sacra que tanto había hecho disfrutar siempre
a los papas, aunque censures en parte la utilización de eunucos para las voces
blancas de los coros vaticanos y la manera de conseguir que olvidaran su
condición de tales a base de darles bien de comer; o sea, como a los caballos
de coches.
Sin
embargo, Bloom, en tu opinión, no existe tanto poder como el que la Iglesia
ejerce a través de la confesión, el arrepentimiento, la penitencia, el perdón o
el olvido, lotofagia a fin de cuentas, de los pecados, y todo con
flores, incienso, velas, con el objetivo de conseguir el dinero de las misas
por el descanso eterno de las almas.
Como
aún tienes tiempo, decides encargar la loción de Molly en la farmacia: drogas,
hierbas, ungüentos, cloroformizantes, «brebajes para dormir», «jarabe calmante
de adormidera», venenos.
Ante
el mostrador, esperas que el farmacéutico encuentre en su libro de recetas los
datos de la tuya, pero, aunque no te lo dices ni a ti mismo, parece como si te
rondara la idea de que a estos, a los boticarios, «viviendo todo el día entre
hierbas, ungüentos, desinfectantes», tal vez les suceda lo que a Polites cuando
acabó cazado por las drogas de la diosa hechicera de la isla de Eea.
Y
como aún continúas teniendo tiempo, te encaminas hacia la mezquita de los baños
e intuyes, entre tanto, la desnudez de tu cuerpo, como desnudo se hallaría el
de Ulises frente a la bella Nausícaa.
Episodio 6: Hades
(GT:
1-19, 44-76, 93-111, 249-281, 449-481, 505-524, 787-796, 822-839, 847-853,
1005-1052, 1108-1154, 1278-1292, 1311-1343)
Fue Circe la
hechicera quien le mostró a Ulises la necesidad de ir con los suyos a la
mansión de Hades, separada del mundo por grandes ríos.
Fue Circe quien le aconsejó que consultara allí al
alma del tebano Tiresias, que, sin duda, le señalaría, le dijo, el camino de
regreso a Ítaca, donde, sin embargo, debería enfrentarse, según el sabio, a los
pretendientes de Penélope, como Antínoo, que se comen su hacienda.
Y así, impulsado por los vientos, conducido por un
afán vehemente, apasionado, de estar en el camino, Ulises visitó la morada de
Hades, el mundo subterráneo de los muertos, a quienes invocó para atraer
también al adivino ciego.
Y hasta Ulises se llegaron el alma de su compañero
Elpenor, cuyo cuerpo quedó insepulto en la mansión de Circe, y le pidió que se
acordara de enterrarlo; el alma de su madre, que murió de pena por su ausencia
y le informó acerca de Penélope, de Telémaco y de Laertes; las almas de esposas
o hijas de grandes varones, entre ellas, la de Erifile, que traicionó a su
esposo por oro; el alma de Agamenón, asesinado por el doloso Egisto tras
seducir a su esposa, y que por eso le aconsejó que ocultara ciertas cosas a
Penélope, pues, para el alma del divino soberano, las mujeres no eran de fiar;
el alma de Áyax, que aparecía enojada porque, al morir Aquiles, disputó sus
armas con Ulises y este lo venció; el alma de Orión, tras las fieras por el
prado de asfódelos; el alma de Sísifo, eternamente empujando una enorme piedra
hasta la cumbre de un monte; el alma de Hércules, de corazón de león, quien
liberaría a Prometeo de su castigo y dominaría, desarmado, al can que luego
sería conocido con el nombre de Cerbero, el perro guardián de los infiernos; y en
fin, las almas de otras mujeres, mancebos, ancianos doloridos, tiernas
doncellas angustiadas y guerreros ensangrentados.
Luego, Ulises ordenó a sus compañeros desollar las
reses previamente degolladas para quemarlas después: ¡muertos vivientes, olor a
sangre, a carne quemada, color rojinegro de negación de la vida, el infierno,
la casa de los muertos!
A las once
de la mañana, Leopold Bloom, acudes al entierro del pobre Dignam, aún insepulto
como Elpenor, claro está, y lo haces en el coche que compartes con Martin
Cunningham, entre otros, y que atraviesa el río Dodder, el Gran Canal, el río
Liffey y el Canal Real como si de los ríos del Hades se tratara.
Por cierto, que, en el trayecto, al ver de lejos al
joven Stephen Dedalus, dieciséis años os distancian a ambos, los que median
entre la juventud y la madurez, experimentas un cierto sentimiento paternal
hacia él, por el hueco que en ti dejó el fallecimiento de tu hijo Rudy, que
ahora recuerdas.
También distingues a Boylan Botero, el amante de tu
esposa, tan despreciable para ti como Antínoo para Ulises, y con quien ella te
traiciona por conseguir lo que quiere, igual que hiciera Erifile con su marido.
Por un momento el coche se detiene ante un rebaño de
ovejas que conduce el tropero con su látigo, igual que hacía Orión con las
fieras por el prado de asfódelos.
Proseguís la marcha y pasáis bajo el monumento a
Daniel O’ Connell, el Liberador, verdadero Hércules o Prometeo irlandés, y tus
acompañantes charlan jocosamente, también de suicidas, como tu padre, y
Cunningham, más serio, te compadece por ello, te mira, aunque tú, que lo tienes
por humano e inteligente, le correspondes con un sentimiento similar porque
sabes del sufrimiento que padece con la borracha de su mujer, que le empeña los
muebles los sábados, y los lunes, a empezar de nuevo, como Sísifo, para volver
a poner la casa.
Mientras asistes al traslado del cadáver y a su
inhumación en el cementerio, a cargo del Padre Coffey, que es «el que mangonea
el cotarro» con su «hocico de buldog», y de los enterradores gobernados por el
administrador de la funeraria, Kelleher Copetón, todos ellos verdaderos canes
Cerbero del lugar, y sois saludados los asistentes al entierro por el gerente
del cementerio, John O’ Connell, quien controla el campo santo, sus entradas y
salidas, y corteja a la muerte como un Hades o una Perséfone, al igual que hace
el Comandante Gamble con el cementerio de Mount Jerome, para protestantes, al
que llama su jardín y al que bien podría calificarse de «jardín de Proserpina»;
mientras observáis de regreso la tumba de otro Agamenón, de otro jefe del
nacionalismo irlandés como es Parnell; mientras todo esto ocurre, tú, Bloom,
recuerdas otra vez a tu hijito, a tus difuntos padres, y te imaginas que el
suelo, lo subterráneo, es un panal de tierra fertilizada por los huesos, por la
carne, por las uñas, todo podrido por la humedad de la tierra, un criadero de
gusanos donde se alimentan las ratas hasta dejar los huesos mondos, podredumbre
infinita e imparable, que atraviesa el rosa y el verde de lo putrefacto, que
atraviesa el negro que niega la luz, que se torna «algo
así como seboso como cremoso», melaza de la muerte, que arrasa horriblemente
hasta con las «bonitas chiquillas de la playa», pero que no es peor que enterrar vivo a alguien, para la
víctima, ¿o eso del más allá que llaman infierno?
Al fin, abandonas el cementerio, aunque antes te
fijas en el sombrero del procurador John Henry Menton, quien en su día se
enfadó contigo cuando le ganaste en la bolera, como hiciera Áyax con Ulises
cuando este lo venció en la disputa por las armas de Aquiles, y le indicas que
tiene un bollo en él.
Continuará…
No hay comentarios:
Publicar un comentario