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martes, 7 de julio de 2020


La Odisea en el Ulises (8)




Episodio 5: Lotófagos
(GT: 277-291, 314-318, 340-350, 382-398, 444-487, 530-542, 555-580, 620-638, 741-750)



Arrastrados por fuertes vientos, Ulises y los suyos llegaron a la tierra de los Lotófagos, que se alimentaban con flores de loto, la flor del olvido, flor para borrar del alma cuanto en ella ande hurgando o escociendo o abrasando, las penalidades pasadas, las tribulaciones presentes y las asechanzas futuras.
El divino Ulises, fecundo en ardides, mandó adelantarse a tres de sus compañeros para que averiguaran qué clase de hombres de los que comían pan había en la región, y encontraron a los Lotófagos, que no los mataron, no, como acaso era costumbre hacer con los extranjeros, por si fueran enemigos, no los mataron, sino que les dieron a probar del dulce fruto del loto, y ellos lo comieron hasta que se olvidaron de regresar.
El ingenioso Ulises, no obstante, se apercibió del peligro, rescató a sus compañeros y los ató a las naves, y ordenó a los suyos embarcar para evitar los estragos de la flor del loto en su memoria y continuar así afanados en la búsqueda del regreso a Ítaca, la patria tierra.
Mas ¿no recuerda este poder embriagador de la flor del loto al de las drogas con que Circe convirtiera en cerdos a muchos de los compañeros de Ulises, Polites entre ellos, aunque no a Euríloco, que se salvó por miedo a Circe, pero que se perdió con los demás por comer de los rebaños del Sol, y condujo a Ulises a la perdición de un naufragio solitario por el ponto hasta arribar, desnudo, a la tierra de los feacios y ser auxiliado, afortunadamente, por Nausícaa, la hija del rey, que le procuró baño, acicalamiento y vestimenta?



Pero tú, Leopold Bloom, cerca de las diez de la mañana, decides hacer tiempo hasta la hora del entierro de Dignam, y te pasas por la estafeta de correos para recoger la carta que te ha llegado a nombre de Henry Flower, que te remite con una flor Martha, tu amante epistolar, y que te lleva a pensar en el lenguaje de las flores; observas cómo comen de sus morrales los caballos del albergue del cochero, felizmente olvidados, como lotófagos, de que los hayan capado; penetras en una iglesia católica atraído por «el frío olor de la piedra sagrada» y te hallas en medio de una misa, en el momento en que hay mujeres comulgando, engullendo trocitos de pan ácimo que creen del cuerpo de Cristo y que las atonta, engullendo las palabras rituales, litúrgicas, en latín, engullendo la magia, el hipnotismo de la «fe ciega» que las hace felices, tragando sin masticar el barquillo, el «pan de los ángeles», que las achispa un poco, que adormece sus penas por un año y que las lleva a creer que se les han borrado del alma porque acaban de asentarse en una «especie de reino de Dios» donde «se sienten como miem­bros de una misma familia»: total, sometidas por la droga que el sacerdote les chuta y frente a la que sólo él se mantiene indemne; vamos, como un Euríloco ante las malas artes de Circe.
Y tú, Bloom, piensas que eso también sucede en el teatro, puede que en el patio de butacas y en los palcos y en el gallinero, donde probablemente los espectadores comulguen con cuanto se representa en el escenario, y lloran y ríen al unísono, y aplauden al mismo tiempo si se tercia, y piensas que eso ocurre de igual modo en un barco, quizá en un barco como el de Ulises, en un barco, que por eso se dice que vamos «todos en el mismo barco» cuando se pretende significar que a todos nos mueve una misma idea o un objetivo compartido.
Mirando al coro, echas de menos la música sacra que tanto había hecho disfrutar siempre a los papas, aunque censures en parte la utilización de eunucos para las voces blancas de los coros vaticanos y la manera de conseguir que olvidaran su condición de tales a base de darles bien de comer; o sea, como a los caballos de coches.
Sin embargo, Bloom, en tu opinión, no existe tanto poder como el que la Iglesia ejerce a través de la confesión, el arrepentimiento, la penitencia, el perdón o el olvido, lotofagia a fin de cuentas, de los pecados, y todo con flores, incienso, velas, con el objetivo de conseguir el dinero de las misas por el descanso eterno de las almas.
Como aún tienes tiempo, decides encargar la loción de Molly en la farmacia: drogas, hierbas, ungüentos, cloroformizantes, «brebajes para dormir», «jarabe calmante de adormidera», venenos.
Ante el mostrador, esperas que el farmacéutico encuentre en su libro de recetas los datos de la tuya, pero, aunque no te lo dices ni a ti mismo, parece como si te rondara la idea de que a estos, a los boticarios, «viviendo todo el día entre hierbas, ungüentos, desinfectantes», tal vez les suceda lo que a Polites cuando acabó cazado por las drogas de la diosa hechicera de la isla de Eea.
Y como aún continúas teniendo tiempo, te encaminas hacia la mezquita de los baños e intuyes, entre tanto, la desnudez de tu cuerpo, como desnudo se hallaría el de Ulises frente a la bella Nausícaa.





Episodio 6: Hades
(GT: 1-19, 44-76, 93-111, 249-281, 449-481, 505-524, 787-796, 822-839, 847-853, 1005-1052, 1108-1154, 1278-1292, 1311-1343)



Fue Circe la hechicera quien le mostró a Ulises la necesidad de ir con los suyos a la mansión de Hades, separada del mundo por grandes ríos.
Fue Circe quien le aconsejó que consultara allí al alma del tebano Tiresias, que, sin duda, le señalaría, le dijo, el camino de regreso a Ítaca, donde, sin embargo, debería enfrentarse, según el sabio, a los pretendientes de Penélope, como Antínoo, que se comen su hacienda.
Y así, impulsado por los vientos, conducido por un afán vehemente, apasionado, de estar en el camino, Ulises visitó la morada de Hades, el mundo subterráneo de los muertos, a quienes invocó para atraer también al adivino ciego.
Y hasta Ulises se llegaron el alma de su compañero Elpenor, cuyo cuerpo quedó insepulto en la mansión de Circe, y le pidió que se acordara de enterrarlo; el alma de su madre, que murió de pena por su ausencia y le informó acerca de Penélope, de Telémaco y de Laertes; las almas de esposas o hijas de grandes varones, entre ellas, la de Erifile, que traicionó a su esposo por oro; el alma de Agamenón, asesinado por el doloso Egisto tras seducir a su esposa, y que por eso le aconsejó que ocultara ciertas cosas a Penélope, pues, para el alma del divino soberano, las mujeres no eran de fiar; el alma de Áyax, que aparecía enojada porque, al morir Aquiles, disputó sus armas con Ulises y este lo venció; el alma de Orión, tras las fieras por el prado de asfódelos; el alma de Sísifo, eternamente empujando una enorme piedra hasta la cumbre de un monte; el alma de Hércules, de corazón de león, quien liberaría a Prometeo de su castigo y dominaría, desarmado, al can que luego sería conocido con el nombre de Cerbero, el perro guardián de los infiernos; y en fin, las almas de otras mujeres, mancebos, ancianos doloridos, tiernas doncellas angustiadas y guerreros ensangrentados.
Luego, Ulises ordenó a sus compañeros desollar las reses previamente degolladas para quemarlas después: ¡muertos vivientes, olor a sangre, a carne quemada, color rojinegro de negación de la vida, el infierno, la casa de los muertos!



A las once de la mañana, Leopold Bloom, acudes al entierro del pobre Dignam, aún insepulto como Elpenor, claro está, y lo haces en el coche que compartes con Martin Cunningham, entre otros, y que atraviesa el río Dodder, el Gran Canal, el río Liffey y el Canal Real como si de los ríos del Hades se tratara.
Por cierto, que, en el trayecto, al ver de lejos al joven Stephen Dedalus, dieciséis años os distancian a ambos, los que median entre la juventud y la madurez, experimentas un cierto sentimiento paternal hacia él, por el hueco que en ti dejó el fallecimiento de tu hijo Rudy, que ahora recuerdas.
También distingues a Boylan Botero, el amante de tu esposa, tan despreciable para ti como Antínoo para Ulises, y con quien ella te traiciona por conseguir lo que quiere, igual que hiciera Erifile con su marido.
Por un momento el coche se detiene ante un rebaño de ovejas que conduce el tropero con su látigo, igual que hacía Orión con las fieras por el prado de asfódelos.
Proseguís la marcha y pasáis bajo el monumento a Daniel O’ Connell, el Liberador, verdadero Hércules o Prometeo irlandés, y tus acompañantes charlan jocosamente, también de suicidas, como tu padre, y Cunningham, más serio, te compadece por ello, te mira, aunque tú, que lo tienes por humano e inteligente, le correspondes con un sentimiento similar porque sabes del sufrimiento que padece con la borracha de su mujer, que le empeña los muebles los sábados, y los lunes, a empezar de nuevo, como Sísifo, para volver a poner la casa.
Mientras asistes al traslado del cadáver y a su inhumación en el cementerio, a cargo del Padre Coffey, que es «el que mangonea el cotarro» con su «hocico de buldog», y de los enterradores gobernados por el administrador de la funeraria, Kelleher Copetón, todos ellos verdaderos canes Cerbero del lugar, y sois saludados los asistentes al entierro por el gerente del cementerio, John O’ Connell, quien controla el campo santo, sus entradas y salidas, y corteja a la muerte como un Hades o una Perséfone, al igual que hace el Comandante Gamble con el cementerio de Mount Jerome, para protestantes, al que llama su jardín y al que bien podría calificarse de «jardín de Proserpina»; mientras observáis de regreso la tumba de otro Agamenón, de otro jefe del nacionalismo irlandés como es Parnell; mientras todo esto ocurre, tú, Bloom, recuerdas otra vez a tu hijito, a tus difuntos padres, y te imaginas que el suelo, lo subterráneo, es un panal de tierra fertilizada por los huesos, por la carne, por las uñas, todo podrido por la humedad de la tierra, un criadero de gusanos donde se alimentan las ratas hasta dejar los huesos mondos, podredumbre infinita e imparable, que atraviesa el rosa y el verde de lo putrefacto, que atraviesa el negro que niega la luz, que se torna «algo así como seboso como cremoso», melaza de la muerte, que arrasa horriblemente hasta con las «bonitas chi­quillas de la playa», pero que no es peor que enterrar vivo a alguien, para la víctima, ¿o eso del más allá que llaman infierno?
Al fin, abandonas el cementerio, aunque antes te fijas en el sombrero del procurador John Henry Menton, quien en su día se enfadó contigo cuando le ganaste en la bolera, como hiciera Áyax con Ulises cuando este lo venció en la disputa por las armas de Aquiles, y le indicas que tiene un bollo en él.

Continuará

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