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lunes, 6 de julio de 2020


La Odisea en el Ulises (9)


Episodio 7: Eolo
(GT: 1-139, 254-262, 380-394, 468-476, 488-507, 653-667, 778-795, 1210-1264, 1310-1331)



En Eolia, isla flotante, se hallaba el palacio de Eolo Hipótada, verdadero árbitro de los vientos, y a ella llegaron Ulises y sus compañeros.
A ella llegaron, y Eolo, que vivía allí con sus seis hijos y sus seis hijas, y había entregado estas incestuosamente a aquellos, los recibió y los agasajó durante un mes, y le pidió noticias a Ulises sobre Ilión, la de hermosos corceles, sobre las naves de los argivos y la vuelta de los aqueos.
Eolo le pidió noticias y el noble Ulises le contó cuanto sabía.
Pasado el tiempo, como Ulises y los suyos manifestaran su deseo de partir, el señor de los vientos les proporcionó un odre de cuero de buey con los vientos encerrados en él, para que los llevaran así apresados en las naves cuyas velas sólo Céfiro soplaría.
¡Mas, ay, la ambición, siempre anda trajinando en el corazón del hombre para torcer su destino!
¡Ah, la ambición!
Y eran hombres ambiciosos aquellos que imaginaron el odre de cuero lleno de oro y de plata.
Eran hombres ambiciosos los que aprovecharon el sueño de Ulises para, ya cerca de tierra, abrir el odre y liberar así a los furiosos vientos, que acabarían por arrastrarlos, a través del proceloso laberinto de agua, de nuevo hacia la isla Eolia.
De nuevo a la misma isla, pero en esa ocasión, Eolo, después de oír las explicaciones de Ulises, no lo acogió con hospitalidad, sino que lo expulsó de allí con el desprecio de los dioses.



Y tú, Leopold Bloom, dejando atrás el ruidoso centro de Dublín, con tranvías, limpiabotas, furgones postales, barriles de cerveza rodando hasta los carros, visitas el Freeman's Journal and National Press y, cuando ya han dado las doce del mediodía, subes hasta la redacción, verdadera isla flotante de los vientos que «dirigen el mundo hoy en día», con las puertas abiertas para que circulen y para que con ellos entren y salgan las noticias, que deben pasar por las manos del viejo capataz, el cual, como un viejo Méntor y a pesar de su edad, garantiza el funcionamiento de la sala de cajas, y que entren y salgan el repartidor de telegramas, los golpes de las máquinas al compás de tres por cuatro, los chascarrillos, las consultas de los palurdos, las cartas al director pidiéndole un remedio contra la flatulencia, los ecos de sociedad, los fotograbados, las discusiones entre periodistas que chaquetean incestuosos y se tiran al degüello si es necesario unos a otros y sus colaboradores; para que circulen el ruido que uno de estos produce con su hilo dental, el cual vibra como un «arpa eolia», los chillidos de los repartidores, y que entren y salgan la voz huracanada del señor de los vientos Mr. Crawford, el director, exigiendo la expulsión de quien ha provocado al abrir la puerta que el viento arroje las pruebas de la sección de Deportes al suelo, y las últimas noticias, y el bufido con que el mismo Mr. Crawford manda a «tomar por culo» a Mr. Yaves, tu cliente, Bloom, o prácticamente a ti, como Eolo a Ulises, y que lo manda a «tomar por su real culo irlandés», y te lo dice tal cual en tu cara, porque lo estás entreteniendo y quiere salir a la calle con el grupo del joven Stephen.
Sin embargo, tú, Stephen Dedalus, que también visitas la misma redacción que Bloom, con quien te cruzas pero no te encuentras, tienes más suerte que él, porque a ti se te respeta allí, se te escucha cuando ofreces el artículo de Mr. Deasy o cuando opinas o cuando relatas tus historias, incluso Mr. Crawford te anima a publicar lo que quieras en su periódico, y varios se largan contigo a tomar algo, también el director, o eso pretende.
Una vez en la calle, y después de que el profesor del «arpa eolia» recuerde, a propósito de tu historia sobre las «dos vestales dublinesas», al sofista que escribió un libro ponderando la belleza de Penélope por encima de la de Helena, observáis, Stephen, que todos los tranvías con troles se hallan inmóviles y en silencio a consecuencia de un cortocircuito, ¡vamos, como los vientos en el odre de Eolo antes de que los imprudentes compañeros de Ulises lo abrieran!





Episodio 8: Lestrigones
(GT: 275-288, 306-322, 364-370, 866-902, 963-1006)



Cierto día, las naves de Ulises y de sus compañeros de hermosas grebas desembarcaron en el puerto siciliano de Telé­pilo de Lestrigonia, rodeado de rocas escarpadas y al que se accedía por una entrada estrecha entre dos acantilados.
Todas las naves entraron dentro del puerto y allí echaron sus amarras, excepto la del ingenioso héroe, quien la detuvo a la entrada y la sujetó a la roca.
Ulises envió a tres de los suyos a que reconocieran el terreno y averiguaran qué clase de gente habitaba aquel lugar.
Y enseguida los designados se destacaron para cumplir la misión encomendada.
Y vieron a una joven doncella que cogía agua de una fuente.
Y le preguntaron quién era el rey y quiénes los súbditos.
Y ella, por toda respuesta, los condujo al palacio de su padre, el rey Antifates, donde, sin embargo, encontraron a su madre, enorme mujerona de aspecto fiero, frente a la que quedaron atemorizados.
La mujer mandó llamar a su esposo, quien lo primero que hizo fue comerse a uno de los exploradores.
Los otros salieron corriendo y alcanzaron sus naves.
El rey llamó a voces a los lestrigones, habitantes del lugar, auténticos gigantes que acudieron por miles y atacaron las naves con peñascos formidables.
La matanza fue tremenda, y los lestrigones ensartaban a sus víctimas como si de peces se trataran y a continuación los devoraban.
Ulises, que lo veía todo desde su nave, cortó las amarras de la misma y así pudieron escapar al ponto él y sus compañeros.



Que comen, Leopold Bloom, como auténticas fieras, como verdaderos caníbales, los clientes del restaurante Burton al que acabas de llegar, después de ver, o imaginar, o recordar, o pensar en el Cordero de Dios, el bacalao, el hambre de los niños, las despensas, las ratas bebiendo y vomitando la cerveza de las barricas, las gaviotas hambrientas y voraces, los peces que las alimentan, los hombres-anuncio u hombres-sándwich, los anuncios de pote de Ciruelo debajo de las esquelas o sección de fiambres, el «fiambre de Dignam en pote», los trozos fritos de falda de cordero, la cabeza de ternera aderezada y el rabo de buey, y después de detenerte con Mrs. Breen para charlar de los hijos y del marido de ella y sentir aguijoneada tu hambre por los olores estimulantes de la pastelería próxima, esa hambre de Antifates que te devora, las treinta y dos masticaciones por minuto, la hora del almuerzo de entre la una y las dos de la tarde, el rancho de los guardias, el reverendo Dr. Salmon como salmón en conserva, el banquete del patriota, el restaurante vegetariano con esa comida «que produce las como olas del cerebro lo poético», que comen los clientes en el Burton masticando como lestrigones a dos carrillos, engullendo los trozos de carne enteros, escupiendo las ternillas, los huesos, rebozándose en la grasa y en el sebo, en medio de un olor nauseabundo de fermento rancio, de cerveza descompuesta y orín, y tus ganas de vomitar.
Pero acaso esto no sea más que el final de un círculo, con un trazado que se origina en el matadero, donde esperan las reses para ser degolladas, abiertas en canal, descuartizadas, y los pollos, y los gansos, y las ovejas, dispuestos todos así para ser devorados por hombres como tú, por mujeres como ella, por jóvenes como él, o como tu hija, y de esa suerte de pinturas del Bacon que habrá de venir te apartas para volver de nuevo a la imagen de los anuncios de fiambres en pote bajo las esquelas, el de Dignam en pote, o a la de un misionero preparado con arroz y limón, como cerdo escabechado, por sus caníbales, y conformarte con un emparedado de queso con mostaza.

Continuará

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