La Odisea en el Ulises (9)
Episodio 7: Eolo
(GT: 1-139, 254-262, 380-394, 468-476,
488-507, 653-667, 778-795, 1210-1264, 1310-1331)
En
Eolia, isla flotante, se hallaba el palacio de Eolo Hipótada, verdadero árbitro
de los vientos, y a ella llegaron Ulises y sus compañeros.
A ella llegaron, y Eolo, que vivía allí con sus seis hijos y sus
seis hijas, y había entregado estas incestuosamente a aquellos, los recibió y
los agasajó durante un mes, y le pidió noticias a Ulises sobre Ilión, la de
hermosos corceles, sobre las naves de los argivos y la vuelta de los aqueos.
Eolo le pidió noticias y el noble Ulises le contó cuanto sabía.
Pasado el tiempo, como Ulises y los suyos manifestaran su deseo de
partir, el señor de los vientos les proporcionó un odre de cuero de buey con
los vientos encerrados en él, para que los llevaran así apresados en las naves
cuyas velas sólo Céfiro soplaría.
¡Mas, ay, la ambición, siempre anda trajinando en el corazón del
hombre para torcer su destino!
¡Ah, la ambición!
Y eran hombres ambiciosos aquellos que imaginaron el odre de cuero
lleno de oro y de plata.
Eran hombres ambiciosos los que aprovecharon el sueño de Ulises
para, ya cerca de tierra, abrir el odre y liberar así a los furiosos vientos,
que acabarían por arrastrarlos, a través del proceloso laberinto de agua, de
nuevo hacia la isla Eolia.
De nuevo a la misma isla, pero en esa ocasión, Eolo, después de
oír las explicaciones de Ulises, no lo acogió con hospitalidad, sino que lo
expulsó de allí con el desprecio de los dioses.
Y
tú, Leopold Bloom, dejando atrás el ruidoso centro de Dublín, con tranvías,
limpiabotas, furgones postales, barriles de cerveza rodando hasta los carros,
visitas el Freeman's Journal and National Press y, cuando ya han dado
las doce del mediodía, subes hasta la redacción, verdadera isla flotante de los
vientos que «dirigen el mundo hoy en día», con las puertas abiertas para que circulen
y para que con ellos entren y salgan las noticias, que deben pasar por las
manos del viejo capataz, el cual, como un viejo Méntor y a pesar de su edad,
garantiza el funcionamiento de la sala de cajas, y que entren y salgan el
repartidor de telegramas, los golpes de las máquinas al compás de tres por
cuatro, los chascarrillos, las consultas de los palurdos, las cartas al
director pidiéndole un remedio contra la flatulencia, los ecos de sociedad, los
fotograbados, las discusiones entre periodistas que chaquetean incestuosos
y se tiran al degüello si es necesario unos a otros y sus colaboradores; para
que circulen el ruido que uno de estos produce con su hilo dental, el cual
vibra como un «arpa eolia», los chillidos de los repartidores, y que entren y salgan
la voz huracanada del señor de los vientos Mr. Crawford, el director, exigiendo la expulsión de quien ha
provocado al abrir la puerta que el viento arroje las pruebas de la sección de
Deportes al suelo, y las últimas noticias, y el bufido con que el mismo Mr.
Crawford manda a «tomar por culo» a Mr. Yaves, tu cliente, Bloom, o
prácticamente a ti, como Eolo a Ulises, y que lo manda a «tomar por su real
culo irlandés», y te lo dice tal cual en tu cara, porque lo estás entreteniendo
y quiere salir a la calle con el grupo del joven Stephen.
Sin embargo, tú, Stephen Dedalus, que también visitas la misma
redacción que Bloom, con quien te cruzas pero no te encuentras, tienes más
suerte que él, porque a ti se te respeta allí, se te escucha cuando ofreces el
artículo de Mr. Deasy o cuando opinas o cuando relatas tus historias, incluso
Mr. Crawford te anima a publicar lo que quieras en su periódico, y varios se
largan contigo a tomar algo, también el director, o eso pretende.
Una vez en la calle, y después de que el profesor del «arpa eolia»
recuerde, a propósito de tu historia sobre las «dos vestales dublinesas», al
sofista que escribió un libro ponderando la belleza de Penélope por encima de
la de Helena, observáis, Stephen, que todos los tranvías con troles se hallan
inmóviles y en silencio a consecuencia de un cortocircuito, ¡vamos, como los
vientos en el odre de Eolo antes de que los imprudentes compañeros de Ulises lo
abrieran!
Episodio 8: Lestrigones
(GT: 275-288, 306-322, 364-370, 866-902,
963-1006)
Cierto día,
las naves de Ulises y de sus compañeros de hermosas grebas desembarcaron en el
puerto siciliano de Telépilo
de Lestrigonia, rodeado de
rocas escarpadas y al que se accedía por una entrada estrecha entre dos
acantilados.
Todas las naves entraron dentro del puerto y allí
echaron sus amarras, excepto la del ingenioso héroe, quien la detuvo a la
entrada y la sujetó a la roca.
Ulises envió a tres de los suyos a que reconocieran
el terreno y averiguaran qué clase de gente habitaba aquel lugar.
Y enseguida los designados se destacaron para
cumplir la misión encomendada.
Y vieron a una joven doncella que cogía agua de una
fuente.
Y le preguntaron quién era el rey y quiénes los
súbditos.
Y ella, por toda respuesta, los condujo al palacio
de su padre, el rey Antifates, donde, sin embargo, encontraron a su madre,
enorme mujerona de aspecto fiero, frente a la que quedaron atemorizados.
La mujer mandó llamar a su esposo, quien lo primero
que hizo fue comerse a uno de los exploradores.
Los otros salieron corriendo y alcanzaron sus naves.
El rey llamó a voces a los lestrigones, habitantes
del lugar, auténticos gigantes que acudieron por miles y atacaron las naves con
peñascos formidables.
La matanza fue tremenda, y los lestrigones
ensartaban a sus víctimas como si de peces se trataran y a continuación los
devoraban.
Ulises, que lo veía todo desde su nave, cortó las
amarras de la misma y así pudieron escapar al ponto él y sus compañeros.
Que comen,
Leopold Bloom, como auténticas fieras, como verdaderos caníbales, los clientes
del restaurante Burton al que acabas de llegar, después de ver, o imaginar, o
recordar, o pensar en el Cordero de Dios, el bacalao, el hambre de los niños,
las despensas, las ratas bebiendo y vomitando la cerveza de las barricas, las
gaviotas hambrientas y voraces, los peces que las alimentan, los
hombres-anuncio u hombres-sándwich, los anuncios de pote de Ciruelo debajo de
las esquelas o sección de fiambres, el «fiambre de Dignam en pote», los trozos
fritos de falda de cordero, la cabeza de ternera aderezada y el rabo de buey, y
después de detenerte con Mrs. Breen para charlar de los hijos y del marido de
ella y sentir aguijoneada tu hambre por los olores estimulantes de la
pastelería próxima, esa hambre de Antifates que te devora, las treinta y dos
masticaciones por minuto, la hora del almuerzo de entre la una y las dos de la
tarde, el rancho de los guardias, el reverendo Dr. Salmon como salmón en
conserva, el banquete del patriota, el restaurante vegetariano con esa comida
«que produce las como olas del cerebro lo poético», que comen los clientes en
el Burton masticando como lestrigones a dos carrillos, engullendo los trozos de
carne enteros, escupiendo las ternillas, los huesos, rebozándose en la grasa y
en el sebo, en medio de un olor nauseabundo de fermento rancio, de cerveza
descompuesta y orín, y tus ganas de vomitar.
Pero acaso esto no sea más que el final de un
círculo, con un trazado que se origina en el matadero, donde esperan las reses
para ser degolladas, abiertas en canal, descuartizadas, y los pollos, y los
gansos, y las ovejas, dispuestos todos así para ser devorados por hombres como
tú, por mujeres como ella, por jóvenes como él, o como tu hija, y de esa suerte
de pinturas del Bacon que habrá de venir te apartas para volver de nuevo a la
imagen de los anuncios de fiambres en pote bajo las esquelas, el de Dignam en
pote, o a la de un misionero preparado con arroz y limón, como cerdo
escabechado, por sus caníbales, y conformarte con un emparedado de queso con
mostaza.
Continuará…
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