La Odisea en el Ulises (10)
Episodio 9: Escila y Caribdis
(GT: 55-111, 203-204, 219-233, 709-717,
976-984, 1341-1380)
La
veneranda Circe se lo advirtió al divino Ulises, y bien que lo hizo.
Le dijo que debería afrontar el dilema de elegir entre los
peligros que acechaban en dos promontorios.
Le dijo que el primero era muy alto y en él se hallaba la gruta
que llegaba hasta el Erebo.
Le dijo que podría pasar por allí con su nave, pero que tuviera
cuidado, porque habitaba la gruta la pétrea Escila, con la mitad de su cuerpo
metido en ella como si formara parte de la propia roca, y que se trataba de un
monstruo de doce pies, seis cuellos y seis espantosas cabezas, con tres filas
de dientes llenos de negra muerte cada una de ellas para llevarse a quienes se
aventuran a navegar por allí.
Le dijo que el otro peñasco era más bajo y que en su centro había
una higuera muy frondosa a cuyo pie la horrenda Caribdis sorbía y vomitaba el
agua negra tres veces al día.
Le dijo que lo hacía de manera que ningún ser cercano, al aspirar
ella el agua, podría librarse del imponente y fatal remolino que provocaba.
Le dijo en fin la diosa que siguieran su consejo y se arrimaran
más a Escila para evitar ser engullidos por Caribdis.
Y el paciente Ulises y los suyos lograron así pasar el estrecho
entre los dos escollos, a cambio, lamentablemente, de que seis compañeros
fueran devorados por Escila a la entrada de su gruta.
Valiente
y astuto tú, Stephen Dedalus, que, armado de dialéctica como un Sócrates, como
un héroe homérico, como un Ulises, no dudas en exponer valientemente tus
teorías sobre Shakespeare y su obra ante esta gente tan cultivada que concurre
hoy, de dos a tres de la tarde, en la Biblioteca Nacional, y lo haces decidido
a navegar entre dos aguas, la del rocoso, como de Escila, y dogmático
aristotelismo del crítico literario John
Eglinton y la de esa suerte de remolino platónico y místico del poeta George
Russell, el cual, ¡cretino de él!, ni se ha dignado citarte siquiera en su
lista de jóvenes promesas literarias.
Pero no eres equidistante, no, entre las opiniones
del crítico y del poeta, sino que, como Ulises, te arriesgas a aproximarte más
al materialismo del primero, al de Mulligan que irrumpirá en el lugar con su
enorme dosis de realidad chabacana y aplastante, aunque el tal Eglinton moteje
tus teorías de falsas o engañosas y el otro se mofe de ti, y sostienes que Hamlet
se explica a través de la propia biografía de su autor, de las relaciones con
su padre, con su esposa, con sus hermanos.
Eso es, tú, invocando a Ignacio de Loyola o a Santo
Tomás, te arrimas a Aristóteles, aun a riesgo de que Russell, especie de
Caribdis platónica, te acuse de academicista, de alimentar tan sólo una
especulación «de escolares para escolares».
Y todo, por unas teorías sobre Shakespeare y su obra
que ni tú mismo te crees.
No obstante, logras, finalmente, atravesar los
escollos levantados por los adversarios de tus razonamientos y te largas a la
calle con tu amigo, ¿como Antínoo de Ulises?, ¡pues vaya con el amigo Buck
Mulligan!
Episodio 10: Las rocas errantes
(GT: 1-87, 297-320, 365-370, 760-771,
1037-1062, 1500-1509, 1625-1645)
En realidad, el ingenioso Ulises evitó
las Rocas Errantes y se decidió por afrontar los peligros que pudieran
depararle Escila y Caribdis.
¿Por
qué?
Porque
Circe la hechicera lo previno de la imposibilidad de navegar por donde las
rocas, que ni las aves, ni siquiera las palomas de Zeus, se atrevieron nunca a
volar junto a ellas.
¿Y
nadie jamás pasó por allí?
Nadie,
ninguna embarcación de hombres, había logrado superar el tremendo oleaje ni las
tempestades de fuego, antes de ser arrastrados los maderos de las naves y los
cuerpos de los hombres por las terribles olas de la ojizarca Anfitrite.
Pero,
¿nadie, nadie?
Sí,
alguien sí, que en cierta ocasión pasó una nave, la única que lo había
conseguido, la nave Argo de Jasón, protegido de la diosa Hera, que lo amaba;
pasó entre las simplégades o escollos rocosos a uno y otro lado, Asia y Europa
tal vez, puede que del Bósforo, que flotaban y chocaban entre sí
caprichosamente destrozando cuantas naves se encontraran en medio.
Ulises,
por eso, tomaría el camino de las monstruosas y terribles Escila y Caribdis.
Pero vosotros, Stephen Dedalus, tú,
Leopold Bloom, cómo no vais a transitar de tres a cuatro de la tarde por las
calles de vuestra ciudad, entre curas, como el Padre Conmee, rector del colegio
de los jesuitas en que estudiaste, Stephen, y que ahora busca plaza para uno de
los huérfanos de Dignam, ¡ah, qué poder el de la Iglesia!, y entre marineros
cojos, niños, señoras prestamistas con el cabello plateado y caras de reina,
funerarias, empleados de funerarias, o el brazo blanco de Molly, Bloom, o entre
marineros cojos otra vez y su generoso brazo desnudo, Bloom, o entre tus
hermanas, Stephen, y el barquito de papel que hiciste, Bloom, y que surca el
río por debajo del puente, sorteando sus pilares, los cascos de las
embarcaciones, las cadenas de sus anclas, simplégades en fin, como esta
cantidad de ciudadanos que deambulan por las calles, de jóvenes tenderas
rubias, coches atestados de turistas, tranvías descargando soldados o músicos
italianos que te aconsejan aprender música, Stephen, o mecanógrafas que leen
furtivamente, clérigos que ejercen de guías turísticos, carreteros con sus
sacos de harina, odeones con vedetes en los carteles, corredores de apuestas,
ambulancias, o alguien que te tiene por hombre completo y culto, Bloom, por
artista, y libreros que alaban tu elección de Delicias del pecado para
Molly, o porteros de salones de subastas, y tu padre borracho, Stephen, y eso
sí, la comitiva del virrey con sus policías, o relojes de sol, noticias de
accidentes navales, y tu barquito de papel, Bloom, o de nuevo la comitiva del
virrey a trote corto con los jinetes botando en sus monturas y las levitas y
los parasoles y el calesín de la virreina, y borrachines de ginebra y licor de
enebro, carruajes, o escaparates de joyerías frente a los que te detienes, Stephen,
y viejas con paraguas o bolsos de matronas, o centrales eléctricas y
escaparates con grabados de boxeadores que también llaman tu atención, Stephen,
o tenderetes de libros, falsos curas, prestamistas jorobados, tipos con chaqué
azul y alto sombrero de copa, policías, concejales, intendentes de policía o
los caballos lustrosos de la comitiva del virrey, o tus amigos, Stephen, que
hablan de ti y de tus teorías, y la camarera que les sirve auténtica crema
irlandesa, o tu barquito de papel navegando hacia el este, Bloom, como si del
barco de Jasón se tratara, como navegando por el Bósforo, Asia a un lado y a
otro Europa, o ciegos que se chocan con músicos a quienes culpan de ello, hijos
de padres recién fallecidos que compran filetes de cerdo y juegan luego con sus
imágenes especulares en escaparates de sombrererías, escolares, nobles y jefes
del ejército de la comitiva del virrey y la virreina cuyos tocados no dejan ver
tranvías ni carromatos con muebles, tabaqueras, bodegas, relojerías con
maniquíes de mejillas lozanas, vedetes de nuevo, ventanas desde donde mirar el
séquito virreinal, almacenes de música, profesores de baile, tipos elegantes
que manifiestan su admiración a las damas de la comitiva virreinal, mozos que
entonan canciones escocesas al paso del cortejo, u otros ciegos y más
escolares, que saludan al virrey mientras se dirige a inaugurar la feria del
Mirus a fin de recaudar fondos para el hospital Mercer, ¡ah, gran poder el del
Estado!
¡Cuántos
ciudadanos por las calles de Dublín, también ellos, unos para otros, auténticas
rocas errantes!
Continuará…
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