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domingo, 5 de julio de 2020


La Odisea en el Ulises (10)

Episodio 9: Escila y Caribdis
(GT: 55-111, 203-204, 219-233, 709-717, 976-984, 1341-1380)



La veneranda Circe se lo advirtió al divino Ulises, y bien que lo hizo.
Le dijo que debería afrontar el dilema de elegir entre los peligros que acechaban en dos promontorios.
Le dijo que el primero era muy alto y en él se hallaba la gruta que llegaba hasta el Erebo.
Le dijo que podría pasar por allí con su nave, pero que tuviera cuidado, porque habitaba la gruta la pétrea Escila, con la mitad de su cuerpo metido en ella como si formara parte de la propia roca, y que se trataba de un monstruo de doce pies, seis cuellos y seis espantosas cabezas, con tres filas de dientes llenos de negra muerte cada una de ellas para llevarse a quienes se aventuran a navegar por allí.
Le dijo que el otro peñasco era más bajo y que en su centro había una higuera muy frondosa a cuyo pie la horrenda Caribdis sorbía y vomitaba el agua negra tres veces al día.
Le dijo que lo hacía de manera que ningún ser cercano, al aspirar ella el agua, podría librarse del imponente y fatal remolino que provocaba.
Le dijo en fin la diosa que siguieran su consejo y se arrimaran más a Escila para evitar ser engullidos por Caribdis.
Y el paciente Ulises y los suyos lograron así pasar el estrecho entre los dos escollos, a cambio, lamentablemente, de que seis compañeros fueran devorados por Escila a la entrada de su gruta.



Valiente y astuto tú, Stephen Dedalus, que, armado de dialéctica como un Sócrates, como un héroe homérico, como un Ulises, no dudas en exponer valientemente tus teorías sobre Shakespeare y su obra ante esta gente tan cultivada que concurre hoy, de dos a tres de la tarde, en la Biblioteca Nacional, y lo haces decidido a navegar entre dos aguas, la del rocoso, como de Escila, y dogmático aristotelismo del crítico literario John Eglinton y la de esa suerte de remolino platónico y místico del poeta George Russell, el cual, ¡cretino de él!, ni se ha dignado citarte siquiera en su lista de jóvenes promesas literarias.
Pero no eres equidistante, no, entre las opiniones del crítico y del poeta, sino que, como Ulises, te arriesgas a aproximarte más al materialismo del primero, al de Mulligan que irrumpirá en el lugar con su enorme dosis de realidad chabacana y aplastante, aunque el tal Eglinton moteje tus teorías de falsas o engañosas y el otro se mofe de ti, y sostienes que Hamlet se explica a través de la propia biografía de su autor, de las relaciones con su padre, con su esposa, con sus hermanos.
Eso es, tú, invocando a Ignacio de Loyola o a Santo Tomás, te arrimas a Aristóteles, aun a riesgo de que Russell, especie de Caribdis platónica, te acuse de academicista, de alimentar tan sólo una especulación «de escolares para escolares».
Y todo, por unas teorías sobre Shakespeare y su obra que ni tú mismo te crees.
No obstante, logras, finalmente, atravesar los escollos levantados por los adversarios de tus razonamientos y te largas a la calle con tu amigo, ¿como Antínoo de Ulises?, ¡pues vaya con el amigo Buck Mulligan!





Episodio 10: Las rocas errantes
(GT: 1-87, 297-320, 365-370, 760-771, 1037-1062, 1500-1509, 1625-1645)



En realidad, el ingenioso Ulises evitó las Rocas Errantes y se decidió por afrontar los peligros que pudieran depararle Escila y Caribdis.
¿Por qué?
Porque Circe la hechicera lo previno de la imposibilidad de navegar por donde las rocas, que ni las aves, ni siquiera las palomas de Zeus, se atrevieron nunca a volar junto a ellas.
¿Y nadie jamás pasó por allí?
Nadie, ninguna embarcación de hombres, había logrado superar el tremendo oleaje ni las tempestades de fuego, antes de ser arrastrados los maderos de las naves y los cuerpos de los hombres por las terribles olas de la ojizarca Anfitrite.
Pero, ¿nadie, nadie?
Sí, alguien sí, que en cierta ocasión pasó una nave, la única que lo había conseguido, la nave Argo de Jasón, protegido de la diosa Hera, que lo amaba; pasó entre las simplégades o escollos rocosos a uno y otro lado, Asia y Europa tal vez, puede que del Bósforo, que flotaban y chocaban entre sí caprichosamente destrozando cuantas naves se encontraran en medio.
Ulises, por eso, tomaría el camino de las monstruosas y terribles Escila y Caribdis.



Pero vosotros, Stephen Dedalus, tú, Leopold Bloom, cómo no vais a transitar de tres a cuatro de la tarde por las calles de vuestra ciudad, entre curas, como el Padre Conmee, rector del colegio de los jesuitas en que estudiaste, Stephen, y que ahora busca plaza para uno de los huérfanos de Dignam, ¡ah, qué poder el de la Iglesia!, y entre marineros cojos, niños, señoras prestamistas con el cabello plateado y caras de reina, funerarias, empleados de funerarias, o el brazo blanco de Molly, Bloom, o entre marineros cojos otra vez y su generoso brazo desnudo, Bloom, o entre tus hermanas, Stephen, y el barquito de papel que hiciste, Bloom, y que surca el río por debajo del puente, sorteando sus pilares, los cascos de las embarcaciones, las cadenas de sus anclas, simplégades en fin, como esta cantidad de ciudadanos que deambulan por las calles, de jóvenes tenderas rubias, coches atestados de turistas, tranvías descargando soldados o músicos italianos que te aconsejan aprender música, Stephen, o mecanógrafas que leen furtivamente, clérigos que ejercen de guías turísticos, carreteros con sus sacos de harina, odeones con vedetes en los carteles, corredores de apuestas, ambulancias, o alguien que te tiene por hombre completo y culto, Bloom, por artista, y libreros que alaban tu elección de Delicias del pecado para Molly, o porteros de salones de subastas, y tu padre borracho, Stephen, y eso sí, la comitiva del virrey con sus policías, o relojes de sol, noticias de accidentes navales, y tu barquito de papel, Bloom, o de nuevo la comitiva del virrey a trote corto con los jinetes botando en sus monturas y las levitas y los parasoles y el calesín de la virreina, y borrachines de ginebra y licor de enebro, carruajes, o escaparates de joyerías frente a los que te detienes, Stephen, y viejas con paraguas o bolsos de matronas, o centrales eléctricas y escaparates con grabados de boxeadores que también llaman tu atención, Stephen, o tenderetes de libros, falsos curas, prestamistas jorobados, tipos con chaqué azul y alto sombrero de copa, policías, concejales, intendentes de policía o los caballos lustrosos de la comitiva del virrey, o tus amigos, Stephen, que hablan de ti y de tus teorías, y la camarera que les sirve auténtica crema irlandesa, o tu barquito de papel navegando hacia el este, Bloom, como si del barco de Jasón se tratara, como navegando por el Bósforo, Asia a un lado y a otro Europa, o ciegos que se chocan con músicos a quienes culpan de ello, hijos de padres recién fallecidos que compran filetes de cerdo y juegan luego con sus imágenes especulares en escaparates de sombrererías, escolares, nobles y jefes del ejército de la comitiva del virrey y la virreina cuyos tocados no dejan ver tranvías ni carromatos con muebles, tabaqueras, bodegas, relojerías con maniquíes de mejillas lozanas, vedetes de nuevo, ventanas desde donde mirar el séquito virreinal, almacenes de música, profesores de baile, tipos elegantes que manifiestan su admiración a las damas de la comitiva virreinal, mozos que entonan canciones escocesas al paso del cortejo, u otros ciegos y más escolares, que saludan al virrey mientras se dirige a inaugurar la feria del Mirus a fin de recaudar fondos para el hospital Mercer, ¡ah, gran poder el del Estado!
¡Cuántos ciudadanos por las calles de Dublín, también ellos, unos para otros, auténticas rocas errantes!

Continuará

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