La Odisea en el Ulises
(11)
Episodio 11: Las sirenas
(GT: 79-82, 111-173, 371-374, 388-406,
509-518, 575-588, 1193-1217, 1275-1283, 1344-1370, 1407-1410, 1420-1432,
1616-1620)
Y Circe le avisó que tuviera buen
cuidado con las sirenas, que se preservara de su canto, porque hechizaban a
cuantos viajeros se aventuraban a pasar con sus naves junto a ellas, porque los
atraían hasta el prado en que moraban, porque allí se los comían.
¿La
prueba?: numerosos restos humanos y podridos las rodeaban.
Pero
la hechicera de lindas trenzas no le dijo que Jasón y sus argonautas sí
consiguieron esquivar el embrujo letal de las sirenas, que prefirieron dejarse
cautivar por las notas de la lira de Orfeo para no oír el canto de las bellas.
Pero
la divina entre las diosas sí le explicó qué debía hacer para navegar por
delante de la isla.
Y el
prudente Ulises siguió sus consejos al pie de la letra.
El
paciente Ulises, cuando divisaron la isla de las sirenas, partió en pedacitos
un gran pan de cera, amasó los trozos con sus manos; con el calor de las cuales
y con el del sol, la cera se ablandó, y pudo taponar con ella los oídos de
todos sus compañeros.
El
sufridor Ulises ordenó a sus compañeros que lo ataran fuertemente al mástil
para que, aunque escuchara el canto de las sirenas, pudiera resistir su
atractivo hechizo.
El
preclaro Ulises les ordenó asimismo que, una vez alejados de la isla, se
destaparan los oídos y lo libraran de las amarras.
Todo
sucedió tal cual.
Así
lo cantaría ante los pretendientes el aedo Femio con su cítara.
Mas
el aedo Femio no hablaría en su canto de la sirena Parténope, quien, frustrada
por el ardid de Ulises, se arrojó al mar para entregar al mar su vida.
Es decir, de la misma manera que la
música que emerge del bar del hotel Ormond, a esas horas isla en la ciudad, te
atrae a ti, Leopold Bloom, con sus camareras-sirenas que lucen sus troncos, sus
cabezas y brazos tras la barra y por encima de ella, una bronce, la otra oro, o
sea, como la música que sale por la puerta del establecimiento cuando son las
cuatro de la tarde al tiempo que otra sirena te invita a fumar desde el cartel
de un escaparate, como los sonidos también, como el producido por el diapasón del
afinador ciego, sonido de diapasón igual a «llamada de muerte más lenta», como
las canciones de amor, como los acordes del piano, como el chasquido elástico
de la liga que una de las camareras-sirenas produce para seducir a tu enemigo
Boylan sin resultado alguno, puesto que el susodicho se larga y ella se siente
igual de frustrada que Parténope ante la ineficacia de sus encantos.
Todos
los clientes son seducidos por la música, por las camareras; hay quien lo es
por el rugido del oleaje que una de las sirenas invita a escuchar en el cuenco
de una caracola marina; tú, Bloom, sumergido como te hallas en la atmósfera del
lugar, lo eres además por el recuerdo de tus experiencias musicales con Molly,
que asocias con la «música» que ella produce cuando mea, que asocias con las
rapsodias húngaras de Liszt, que asocias con el cuerpo de mujer como una flauta
con tres agujeros.
Y
esto es así hasta que Ben Dollard entona con voz recia y emotiva El zagal
rebelde y, cual Orfeo con los argonautas, consigue atraer la atención
exclusiva de todos los presentes.
Escuchando
a Ben Dollard, todos se olvidan de todo: ya nadie atiende a las canciones de amor,
ni al chasquido de la liga, ni al mar en la caracola.
Aunque
tú, Bloom, a lo tuyo, zafándote de la emoción del canto nacionalista porque
piensas en Molly, en tu hijito muerto, en tu propia vejez.
Finalmente,
abandonas el hotel, es verdad, pero la misma sirena que te ha invitado hace tan
poco a fumar anima también a hacerlo con su cabello flotante a un joven ciego
que, sin embargo, no puede verla, y son tal vez las cinco de la tarde.
Episodio 12: El cíclope
(GT: 138-147, 159-233, 553-559, 639-645,
877-884, 1827-1841, 2288-2294, 2313-2326, 2365-2381)
Cuando Ulises y los suyos llegaron a la
tierra de los cíclopes, vieron el humo de sus fogatas y oyeron el balido de sus
ovejas y sus cabras, y divisaron también una cueva muy alta junto al mar.
Y Ulises
decidió explorarla con sus doce mejores hombres, mientras el resto permanecía
en la playa cuidando de la nave.
Cargando
Ulises un gran odre de cuero lleno del vino que en su día le diera un sacerdote
de Apolo, llegaron a la gruta, pero no estaba su dueño.
En la
gruta encontraron muchos quesos y los establos repletos de corderos y cabritos.
Luego
encendieron una fogata, hicieron un sacrificio a los dioses, comieron queso
mientras esperaban la llegada del dueño de la cueva.
¡Polifemo,
monstruoso cíclope de un solo ojo, enamorado en otro tiempo, y según relatan
crónicas diferentes, de la ninfa Galatea!
El
cíclope apareció al cabo con sus rebaños, atrancó la puerta con una enorme
piedra y les preguntó a los atemorizados aqueos quiénes eran.
El
cruel cíclope, poco después, se burló de ellos y de sus dioses, y devoró a dos
en la cena.
El
monstruoso cíclope, a la mañana siguiente, se desayunó a otros dos aqueos,
salió de la cueva con sus rebaños y bloqueó de nuevo su entrada con la piedra.
Mas
Ulises, fecundo en ardides, preparó una gran estaca, la afiló y la endureció al
fuego.
Y
Polifemo volvió al atardecer, se comió a otros dos, pero el ingenioso Ulises,
que dijo llamarse Nadie, le ofreció el odre con el vino a cambio de salvar su
vida.
El
gigante bebió y bebió hasta emborracharse y quedarse dormido.
¡Maldito
el cíclope, Ulises y sus hombres le clavaron la estaca en su único ojo!
El
gigante despertó muerto de dolor y con grandes voces llamó a los demás cíclopes
de la zona gritándoles que Nadie lo había engañado.
¡No
le hicieron caso!
Polifemo,
ciego, retiró la roca de la entrada y se apostó en ella para intentar apresar a
los aqueos cuando trataran de salir.
Mas,
con la astucia del héroe, los aqueos lograron escapar escondidos bajo los vientres
de los carneros.
Ya a
salvo en la nave, Ulises gritó al cíclope que los dioses lo habían castigado
por sus malas acciones, y este, enfurecido de rabia e impotencia, les arrojó
grandes pedruscos que a punto estuvieron de hundir la embarcación.
Y por eso, antes de que tú entres en la
taberna de Barney Kiernan, Leopold Bloom, sus parroquianos han hablado ya sobre
muchas cosas y sobre el mercado, sobre los rebaños de reses, de carneros, de
corderos, de novillos, de animales de engorde, pero, pasadas las cinco de la
tarde, entras, ahora sí, en la taberna en que previamente se ha aposentado el
paisano con su perro tiñoso y cuya presencia es la de un verdadero cíclope de
hombros enormes, rodillas como montañas, pelo leonado, fosas nasales como
cavernas, ojos del tamaño de una coliflor, aliento de poderosa corriente
expulsado por la cueva de su boca y unos latidos cardíacos que hacen vibrar los
muros de la gruta o de la taberna.
Alguien
entonces te invita a tomar algo, mas sólo aceptas un puro, un veguero tan
grande como la estaca que Ulises clavara en el ojo de Polifemo, y el paisano,
fanático nacionalista irlandés, desmedidamente enamorado de su patria, que es
su Galatea, y que, por lo mismo, odia a los judíos como tú, que no atiende a
tus razones porque es como si viera sólo por el ojo del nacionalismo irracional
y excluyente, discute contigo, maldice a todos los que no son irlandeses, a los
judíos, pero tú, Bloom, echas mano de tus recursos intelectuales, de tu astucia
y le argumentas que Mendelssohn, Karl Marx, Mercadante y Spinoza eran judíos, que el Salvador, su Dios, también lo era, hasta que logras
enfurecerlo en tal medida, que, tú ya en la calle y él con muy malas
intenciones, te arroja a la cabeza una lata de galletas, pero el sol lo ciega y
falla el tiro, afortunadamente para ti.
Continuará…
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