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sábado, 4 de julio de 2020


La Odisea en el Ulises (11)

Episodio 11: Las sirenas
(GT: 79-82, 111-173, 371-374, 388-406, 509-518, 575-588, 1193-1217, 1275-1283, 1344-1370, 1407-1410, 1420-1432, 1616-1620)



Y Circe le avisó que tuviera buen cuidado con las sirenas, que se preservara de su canto, porque hechizaban a cuantos viajeros se aventuraban a pasar con sus naves junto a ellas, porque los atraían hasta el prado en que moraban, porque allí se los comían.
¿La prueba?: numerosos restos humanos y podridos las rodeaban.
Pero la hechicera de lindas trenzas no le dijo que Jasón y sus argonautas sí consiguieron esquivar el embrujo letal de las sirenas, que prefirieron dejarse cautivar por las notas de la lira de Orfeo para no oír el canto de las bellas.
Pero la divina entre las diosas sí le explicó qué debía hacer para navegar por delante de la isla.
Y el prudente Ulises siguió sus consejos al pie de la letra.
El paciente Ulises, cuando divisaron la isla de las sirenas, partió en pedacitos un gran pan de cera, amasó los trozos con sus manos; con el calor de las cuales y con el del sol, la cera se ablandó, y pudo taponar con ella los oídos de todos sus compañeros.
El sufridor Ulises ordenó a sus compañeros que lo ataran fuertemente al mástil para que, aunque escuchara el canto de las sirenas, pudiera resistir su atractivo hechizo.
El preclaro Ulises les ordenó asimismo que, una vez alejados de la isla, se destaparan los oídos y lo libraran de las amarras.
Todo sucedió tal cual.
Así lo cantaría ante los pretendientes el aedo Femio con su cítara.
Mas el aedo Femio no hablaría en su canto de la sirena Parténope, quien, frustrada por el ardid de Ulises, se arrojó al mar para entregar al mar su vida.



Es decir, de la misma manera que la música que emerge del bar del hotel Ormond, a esas horas isla en la ciudad, te atrae a ti, Leopold Bloom, con sus camareras-sirenas que lucen sus troncos, sus cabezas y brazos tras la barra y por encima de ella, una bronce, la otra oro, o sea, como la música que sale por la puerta del establecimiento cuando son las cuatro de la tarde al tiempo que otra sirena te invita a fumar desde el cartel de un escaparate, como los sonidos también, como el producido por el diapasón del afinador ciego, sonido de diapasón igual a «llamada de muerte más lenta», como las canciones de amor, como los acordes del piano, como el chasquido elástico de la liga que una de las camareras-sirenas produce para seducir a tu enemigo Boylan sin resultado alguno, puesto que el susodicho se larga y ella se siente igual de frustrada que Parténope ante la ineficacia de sus encantos.
Todos los clientes son seducidos por la música, por las camareras; hay quien lo es por el rugido del oleaje que una de las sirenas invita a escuchar en el cuenco de una caracola marina; tú, Bloom, sumergido como te hallas en la atmósfera del lugar, lo eres además por el recuerdo de tus experiencias musicales con Molly, que asocias con la «música» que ella produce cuando mea, que asocias con las rapsodias húngaras de Liszt, que asocias con el cuerpo de mujer como una flauta con tres agujeros.
Y esto es así hasta que Ben Dollard entona con voz recia y emotiva El zagal rebelde y, cual Orfeo con los argonautas, consigue atraer la atención exclusiva de todos los presentes.
Escuchando a Ben Dollard, todos se olvidan de todo: ya nadie atiende a las canciones de amor, ni al chasquido de la liga, ni al mar en la caracola.
Aunque tú, Bloom, a lo tuyo, zafándote de la emoción del canto nacionalista porque piensas en Molly, en tu hijito muerto, en tu propia vejez.
Finalmente, abandonas el hotel, es verdad, pero la misma sirena que te ha invitado hace tan poco a fumar anima también a hacerlo con su cabello flotante a un joven ciego que, sin embargo, no puede verla, y son tal vez las cinco de la tarde.





Episodio 12: El cíclope
(GT: 138-147, 159-233, 553-559, 639-645, 877-884, 1827-1841, 2288-2294, 2313-2326, 2365-2381)



Cuando Ulises y los suyos llegaron a la tierra de los cíclopes, vieron el humo de sus fogatas y oyeron el balido de sus ovejas y sus cabras, y divisaron también una cueva muy alta junto al mar.
Y Ulises decidió explorarla con sus doce mejores hombres, mientras el resto permanecía en la playa cuidando de la nave.
Cargando Ulises un gran odre de cuero lleno del vino que en su día le diera un sacerdote de Apolo, llegaron a la gruta, pero no estaba su dueño.
En la gruta encontraron muchos quesos y los establos repletos de corderos y cabritos.
Luego encendieron una fogata, hicieron un sacrificio a los dioses, comieron queso mientras esperaban la llegada del dueño de la cueva.
¡Polifemo, monstruoso cíclope de un solo ojo, enamorado en otro tiempo, y según relatan crónicas diferentes, de la ninfa Galatea!
El cíclope apareció al cabo con sus rebaños, atrancó la puerta con una enorme piedra y les preguntó a los atemorizados aqueos quiénes eran.
El cruel cíclope, poco después, se burló de ellos y de sus dioses, y devoró a dos en la cena.
El monstruoso cíclope, a la mañana siguiente, se desayunó a otros dos aqueos, salió de la cueva con sus rebaños y bloqueó de nuevo su entrada con la piedra.
Mas Ulises, fecundo en ardides, preparó una gran estaca, la afiló y la endureció al fuego.
Y Polifemo volvió al atardecer, se comió a otros dos, pero el ingenioso Ulises, que dijo llamarse Nadie, le ofreció el odre con el vino a cambio de salvar su vida.
El gigante bebió y bebió hasta emborracharse y quedarse dormido.
¡Maldito el cíclope, Ulises y sus hombres le clavaron la estaca en su único ojo!
El gigante despertó muerto de dolor y con grandes voces llamó a los demás cíclopes de la zona gritándoles que Nadie lo había engañado.
¡No le hicieron caso!
Polifemo, ciego, retiró la roca de la entrada y se apostó en ella para intentar apresar a los aqueos cuando trataran de salir.
Mas, con la astucia del héroe, los aqueos lograron escapar escondidos bajo los vientres de los carneros.
Ya a salvo en la nave, Ulises gritó al cíclope que los dioses lo habían castigado por sus malas acciones, y este, enfurecido de rabia e impotencia, les arrojó grandes pedruscos que a punto estuvieron de hundir la embarcación.



Y por eso, antes de que tú entres en la taberna de Barney Kiernan, Leopold Bloom, sus parroquianos han hablado ya sobre muchas cosas y sobre el mercado, sobre los rebaños de reses, de carneros, de corderos, de novillos, de animales de engorde, pero, pasadas las cinco de la tarde, entras, ahora sí, en la taberna en que previamente se ha aposentado el paisano con su perro tiñoso y cuya presencia es la de un verdadero cíclope de hombros enormes, rodillas como montañas, pelo leonado, fosas nasales como cavernas, ojos del tamaño de una coliflor, aliento de poderosa corriente expulsado por la cueva de su boca y unos latidos cardíacos que hacen vibrar los muros de la gruta o de la taberna.
Alguien entonces te invita a tomar algo, mas sólo aceptas un puro, un veguero tan grande como la estaca que Ulises clavara en el ojo de Polifemo, y el paisano, fanático nacionalista irlandés, desmedidamente enamorado de su patria, que es su Galatea, y que, por lo mismo, odia a los judíos como tú, que no atiende a tus razones porque es como si viera sólo por el ojo del nacionalismo irracional y excluyente, discute contigo, maldice a todos los que no son irlandeses, a los judíos, pero tú, Bloom, echas mano de tus recursos intelectuales, de tu astucia y le argumentas que Mendelssohn, Karl Marx, Mercadante y Spi­noza eran judíos, que el Salvador, su Dios, también lo era, hasta que logras enfurecerlo en tal medida, que, tú ya en la calle y él con muy malas intenciones, te arroja a la cabeza una lata de galletas, pero el sol lo ciega y falla el tiro, afortunadamente para ti.

Continuará

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