La Odisea en el Ulises
(12)
Episodio 13: Nausícaa
(GT: 1-12, 900-992)
El mismísimo Zeus, que amontona las
nubes, compadecido de los padecimientos de Ulises, dispuso que Calipso lo
dejara marchar en una balsa hasta el país de los feacios, quienes se
encargarían de facilitarle el regreso a casa.
La
ninfa no tuvo más remedio que obedecer por temor a la cólera del dios, le
facilitó al héroe la construcción de la balsa y le proporcionó vestidos,
alimentos y bebidas.
¿E
instrucciones para navegar hasta el país de los feacios, que distinguiría por
sus montes oscuros y por semejarse a un escudo en medio del mar?: también le
dio instrucciones.
Mas
¿qué podía la ninfa contra el poder de Poseidón, quien no estaba dispuesto a
permitir el regreso de Ulises a su patria?: nada, no podía nada.
Y el
dios que sacude la tierra desató sobre Ulises una espantosa tormenta que le
hizo naufragar.
No
obstante, otra diosa, marina ahora, se apiadó de él y lo ayudó a alcanzar
nadando la desembocadura de un río, en un bosque próximo del cual se refugió
para dormir abrigado por las hojas, pues estaba desnudo.
Y
cuando, a la mañana siguiente, despertó, descubrió a la bella Nausícaa, la hija
del magnánimo Alcínoo, rey de los feacios, lavando con las esclavas sus ropas.
Ulises
cubrió sus vergüenzas con una rama, y se acercó a ellas apremiado por la
necesidad.
Las
esclavas se apartaron asustadas, pero la princesa de níveos brazos venció su
miedo.
Ulises
le pidió entonces ropas y que le dijera dónde se hallaba la ciudad.
Ella
tranquilizó a las esclavas y les ordenó darle de beber y de comer, y que lo
lavaran en el río.
Aseado,
Ulises resplandeció como un ser más robusto y bello ante los ojos de Nausícaa,
que admiró su apostura y lo deseó por esposo.
El
héroe bebió y comió con voracidad, y la princesa se le ofreció para guiarle a
la ciudad y a la presencia de su padre, el rey Alcínoo.
Y lo
previno acerca de las murmuraciones que acaso hiciera la gente, al verlos
llegar juntos al palacio real, sobre si al forastero lo querría ella para
unírsele antes del matrimonio.
¡Ella
se adelantaría, pues, y él aguardaría un tiempo antes de visitar al rey!
Ulises
obedeció a la princesa, pero también atendió a las recomendaciones de Atenea:
al entrar en la sala del palacio, primero encontraría a la reina, la virtuosa
Arete, como así fue.
El
ingenioso Ulises entró en palacio y vio a la reina Arete, y se abrazó a sus
rodillas para pedirle hombres y medios con que regresar a su patria.
La
reina ordenó enseguida a sus esclavas que atendieran al huésped, como después
haría lo posible para ayudarle a volver a su tierra y finalmente lo agasajaría
con regalos tras la fiesta con que lo despedirían los feacios por orden del
rey.
En la
fiesta, cantaría con su cítara el ciego y amable aedo Demódoco la disputa entre
Aquiles y Ulises, lo cual emocionaría al héroe hasta el punto de cubrirse el
rostro con su túnica para no mostrar sus lágrimas.
En la
fiesta, se celebrarían asimismo juegos de lucha, de saltos y de carreras, y
bailes con lanzamientos de pelota.
Mientras a la hora de este crepúsculo
veraniego en que transitas por tu Dublín, Leopold Bloom, las últimas luces
acarician también la iglesia en donde suele orarse a «María, estrella de los
mares», verdadero guía de quien se halla perdido en la tormenta, auténtica
salvadora feacia del alma desorientada, la joven Gerty se queda en la
playa, decide quedarse sentada en la playa cuando sus amigas, ¿aún doncellas?,
y los niños se alejan para ver los fuegos artificiales, y todo porque tú, que
ya estás allí también, la miras, Bloom, y ella piensa que la miras con pasión y
se estremece, se estremece por sentirse observada por un hombre de cuerpo
entero como tú, que la miras como la miras, encendido por la visión de sus
piernas elegantes y sensuales, estremecido por una voluptuosidad que crece y
crece hasta que te masturbas, que ella ve cómo mueves tu cuerpo y tus manos y
oye tus jadeos, pero también se apasiona, sueña con tu roce, con tus labios, y
no rechaza nada, todo lo admite antes del matrimonio «siempre que no se hiciera
lo otro», así que se echa hacia atrás como si tratara de ver mejor las luces de
la fiesta, los fuegos, pero en realidad lo hace para mostrarte sonrojada sus
ligas azules, sus suaves bragas de algodón, sus muslos como de bailarina, de
bailarina coja, pobre, luego resulta, temblando y moviéndose arriba y abajo,
indecorosa como tu propia mirada, Bloom, y ahogando el grito de la pasión, y tú
el tuyo, con el estallido de un cohete que se derrama en «un chorro de finas hebras
de lluvia de oro», chorro orgásmico en fin.
Luego,
ella se inclina adelante y tú hacia atrás contra la roca, frustrada ella, tú
avergonzado por tu pecado, por no haber sido capaz de responder con la virtuosa
templanza de una Arete a la llamada de la chica, consolado tan sólo con la idea
de que ella te compadezca y guarde el secreto de lo ocurrido.
Todo
sucede a la hora del crepúsculo, ya se ha apuntado, entre las ocho y las nueve
de la tarde-noche.
Episodio 14: Los bueyes del sol
(GT: 96-107, 145-149, 168-175, 199-205, 224-231,
360-378, 556-583, 604-617, 913-941, 1302-1311, 1961-1972, 1995-2014, 2041-2050)
¡Claro que
también fue Circe quien predijo a Ulises que llegarían a la isla de Trinaquía!,
pues ¿quién si no?
Allí pastaban las reses, vacas o bueyes, rebaños del
Sol o Helios, hijo de Hiperión, que nunca tenían crías, pero tampoco morían, y
que eran pastoreados por las ninfas Faetusa y Lampetía, sus hijas.
La hermosa hechicera le advirtió que no mataran a
ninguno de estos animales, porque sus compañeros morirían y su regreso sería
más dificultoso y tardío.
Mas cerca de la isla, tras largas y agotadoras jornadas
de navegación, los hombres rogaron a Ulises que permitiera el desembarco en su
hondo puerto.
Ulises accedió a cambio de que juraran no tocar los
rebaños y comieran de lo que llevaban en la nave.
Ellos aceptaron.
Atracaron, pues, comieron y bebieron, y se quedaron
dormidos; pero de madrugada, Zeus, o sea, Júpiter, desató un terrible huracán y
cubrió el cielo de nubes.
Al día siguiente, para guarecerla del viento,
anclaron la nave en la gruta donde solían danzar las ninfas.
Ulises volvió a rogarles que respetaran los rebaños.
Durante un mes comieron y bebieron de lo que traían
en la nave.
Mas el hambre comenzó a estragar sus ánimos y comían
de los peces que pescaban; mas el hambre persistía, y Ulises decidió recorrer
la isla para buscar la ayuda de los dioses.
Sin embargo, el sueño pudo con él, y sus compañeros
aprovecharon para robar las mejores de las reses prohibidas y comérselas: ¡el
hambre es muy mala consejera!
Cuando el paciente Ulises descubrió lo sucedido, ya
era tarde, y los dioses manifestaron su poder permitiendo que hablaran las
pieles y la carne cruda o asada de las reses muertas.
No obstante, los de Ulises prosiguieron con el
banquete hasta hartarse: ¡en medio del placer, cómo desistir de culminarlo!
Finalmente, el viento en calma, zarparon de la isla
de Helios, que alegra a los mortales.
Mas, ya en alta mar, Zeus, que amontona las nubes, o
sea, Júpiter, los castigó con una enorme tempestad de viento y rayos que acabó
con ellos.
Ulises sobrevivió, sí, náufrago en una frágil balsa
que el viento devolvería, ¡ay!, a peligros recientemente superados.
A las diez
de la noche, vas al hospital, Leopold Bloom, morada, como isla de Trinaquía, de
A. Horne para parturientas, con setenta camas, una para Mrs. Purefoy por quien
te interesas, atendidas todas por dos cuidadoras, hermanas ellas, monjitas,
como hijas del mismo padre que también es dios, como las ninfas Faetusa y
Lampetía.
El hospital de este Helios que es Horne no deja de
ser antitético símbolo de la fecundidad que no ejercían los bueyes del Sol,
otra evidencia de que a la vida y a la muerte se viene y se llega desnudo, ¿o
es que no hay parto ni muerte, hay desnudez?, como naciste tú, Bloom,
seguramente como naciera así mismo tu hijo y como muriera a los once días y por
lo que Molly le hizo una prenda de lana de cordero para arroparlo, y cuyo
recuerdo provoca en ti un cierto sentimiento paternal hacia el joven Stephen
Dedalus, hijo de tu amigo y al que te gustaría proteger, dadas sus crapulosas
relaciones con las putas o su desmedida forma de beber como ahora con estos
estudiantes de medicina.
También a ti
te invitan a beber, y a comer peces sin cabeza o anchoas en aceite, y tú
aceptas porque en la calle se ha desatado una tormenta espantosa como por
mandato de Zeus o Júpiter, mientras se oyen los gritos de las parturientas y
una cuidadora, una hermana, os pide que no arméis bullicio ni carcajeéis, cosa
de la que tú te abstienes por respeto a las mujeres, y que permitáis a una
madre, que por eso sufre, parir en paz, pero ellos siguen parloteando,
refiriéndose, por ejemplo, al lugar denominado «Cree-en-Mí», «donde no hay
muerte y no hay nacimientos», ahora sí, «Cree-en-Mí», como sucedía en la homérica isla del Sol, y Buck Mulligan, que acaba
de incorporarse al grupo, perora, en medio de un debate sobre la fertilidad,
sobre las causas de la esterilidad, y anuncia su intención de fundar una granja
nacional de fertilización para fecundar a cualquier mujer que lo desee, de
nuevo otro antitético símbolo de la fecundidad que no ejercían las reses del
Sol, y luego hablan del parto y de sus complicaciones e incluso del famoso
crimen fratricida de Childs, y al final, calmada la tormenta, los
jóvenes deciden largarse de jarana, y tú con ellos, Bloom, y lo hacen, lo
hacéis, parlando una jerga urbana, que es el último gran ejemplo de prosa
irlandesa, tras haber recorrido tu creador toda su historia con párrafos de
diferentes épocas y estilos que ilustran fielmente su evolución y que se torna
en el más firme y antitético símbolo de la fecundidad que no ejercían los
rebaños del dios del fuego sagrado.
Continuará…
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