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viernes, 3 de julio de 2020


La Odisea en el Ulises (12)

Episodio 13: Nausícaa
(GT: 1-12, 900-992)



El mismísimo Zeus, que amontona las nubes, compadecido de los padecimientos de Ulises, dispuso que Calipso lo dejara marchar en una balsa hasta el país de los feacios, quienes se encargarían de facilitarle el regreso a casa.
La ninfa no tuvo más remedio que obedecer por temor a la cólera del dios, le facilitó al héroe la construcción de la balsa y le proporcionó vestidos, alimentos y bebidas.
¿E instrucciones para navegar hasta el país de los feacios, que distinguiría por sus montes oscuros y por semejarse a un escudo en medio del mar?: también le dio instrucciones.
Mas ¿qué podía la ninfa contra el poder de Poseidón, quien no estaba dispuesto a permitir el regreso de Ulises a su patria?: nada, no podía nada.
Y el dios que sacude la tierra desató sobre Ulises una espantosa tormenta que le hizo naufragar.
No obstante, otra diosa, marina ahora, se apiadó de él y lo ayudó a alcanzar nadando la desembocadura de un río, en un bosque próximo del cual se refugió para dormir abrigado por las hojas, pues estaba desnudo.
Y cuando, a la mañana siguiente, despertó, descubrió a la bella Nausícaa, la hija del magnánimo Alcínoo, rey de los feacios, lavando con las esclavas sus ropas.
Ulises cubrió sus vergüenzas con una rama, y se acercó a ellas apremiado por la necesidad.
Las esclavas se apartaron asustadas, pero la princesa de níveos brazos venció su miedo.
Ulises le pidió entonces ropas y que le dijera dónde se hallaba la ciudad.
Ella tranquilizó a las esclavas y les ordenó darle de beber y de comer, y que lo lavaran en el río.
Aseado, Ulises resplandeció como un ser más robusto y bello ante los ojos de Nausícaa, que admiró su apostura y lo deseó por esposo.
El héroe bebió y comió con voracidad, y la princesa se le ofreció para guiarle a la ciudad y a la presencia de su padre, el rey Alcínoo.
Y lo previno acerca de las murmuraciones que acaso hiciera la gente, al verlos llegar juntos al palacio real, sobre si al forastero lo querría ella para unírsele antes del matrimonio.
¡Ella se adelantaría, pues, y él aguardaría un tiempo antes de visitar al rey!
Ulises obedeció a la princesa, pero también atendió a las recomendaciones de Atenea: al entrar en la sala del palacio, primero encontraría a la reina, la virtuosa Arete, como así fue.
El ingenioso Ulises entró en palacio y vio a la reina Arete, y se abrazó a sus rodillas para pedirle hombres y medios con que regresar a su patria.
La reina ordenó enseguida a sus esclavas que atendieran al huésped, como después haría lo posible para ayudarle a volver a su tierra y finalmente lo agasajaría con regalos tras la fiesta con que lo despedirían los feacios por orden del rey.
En la fiesta, cantaría con su cítara el ciego y amable aedo Demódoco la disputa entre Aquiles y Ulises, lo cual emocionaría al héroe hasta el punto de cubrirse el rostro con su túnica para no mostrar sus lágrimas.
En la fiesta, se celebrarían asimismo juegos de lucha, de saltos y de carreras, y bailes con lanzamientos de pelota.



Mientras a la hora de este crepúsculo veraniego en que transitas por tu Dublín, Leopold Bloom, las últimas luces acarician también la iglesia en donde suele orarse a «María, estrella de los mares», verdadero guía de quien se halla perdido en la tormenta, auténtica salvadora feacia del alma desorientada, la joven Gerty se queda en la playa, decide quedarse sentada en la playa cuando sus amigas, ¿aún doncellas?, y los niños se alejan para ver los fuegos artificiales, y todo porque tú, que ya estás allí también, la miras, Bloom, y ella piensa que la miras con pasión y se estremece, se estremece por sentirse observada por un hombre de cuerpo entero como tú, que la miras como la miras, encendido por la visión de sus piernas elegantes y sensuales, estremecido por una voluptuosidad que crece y crece hasta que te masturbas, que ella ve cómo mueves tu cuerpo y tus manos y oye tus jadeos, pero también se apasiona, sueña con tu roce, con tus labios, y no rechaza nada, todo lo admite antes del matrimonio «siempre que no se hiciera lo otro», así que se echa hacia atrás como si tratara de ver mejor las luces de la fiesta, los fuegos, pero en realidad lo hace para mostrarte sonrojada sus ligas azules, sus suaves bragas de algodón, sus muslos como de bailarina, de bailarina coja, pobre, luego resulta, temblando y moviéndose arriba y abajo, indecorosa como tu propia mirada, Bloom, y ahogando el grito de la pasión, y tú el tuyo, con el estallido de un cohete que se derrama en «un chorro de finas hebras de lluvia de oro», chorro orgásmico en fin.
Luego, ella se inclina adelante y tú hacia atrás contra la roca, frustrada ella, tú avergonzado por tu pecado, por no haber sido capaz de responder con la virtuosa templanza de una Arete a la llamada de la chica, consolado tan sólo con la idea de que ella te compadezca y guarde el secreto de lo ocurrido.
Todo sucede a la hora del crepúsculo, ya se ha apuntado, entre las ocho y las nueve de la tarde-noche.





Episodio 14: Los bueyes del sol

(GT: 96-107, 145-149, 168-175, 199-205, 224-231, 360-378, 556-583, 604-617, 913-941, 1302-1311, 1961-1972, 1995-2014, 2041-2050)



¡Claro que también fue Circe quien predijo a Ulises que llegarían a la isla de Trinaquía!, pues ¿quién si no?
Allí pastaban las reses, vacas o bueyes, rebaños del Sol o Helios, hijo de Hiperión, que nunca tenían crías, pero tampoco morían, y que eran pastoreados por las ninfas Faetusa y Lampetía, sus hijas.
La hermosa hechicera le advirtió que no mataran a ninguno de estos animales, porque sus compañeros morirían y su regreso sería más dificultoso y tardío.
Mas cerca de la isla, tras largas y agotadoras jornadas de navegación, los hombres rogaron a Ulises que permitiera el desembarco en su hondo puerto.
Ulises accedió a cambio de que juraran no tocar los rebaños y comieran de lo que llevaban en la nave.
Ellos aceptaron.
Atracaron, pues, comieron y bebieron, y se quedaron dormidos; pero de madrugada, Zeus, o sea, Júpiter, desató un terrible huracán y cubrió el cielo de nubes.
Al día siguiente, para guarecerla del viento, anclaron la nave en la gruta donde solían danzar las ninfas.
Ulises volvió a rogarles que respetaran los rebaños.
Durante un mes comieron y bebieron de lo que traían en la nave.
Mas el hambre comenzó a estragar sus ánimos y comían de los peces que pescaban; mas el hambre persistía, y Ulises decidió recorrer la isla para buscar la ayuda de los dioses.
Sin embargo, el sueño pudo con él, y sus compañeros aprovecharon para robar las mejores de las reses prohibidas y comérselas: ¡el hambre es muy mala consejera!
Cuando el paciente Ulises descubrió lo sucedido, ya era tarde, y los dioses manifestaron su poder permitiendo que hablaran las pieles y la carne cruda o asada de las reses muertas.
No obstante, los de Ulises prosiguieron con el banquete hasta hartarse: ¡en medio del placer, cómo desistir de culminarlo!
Finalmente, el viento en calma, zarparon de la isla de Helios, que alegra a los mortales.
Mas, ya en alta mar, Zeus, que amontona las nubes, o sea, Júpiter, los castigó con una enorme tempestad de viento y rayos que acabó con ellos.
Ulises sobrevivió, sí, náufrago en una frágil balsa que el viento devolvería, ¡ay!, a peligros recientemente superados.



A las diez de la noche, vas al hospital, Leopold Bloom, morada, como isla de Trinaquía, de A. Horne para parturientas, con setenta camas, una para Mrs. Purefoy por quien te interesas, atendidas todas por dos cuidadoras, hermanas ellas, monjitas, como hijas del mismo padre que también es dios, como las ninfas Faetusa y Lampetía.
El hospital de este Helios que es Horne no deja de ser antitético símbolo de la fecundidad que no ejercían los bueyes del Sol, otra evidencia de que a la vida y a la muerte se viene y se llega desnudo, ¿o es que no hay parto ni muerte, hay desnudez?, como naciste tú, Bloom, seguramente como naciera así mismo tu hijo y como muriera a los once días y por lo que Molly le hizo una prenda de lana de cordero para arroparlo, y cuyo recuerdo provoca en ti un cierto sentimiento paternal hacia el joven Stephen Dedalus, hijo de tu amigo y al que te gustaría proteger, dadas sus crapulosas relaciones con las putas o su desmedida forma de beber como ahora con estos estudiantes de medicina.
 También a ti te invitan a beber, y a comer peces sin cabeza o anchoas en aceite, y tú aceptas porque en la calle se ha desatado una tormenta espantosa como por mandato de Zeus o Júpiter, mientras se oyen los gritos de las parturientas y una cuidadora, una hermana, os pide que no arméis bullicio ni carcajeéis, cosa de la que tú te abstienes por respeto a las mujeres, y que permitáis a una madre, que por eso sufre, parir en paz, pero ellos siguen parloteando, refiriéndose, por ejemplo, al lugar denominado «Cree-en-Mí», «donde no hay muerte y no hay nacimientos», ahora sí, «Cree-en-Mí», como sucedía en la homérica isla del Sol, y Buck Mulligan, que acaba de incorporarse al grupo, perora, en medio de un debate sobre la fertilidad, sobre las causas de la esterilidad, y anuncia su intención de fundar una granja nacional de fertilización para fecundar a cualquier mujer que lo desee, de nuevo otro antitético símbolo de la fecundidad que no ejercían las reses del Sol, y luego hablan del parto y de sus complicaciones e incluso del famoso crimen fratricida de Childs, y al final, calmada la tormenta, los jóvenes deciden largarse de jarana, y tú con ellos, Bloom, y lo hacen, lo hacéis, parlando una jerga urbana, que es el último gran ejemplo de prosa irlandesa, tras haber recorrido tu creador toda su historia con párrafos de diferentes épocas y estilos que ilustran fielmente su evolución y que se torna en el más firme y antitético símbolo de la fecundidad que no ejercían los rebaños del dios del fuego sagrado.

Continuará

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